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Él asintió.

– Continúe.

– Era como mucho tan alto como Jeremy, pero no mucho más, y flaco más que corpulento. Se movía con ese tipo de gracia desgarbada que los hombres jóvenes a veces tienen, y corría bien.

– ¿Rasgos?

– Pelo oscuro. -Otra vez le echó una mirada-. Yo diría que más oscuro que el suyo, posiblemente negro. En cuanto a su cara… -Miró al frente, viendo de nuevo en su mente el efímero vislumbre que había tenido-. Buenos rasgos. No aristocráticos, pero tampoco comunes.

Encontró la mirada de Tristan.

– Estoy perfectamente segura de que era un caballero.

Él no discutió, de hecho no pareció sorprendido.

Saliendo hacia la acera contra el violento viento que cortaba la calle, la acercó hacia el abrigo de sus hombros; bajaron las cabezas y rápidamente anduvieron unas pocas yardas hacia el portón principal del numero 14.

Ella debía de haber adoptado una posición firme y haberlo dejado allí, pero él abrió el portón y se metió dentro antes de que las potenciales dificultades de llevarla todo el camino hacia la puerta principal se le ocurrieran a Leonora.

Pero el jardín, como siempre, la tranquilizó, la convenció de que no habría ningún problema. Como plumeros con las plumas invertidas, una profusión de hojas de encaje bordeaba el camino, aquí y allí una flor de aspecto exótico se mantenía sobre un tallo esbelto. Arbustos daban forma a los arriates; los árboles acentuaban el gracioso diseño. Aún en esta estación, unas pocas flores blancas estrelladas miraban a hurtadillas desde debajo de sus capuchas protectoras, de gruesas hojas verdes oscuras.

Aunque la noche enviaba fríos dedos a lo largo del camino serpenteante, el viento apenas podía golpear la alta pared de piedra, apenas podía azotar las ramas más altas de los árboles.

En el suelo todo estaba tranquilo, quieto; como siempre, el jardín le pareció un lugar vivo, pacientemente a la espera, benigno en la oscuridad.

Girando en la última curva del camino, miró al frente, a través de los arbustos y las ramas ondulantes de los árboles y vio luz brillante en las ventanas de la biblioteca. En el extremo de la casa, contigua a la del número 16, la biblioteca estaba lo suficientemente lejos para que no hubiera ningún peligro de que Jeremy o Humphrey oyeran sus pasos en la grava y miraran hacia fuera.

Sin embargo, podrían oír un altercado en el porche principal.

Echando una mirada a Trentham, vio que sus ojos también habían sido atraídos por la ventana iluminada. Vacilante, retiró la mano del brazo de él y lo miró.

– Le dejaré aquí.

Él la miró, pero no respondió de inmediato.

Por lo que Tristan podía ver, tenía tres opciones. Podía aceptar su despedida, volver la espalda e irse; o bien podía tomar su brazo, llevarla resueltamente hacia la puerta principal, y, con las explicaciones apropiadas y directas, entregarla al cuidado de su tío y su hermano.

Ambas opciones eran cobardes. La primera, aceptar su rechazo a acceder a la protección que ella necesitaba y huir – era algo que no había hecho en su vida-. La segunda, porque sabía que ni su tío ni su hermano, no importa cuán indignados lograra ponerlos, serían capaces de controlarla, no por más de un día.

Lo que lo dejaba sin otra opción más que la tercera.

Aguantando su mirada fija, dejó que todo lo que sentía endureciera su tono.

– Venir a esperar al ladrón esta noche fue algo increíblemente tonto.

La cabeza de ella se levantó; sus ojos destellaron.

– Sea como fuere, si no hubiera ido, no sabríamos siquiera como es. Usted no lo vio. Yo sí.

– ¿Y qué, -su voz había tomado el tono helado que habría usado para regañar a un subalterno licencioso e imprudente-, piensa qué habría ocurrido si yo no hubiera estado allí?

La reacción, dura y afilada, lo atravesó; hasta aquel momento, no se había permitido imaginar ese acontecimiento. Entrecerró los ojos mientras verdadera furia lo atrapaba, avanzó, deliberadamente intimidante, hacia ella.

– Déjeme suponer, corríjame si me equivoco. Al oír la lucha bajo las escaleras habría bajado corriendo hacia la boca del lobo. Hacia la refriega. ¿Y luego qué? -Dio un paso más y ella cedió terreno, pero apenas de forma mínima. Entonces su columna se inmovilizó; su cabeza se levanto aún más alto. Ella encontró su mirada desafiándole.

Bajando la cabeza, acercando sus caras, los ojos de él se clavaron en los de ella, gruñó.

– Independientemente de lo que pasó con Biggs, y habiendo visto los esfuerzos del villano con Stolemore, no habría sido bonito, ¿qué piensa que le habría ocurrido?

La voz no había subido de tono pero se hizo más grave, áspera, adquiriendo poder como si sus palabras convocaran la realidad de lo que habría podido pasar.

La espalda de ella se quedó rígida, su mirada tan fría como la noche alrededor de ellos, abrió los labios.

– Nada.

Él pestañeo.

– ¿Nada?

– Habría enviado a Henrietta a por él.

Las palabras lo pararon. Miró al lebrel, que suspiró pesadamente, y luego se sentó.

– Como he dicho, estos posibles intrusos son mi problema. Soy perfectamente capaz de lidiar con cualquier asunto que se me presente.

Él cambio su mirada del lebrel hacia ella.

– No tenía intención de traer a Henrietta consigo.

Leonora no sucumbió a la tentación de apartar la mirada.

– No obstante, ocurrió, lo hice. Así que no estaba en ningún peligro.

Algo cambió detrás de su cara, detrás de sus ojos.

– ¿Sólo porque Henrietta está con usted, no está en ningún peligro?

La voz se alteró de nuevo; fría, dura, pero plana, como si toda la pasión que la había investido un momento antes se hubiera arrastrado, comprimido.

Ella repitió sus palabras, dudó, pero no pudo ver ninguna razón para no asentir.

– Exacto.

– Piense de nuevo.

Ella se había olvidado de cuán rápido se podía mover él. Cómo la podía hacer sentirse completamente indefensa.

Lo total y completamente indefensa que estaba, empujada a sus brazos, aplastada contra él, e implacablemente besada.

El impulso por luchar se encendió, pero fue extinguido antes de tomar el control. Ahogado bajo un maremoto de sentimientos. Los suyos y los de él.

Algo entre ellos ardió; no era rabia, ni conmoción, algo cercano a una ávida curiosidad.

Ella cerró las manos en su abrigo, lo agarró, se aferró mientras una ráfaga de sensaciones la barría, la apresaba, la mantenía atrapada. No solo por sus brazos sino por una miríada de hilos de fascinación. Por el contraste entre sus labios, fríos y duros con los de ella, la flexión impaciente de los dedos de él en lo alto de sus brazos como si añorara llegar más lejos, explorar y tocar, como si anhelara acercarla aún más.

Una espiral de emociones la atravesaron en cascada; lametones de excitación provocaban sus nervios, haciendo crecer su fascinación. Había sido besada antes, pero nunca así. Nunca había dado brincos de placer y ávida necesidad con una simple caricia.

Los labios de él se movieron sobre los suyos, despiadados, implacables, hasta que ella se rindió a la presión nada sutil y los separó.

Su mundo se estremeció cuando él los presionó aún más y su lengua se deslizó dentro para encontrar la de ella.

Se tensó. Él lo ignoró y la acarició, entonces sondeó. Algo en ella se balanceó, tambaleándose, y entonces se rompió. La sensación se derramó por sus venas, fluyendo a un ritmo constante a través de ellas, caliente, hirviendo, brillante.

Otro destello, otra sacudida afilada de sensaciones. Habría jadeado pero él la atrajo hacia sí, un brazo de acero deslizándose sobre ella y apretando, distrayéndola mientras profundizaba el beso.

Para el momento en que sus sentidos se volvieron a enfocar, estaba demasiado cautivada, demasiado enredada en el nuevo encanto para pensar en soltarse.

Tristan lo sintió, lo supo en sus huesos, intentó no dejar que su hambre se aprovechara. Ella había sido besada antes, pero apostaría su considerable reputación a que nunca había entregado su boca a ningún hombre.