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– ¡Al suelo! ¡Tras la balaustrada!

Se tiraron al suelo, poniéndose a cubierto lo mejor que pudieron detrás de unas columnas en espiral con hojas esculpidas. Pero no todos salieron bien parados. El brujo oyó gritar a Angouléme y la vio agarrarse un brazo. En un momento, la manga se le había empapado de sangre.

– ¡Angouléme!

– ¡No es nada! ¡La flecha me ha atravesado limpiamente! -respondió la chica, con voz levemente temblorosa, confirmando lo que ya había visto Geralt. Si la punta hubiera astillado un hueso, Angouléme te habría desmayado de la conmoción.

Los arqueros lanzaban sus flechas desde el extremo de la galería, llamaban pidiendo refuerzos. Algunos corrieron hacia un lateral, buscando un mejor ángulo de tiro. Geralt maldijo, calculó la distancia que los separaba de la arcada. No tenía muy buena pinta. Pero quedarse donde estaban equivalía a una muerte segura.

– ¡Hay que salir pitando! -gritó-. ¡Atentos! ¡Cahir, ayuda a Angouléme!

– ¡Nos van a acribillar!

– ¡Hay que salir! ¡No hay más remedio!

– ¡No! -exclamó Milva, levantándose con el arco en la mano.

Se irguió, adoptó la posición de disparo. Parecía una auténtica estatua, una amazona de mármol con su arco. Los tiradores de la galería vociferaban.

Milva soltó la cuerda.

Uno de los arqueros salió disparado hacia atrás, se golpeó estruendosamente contra la pared. Una mancha de sangre, que recordaba a un pulpo, brotó en la pared. Un griterío estalló en la galería. Era un bramido de rabia, de furia y de espanto.

– Por el Gran Sol… -dijo Cahir con un silbido. Geralt le dio un apretón en un brazo.

– ¡Vámonos! ¡Ayuda a Angouléme!

Desde la galería, una lluvia de flechas cayó sobre Milva. La arquera no se inmutó cuando a su alrededor se levantó una nube de polvo del enlucido, ni al ver saltar por todas partes añicos de mármol y fragmentos de los astiles despedazados. Soltó tranquilamente la cuerda. Un nuevo alarido, y otro tirador se derrumbó como un pelele, rociando a sus compañeros de sesos y sangre.

– ¡Ahora! -gritó Geralt, viendo cómo los guardias escapaban a toda prisa del pórtico, cómo se tiraban al suelo, intentando cubrirse de unos dardos certeros. Sólo los tres más osados seguían disparando.

Una flecha golpeó en un pilar, y la polvareda cubrió a Milva de pies a cabeza. La arquera se sopló los pelos que le caían sobre la cara y tensó el arco.

– ¡Milva! -Geralt, Angouléme y Cahir habían llegado hasta la arcada-. ¡Déjalo ya! ¡Largo de ahí!

– Sólo una más -dijo la arquera, con la pluma de la flecha en la comisura de los labios.

La cuerda zumbó. Uno de los tres bravos gritó de dolor, se inclinó sobre la balaustrada y se precipitó contra las losas del patio. Al verlo, los otros dos flaquearon. Se echaron al suelo y se acurrucaron. Los que acudían en su ayuda no se daban mucha prisa en llegar a la galería y ofrecerle un blanco a Milva.

Con una excepción.

Milva lo evaluó nada más verlo. No muy alto, delgado, de tez morena. Con un protector lustroso en el antebrazo izquierdo y un guante de arquero en la mano derecha. La muchacha vio cómo se colocaba su arco compuesto de bella factura, con una empuñadura entallada, con cuánta destreza lo tensaba. Vio cómo la cuerda, tensada al máximo, se cruzaba por delante de su rostro moreno. Vio cómo las cuatro plumas del emplumado le rozaban la mejilla. Vio cómo apuntaba fijamente.

Milva aprestó su arco, lo tensó hábilmente, al tiempo que apuntaba. La cuerda le llegó hasta la cara, una de las plumas le rozó la comisura de los labios.

*****

– Con fuerza, Mariquilla, con fuerza. Hasta tu careja. Anrolla la cuerda con los dedos pa que el proyectil no se te asalga del encoque. La ■ n la mejilla, con fuerza. ¡Apunta! ¡Los dos ojos bien abiertos! Venga, aguanta la respiración. Tira.

La cuerda, a pesar del protector de lana, le dio un doloroso mordisco en el antebrazo izquierdo.

El padre quiso decir algo, pero le entró la tos. Una tos profunda, seca, molesta. Esa tos tiene ca vez peor pinta, pensó Mariquilla Barring, bajando el arco. Cada vez tiene peor pinta, y cada vez es más pronta. Ayer le entró el ataque justo cuando apuntaba al corzo. Y tuvimos que comer berzas cocidas. Odio las berzas cocidas. Odio pasar hambre. Y miserias.

El viejo Barring respiró hondo, soltando un ronquido chirriante.

– Te has desviado una cuarta del blanco, hija. ¡Una cuarta, na menos! ¡Mira que te he dicho que no te movieras tanto al soltar la cuerda! Y tú venga a menearte, como si te se hubiera metió un caracol en el culo. Y mucho tiempo pasas apuntando. ¡Pa cuando disparas, ya se te cansó la mano! ¡Así lo único que haces es malograr las flechas!

– ¡Pero si le he dado! Y na de una cuarta, a lo sumo a media cuarta del blanco.

– ¡Menos insolencias! Ay, castigáronme los dioses, al mandarme una moza inútil en vez de un hijo.

– ¡No soy ninguna inútil!

– Pues demuéstramelo. Otro tiro. Y tente muy presente lo que te dijera. Sin menearte, como si estuvieras hincada en el suelo. Apunta y tira apriesa. ¿A qué vienen esos morros?

– Es que no paráis de metersus conmigo.

– Tengo derecho como padre que soy. Tira.

Tensó el arco, enfurruñada, se le saltaban las lágrimas. Él se dio cuenta.

– Te quiero mucho, Mariquilla -le dijo muy bajito-. Nunca lo olvides.

No soltó la cuerda hasta que el emplumado le rozó la comisura de los labios.

– Bien -dijo el padre-. Bien, hija mía.

Y empezó a toser de un modo terrible, con estertores.

*****

El arquero moreno de la galería murió en el sitio. La flecha de Milva le entró por la axila izquierda y se clavó muy hondo, más de media varilla, aplastando las costillas, destrozando los pulmones y el corazón.

La flecha de cuatro plumas que había disparado una décima de segundo antes acertó a Milva en el bajo vientre y le salió por la espalda, machacándole la pelvis, desgarrando intestinos y arterias. La arquera cayó a tierra como si la hubiera arrollado un ariete.

Geralt y Cahir gritaron al unísono. Ajenos al hecho de que, viendo a Milva caída, los tiradores de la galería hubieran reanudado sus disparos, abandonaron la protección del pórtico, agarraron a la arquera y se la llevaron a rastras, despreciando la lluvia de flechas. Uno de los proyectiles resonó en el casco de Cahir. Geralt habría jurado que otro le había peinado los cabellos.

Milva iba dejando un ancho y brillante rastro de sangre. En el sitio donde la depositaron se formó un charco enorme en cuestión de segundos. Cahir maldecía, las manos le temblaban. Geralt notaba cómo se adueñaba de él la desesperación. Y la rabia.

– Tía -gritó desesperada Angouléme-. ¡Tía, no te mueras!

María Barring abrió la boca, tosió de forma macabra, la sangre le caía por la barbilla.

– Yo también te quiero, papá -dijo con toda claridad.

Y murió.

*****

Los acólitos rapados no podían con Ciri, que no paraba de rebullirse y de chillar. Unos criados tuvieron que acudir rápidamente en su ayuda. Uno de ellos fue recibido con una patada certera que le hizo recular, doblarse y caer de rodillas, agarrándose los huevos con las dos manos y tomando aire espasmódicamente.

Pero eso sólo sirvió para enfurecer a los demás. Ciri recibió un puñetazo en el cogote y una bofetada en la cara. La voltearon, uno le dio una buena patada en la cadera, otro se le sentó encima de las pantorrillas. Uno de los acólitos calvos, un tipo joven con unos ojos siniestros de color verde dorado, se arrodilló sobre su pecho, la cogió del pelo y tiró con fuerza. Ciri rugió de dolor.

También el acólito rugió. Y desencajó los ojos. Ciri vio cómo le chorreaba la sangre por el cráneo pelado, manchándole el hábito blanco con un dibujo macabro.

Un segundo después el laboratorio se convirtió en un infierno.

Los muebles se volcaron con gran estrépito. Los estridentes chasquidos y los crujidos del cristal al reventarse se confundieron con los aullidos infernales de la gente. Las decocciones, los filtros, los elixires, los extractos y otras sustancias mágicas que se derramaban por las mesas y por el suelo se mezclaban y se combinaban. Algunas, al entrar en contacto, siseaban y soltaban fumaradas de humo amarillo. En un momento la estancia se llenó de un hedor corrosivo.

En medio del humo, entre las lágrimas producidas por el tufo, Ciri observó espantada cómo se movía por el laboratorio con rara celeridad una figura negra que recordaba a un gigantesco murciélago. Vio cómo el murciélago enganchaba a los acólitos al vuelo, y cómo éstos se soltaban después, dando alaridos al caer. Ante sus ojos, alzó bruscamente del suelo a uno de los sirvientes que estaba tratando de zafarse y lo estampó después contra una mesa, donde empezó a aullar y a agitarse, rociando de sangre las retortas, alambiques, probetas y matraces.

Las mezclas vertidas salpicaron las lámparas. Se oyó un silbido, se percibió una peste horrorosa, y en un santiamén se declaró un incendio en el laboratorio. Una oleada ardiente disipó el humo. Ciri apretó los dientes para no gritar. En el sillón de acero, el mismo que estaba destinado a ella, vio a un hombre delgado, canoso, vestido con elegantes ropas negras. Con mucha calma, le estaba mordiendo y chupando el cuello a uno de los acólitos rapados que tenía sentado en sus rodillas. Éste ronroneaba débilmente y sufría convulsiones, las piernas y los brazos rígidos le brincaban rítmicamente.

Unas llamas, de palidez cadavérica, bailaban sobre el tablero metálico la mesa. Las retortas y los matraces iban estallando aparatosamente, uno tras otro. El vampiro retiró sus agudos colmillos del cuello de la víctima, clavó en Ciri sus ojos negros como ágatas.

– En ciertas ocasiones -dijo, en tono didáctico, mientras se relamía la sangre de los labios-, cuesta mucho renunciar a un buen trago… Sin miedo -dijo con una sonrisa, viendo la cara de la chica-. Sin miedo, Ciri. Me alegro de haberte encontrado. Me llamo Emiel Regis. Aunque te pueda parecer extraño, soy camarada del brujo Geralt. Hemos venido juntos a salvarte.

Un mercenario armado irrumpió en el laboratorio en llamas. El camarada de Geralt volvió la cabeza hacia él, siseó y le enseñó los colmillos. El mercenario chilló como un poseso. Su chillido tardó en acallarse ni la distancia.

Emiel Regis se quitó de encima el cuerpo del acólito, inmóvil y blando como un trapo, se levantó y se estiró como un gato.

– Quién lo habría pensado -dijo-. Un chiquilicuatro, pero qué sangre más potable. A eso se le llaman virtudes ocultas. Permite, Cirilla. que te lleve con Geralt.

– No -musitó Ciri.

– No tienes por qué tenerme miedo.

– No te tengo miedo -protestó, mientras luchaba valerosa con sus dientes, que se habían empeñado en castañetear-. No se trata de eso… Es que Yennefer está prisionera por aquí, en alguna parte. Tengo que liberarla cuanto antes. Me temo que Vilgefortz… Os lo ruego, señor

– Emiel Regis.

– Avisad, buen señor, a Geralt, de que Vilgcfortz está aquí. Es un hechicero. Un poderoso hechicero. Que Geralt esté alerta.