Otro soldado les sorprendió a traición, armado con una ballesta. Dio un grito y disparó, apuntando a la hechicera. Geralt saltó como impulsado por un muelle, agitó la espada. La flecha, rebotada, pasó volando por encima de la cabeza del ballestero, tan cerca que se tuvo que agachar. Y no tuvo tiempo de ponerse de pie otra vez, porque el brujo le alcanzó de un salto y lo ensartó como a una carpa. Un poco más allá, en el pasillo, había otros dos ballesteros. También éstos dispararon, pero les temblaba demasiado el pulso para poder acertar. Un segundo después el brujo ya les había dado alcance. Los dos perecieron.
– ¿Por dónde, Yen?
La hechicera se concentró, entrecerrando los ojos.
– Por aquí. Por esas escaleras.
– ¿Estás segura de que ese camino es el bueno?
– Sí.
Unos esbirros les atacaron al pasar un recodo, cerca de un portal de arquivoltas. Eran más de diez, y estaban armados de picas, partesanas y corcescas. Y eran resueltos y porfiados. Con todo, la cosa fue rápida. Para empezar, Yennefer disparó con la mano un dardo de fuego, alcanzando a uno en mitad del pecho. Geralt empezó a girar, hizo una pirueta y aterrizó entre los otros matones. El sihill de los enanos se contoneó y silbó como una serpiente. Cuando ya habían caído cuatro esbirros, los demás echaron a correr, y el eco repitió por todo el pasillo el chirrido de sus armas y el ruido de sus pasos. -¿Va todo bien, Yen?
– No puede ir mejor.
Vilgefortz les esperaba bajo las arquivoltas.
– Estoy impresionado -dijo tranquilamente, con voz sonora-. De veras que estoy impresionado, brujo. Eres un ingenuo y un idiota perdido, pero, realmente, con tu técnica impresionas a cualquiera.
– Tus rufianes -respondió Yennefer con la misma tranquilidad- acaban de echar a correr, dejándote a nuestra merced. Entrégame a Ciri, y te perdonaremos la vida.
– ¿Sabes, Yennefer -se sinceró el hechicero-, que es la segunda oferta generosa de hoy? Gracias, gracias. Ahí va mi respuesta.
– ¡Cuidado! -gritó Yennefer, apartándose de un salto. También Geralt saltó. Justo a tiempo. La columna de fuego que salió disparada de los brazos extendidos del hechicero convirtió en una masa negra y humeante el sitio del que acababan de saltar. El brujo se limpió la cara de tizne y de restos de cejas chamuscadas. Vio a Vilgefortz extender un brazo. Se tiró en plancha hacia un lado, cayendo al suelo, detrás de la base de una columna. El estruendo fue tan descomunal que sintió una punzada en los oídos, y temblaron los cimientos del castillo.
El estrépito se extendió por todo el castillo, los muros se estremecieron, tintinearon los candelabros. Un gran retrato al óleo con el marco bañado en oro retumbó en su caída.
Los mercenarios que llegaban corriendo desde el vestíbulo traían el espanto pintado en la cara. Stefan Skellen les aplacó con una mirada amenazante, y les llamó al orden con su aplomo y su voz marciales.
– ¿Qué pasa ahí? ¡Decid!
– Mi coronel… -dijo uno, con la voz enronquecida-. ¡Espantoso es esto! Son demonios, diablos… No fallan una con el arco… Y con la espada acogota el verlos… Es una muerte segura… ¡Carnicería toda! Perdimos a diez hombres… Puede que más… Y eso… ¿Oís?
Se repitió el estruendo, el castillo volvió a temblar.
– Magia -dijo Skellen entre dientes-. Vilgefortz… Bueno, espéremos. Ahora veremos quién puede con quién.
Se acercó otro soldado. Estaba pálido y cubierto de restos de cal. Estuvo un buen rato sin poder articular palabra. Cuando por fin se lanzó a hablar, no era capaz de controlar las manos y la voz le temblaba.
– Allí… Allí… Un monstruo… Mi coronel… Es como un gran bicho negro… Vile cómo arrancaba la cabeza a varios hombres… ¡La sangre corría a chorros! Y él venga a silbar y a reírse… ¡Y qué dientes más largos!
– No levantamos cabeza… -susurró alguien a espaldas de Antillo.
– Mi coronel -se decidió a intervenir Boreas Mun-, fantasmas son. He visto… al joven conde Cahir aep Ceallach. Y él ya no vive.
Skellen lo miró fijamente, pero no dijo nada.
– Don Stefan… -balbuceó Dacre Silifant-. ¿Con quién nos toca combatir?
– No son hombres -dijo gimoteando uno de los mercenarios-. ¡Jorguines es lo que son, y demonios del infierno! Fuerza humana no habrá que pueda hacerles frente…
Antillo se cruzó de brazos, paseó por los mercenarios una mirada resuelta y autoritaria.
– En tal caso -proclamó con voz fuerte y clara-, ¡no vamos a entrometernos en un conflicto entre fuerzas infernales! Que los demonios luchen con los demonios, los hechiceros con los hechiceros y los vampiros con los fiambres salidos de sus tumbas. ¡No les vamos a molestar! Nos quedaremos aquí tranquilamente, esperando el resultado del combate.
Las caras de los mercenarios resplandecieron. El ánimo creció de manera palpable.
– Esas escaleras -dijo Skellen con voz potente- son la única vía de salida. Vamos a esperar aquí. Veremos quién prueba a bajar por ellas.
Un ruido aterrador venía de lo alto. Pudo oírse cómo se esparcía el estucado de la bóveda. Apestaba a azufre y a chamusquina.
– ¡Esto está muy oscuro! -gritó Antillo, bien alto y bien claro, para dar ánimos a sus tropas-. ¡Venga, prended cualquier cosa! ¡Teas, antorchas! Tenemos que ver bien quién aparece por esas escaleras. ¡Echad combustible en esos cestones de hierro!
– ¿Qué combustible, señor?
Skellen, sin palabras, indicó cuál.
– ¿Cuadros? -preguntó receloso unos de los mercenarios-. ¿Pinturas?
– Así es -bufó Antillo-. ¿Qué miráis? ¡El arte ha muerto!
Hicieron astillas los marcos. Los cuadros, jirones. La madera bien seca y el lienzo impregnado de aceite prendieron enseguida, revivieron en llamas brillantes.
Boreas Mun observaba. Ya estaba totalmente decidido.
Un ruido atronador, un fogonazo y, justo después de saltar, se hundió la columna tras la que se encontraban. El fuste se partió, el capitel de acanto se estampó contra el suelo, aplastando un mosaico de terracota. Un rayo globular voló hacia ellos con un silbido. Yennefer lo paró, profiriendo un conjuro y gesticulando.
Vilgefortz se les acercó, su capa se agitaba como las alas de un dragón.
– De Yennefer no me extraña -dijo, según se acercaba-. Es mujer y, por tanto, es una criatura menos evolucionada, dominada por su desorden hormonal. Pero tú, Geralt, no sólo eres un hombre, juicioso por naturaleza, sino además un mutante, inmune a las emociones.
Hizo una señal con la mano. Un ruido atronador, un fogonazo. El rayo rebotó en el escudo formado por el sortilegio de Yennefer.
– Pero, a pesar de tu buen juicio -siguió diciendo Vilgefortz, pasándose el fuego de una mano a la otra-, en una cosa demuestras una asombrosa y nada sabia coherencia: te empeñas invariablemente en remar a contracorriente y en mear con el viento de cara. Eso tenía que acabar mal. Debes saber que hoy, en el castillo de Stygga, te has puesto a mear contra un huracán.
En alguno de los pisos inferiores el combate estaba en pleno apogeo, había gritos espantosos, lamentos, aullidos de dolor. Algo ardía por allí, Ciri venteó el humo y el olor a quemado y detectó un soplo de aire cálido.
Se oyó un estruendo tan tremendo que las columnas que sostenían la bóveda empezaron a temblar y cayó la cal de las paredes.
Ciri se asomó desde una esquina con mucha precaución. El pasillo estaba vacío. Lo recorrió deprisa y en silencio, flanqueada a ambos lados por las estatuas colocadas en las hornacinas. Ya había visto antes esas estatuas.
En sueños.
Salió del pasillo. Y se topó de frente con un individuo armado con una lanza. Se paró en seco, lista para los saltos y los quiebros. Pero de pronto cayó en la cuenta de que no se trataba de un hombre, sino de una mujer de pelo gris, flaca y encorvada. Y de que no llevaba una lanza, sino una escoba.