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En retrospectiva, no había sido una decisión inteligente.

Leonora se había estrellado contra él y había hecho arder la chispa. Los intercambios posteriores no apagaron las llamas.

Su arrogancia desdeñosa era el equivalente a un desafío evidente, uno al que él reaccionó instintivamente.

El truco de esa mañana, de utilizar su conexión sensual para distraerla de los ladrones, por muy táctico que sonase, personalmente fue poco aconsejable. Lo había sabido al momento, aún así había buscado con sangre fría la única arma que le prometía una oportunidad de éxito; el deseo primordial había sido garantizar que la mente de ella se fijara en otros asuntos aparte del supuesto ladrón.

Fuera el viento aullaba. De nuevo se enderezó, se estiró en silencio, y se instaló contra la pared una vez más.

Afortunadamente para todos los afectados, era demasiado viejo, demasiado sabio, y demasiado experimentado para permitir que la lujuria dictase sus acciones. Durante el día, había formulado un plan para lidiar con Leonora. Ya que había tropezado con este misterio y ella estaba, independientemente de lo que pensaran su tío y su hermano, amenazada por ello, y dado su entrenamiento, su naturaleza, era comprensible, de hecho, correcto y propio, que él eliminara la amenaza. A partir de entonces, sin embargo, la dejaría sola.

Un chirrido distante de metal en la piedra llegó hasta él. Sus sentidos se enfocaron, se expandieron, esforzándose en percibir alguna prueba adicional de que el ladrón estaba cerca.

Un poco antes de lo que había esperado, pero quienquiera que fuera era probablemente un aficionado. Había regresado a la casa a las ocho, escabulléndose a través del callejón trasero y las sombras del jardín de atrás. Al entrar por la cocina, había notado que los constructores habían dejado sólo unas cuantas herramientas en una esquina. La puerta lateral estaba tal y como la había dejado, la llave en la cerradura pero no echada, los dientes sin encajar. Con la escena preparada, se retiró a la portería, dejando la puerta en la parte superior de las escaleras de la cocina sujeta con un ladrillo.

La portería ofrecía una vista ininterrumpida del vestíbulo del primer piso, las escaleras principales y la puerta hacia las escaleras de la cocina. Nadie podría entrar desde el entresuelo o desde los pisos de arriba y tener acceso al nivel del sótano sin que él lo viera.

No es que esperara que alguien viniera de esa forma, pero había querido dejar el camino libre para el ladrón bajo las escaleras. Estaba dispuesto a apostar a que “el ladrón” se dirigiría a algún área del sótano, quería dejar que el hombre pusiese manos a la obra antes de intervenir. Quería pruebas que confirmaran sus sospechas. Y después pretendía interrogar “al ladrón”.

Era difícil imaginar lo que un verdadero ladrón esperaría robar de una casa vacía.

Sus oídos captaron el suave roce de una suela de cuero sobre la piedra. Bruscamente, se giró y miro a la puerta principal.

Contra toda probabilidad, alguien venía por ahí.

Un perfil vacilante apareció en los paneles de vidrio grabado de la puerta. Tristan se deslizó silenciosamente fuera de la portería y se fundió con las sombras.

Leonora deslizó la pesada llave en la cerradura y echó un vistazo a su compañera.

Supuestamente se había retirado a su cuarto para dormir. Los criados habían cerrado y se habían acostado. Esperó a que el reloj hubiese dado las once, asumiendo que para entonces la calle estaría desierta, entonces se había escabullido hacia abajo, evitando la biblioteca donde Humphrey y Jeremy aún estaban estudiando detenidamente sus tomos. Recogiendo la capa, había salido por la puerta principal.

Había, no obstante, un ser al que no había podido evitar fácilmente.

Henrietta parpadeó hacia ella, las largas mandíbulas abiertas, dispuesta a seguirla a donde fuera. Si hubiese intentado dejarla en el vestíbulo delantero y salir sola a estas horas, Henrietta habría aullado.

Leonora entrecerró sus ojos hacia ella.

– Chantajista. -Su susurro se perdió en el aullar del viento-. Sólo recuerda, -continuó, más como forma de reforzar su propio coraje que para instruir a Henrietta-estamos aquí sólo para ver lo que hace. Tienes que estarte completamente quieta.

Henrietta miró hacia la puerta, y la empujó con la nariz.

Leonora giró la llave, satisfecha cuando ésta giró suavemente. Retirándola, la guardó en el bolsillo, luego se ajustó mejor la capa. Enrollando la mano alrededor del collar de Henrietta, agarró el pomo de la puerta y lo giró.

El cerrojo se deslizó. Abrió la puerta, apenas lo suficiente para que ella y Henrietta se apretujaran a través de ésta, entonces se dio la vuelta para cerrarla. Una ráfaga de viento sopló; tuvo que liberar a Henrietta y usar ambas manos para forzar la puerta a cerrarse silenciosamente.

Lo consiguió. Exhalando interiormente un suspiro de alivio, se volvió.

El vestíbulo principal estaba envuelto en penumbra. Se quedó quieta mientras sus ojos comenzaban a ajustarse, mientras la sensación de vacío, la extraña sensación de un lugar conocido despojado de todos sus muebles, penetraba en ella.

Oyó un débil clic.

A su lado, Henrietta se sentó abruptamente, con la postura erguida, un quejido contenido, no de dolor sino de excitación, se le escapó.

Leonora la miró.

El aire alrededor se agitó.

Se le erizó el pelo de la nunca. Instintivamente, tomó aliento.

Una mano fuerte le tapó los labios.

Un brazo de acero se cerró alrededor de su cintura.

Tiró de ella contra un cuerpo duro como una escultura de piedra.

La fuerza la tragó, atrapándola, dominándola.

Sin esfuerzo.

Una cabeza negra se curvó acercándose.

Una voz en la que la furia estaba apenas contenida siseó en su oreja.

– ¿Qué diablos hace aquí?

Tristan apenas podía creer en lo que veían sus ojos.

A pesar de la penumbra, podía ver los de ella, muy abiertos por el susto. Podía sentir el brinco y la carrera de su pulso, el pánico que la dominaba.

Sabía con seguridad que apenas se debía parcialmente a la sorpresa. Sintió su propia respuesta a ese hecho.

Implacable, apretó las riendas.

Levantando la cabeza, escudriñó con sus sentidos pero no pudo detectar ningún otro movimiento en la casa. Pero no podía hablar con ella, ni siquiera en susurros; en el vestíbulo principal, desprovisto de muebles, con sus superficies pulidas y limpias, cualquier sonido haría eco.

Apretando el brazo alrededor de su cintura, la levantó y la cargó al pequeño salón que habían dejado a un lado para las féminas inquisitivas. Se tomó un momento para admirar la perspicacia de ella. Tuvo que quitarle las manos de la cara para girar el pomo, entraron y cerró la puerta.

Aún la tenía en sus brazos, con los pies separados del suelo, la espalda bloqueada contra él.

Ella se retorció, siseando,

– ¡Póngame en el suelo!

Él lo consideró, por fin, con rostro severo, accedió. Hablar cara a cara sería más fácil, mantenerla retorciendo el trasero contra él era una tortura sin sentido.

En el momento en que sus pies tocaron el suelo, ella se dio la vuelta.

Y chocó con el dedo de él, levantado para apuntarle a la nariz.

– ¡No le hablé del incidente para que pudiera entrar tan fresca y ponerse en medio de él!

Asustada Leonora pestañeó; sus ojos se levantaron hacia la cara de él. Estaba bastante aturdida; nunca ningún hombre había usado aquel tono con ella. Él aprovechó la iniciativa.

– Le dije que me lo dejara a . -Habló en un profundo pero furioso susurro, en un nivel que no podía continuar.