Su expresión se tornó altiva y desdeñosa.
– ¿Y qué pasa si usted no descubre nada?
Él mantuvo los labios curvados, pero dejó que se le cayera la máscara, dejó que su verdadero yo asomara brevemente.
– Oh, lo haré. -Su voz fue suave, vagamente amenazadora; su tono la atrapó.
Nuevamente, despacio, deliberadamente, le levantó la muñeca hasta sus labios.
Sosteniéndole la mirada, la besó.
– ¿Tenemos un trato?
Leonora parpadeó, enfocó los ojos en él, luego sus pechos se hincharon cuando inspiró profundamente. Y asintió.
– Muy bien.
Le soltó la muñeca; ella se apresuró a apartarla.
– Pero con una condición.
Él enarcó las cejas, ahora tan altivo como ella.
– ¿Cuál?
– Observaré y escucharé y no haré nada más si usted promete visitarme para contarme lo que ha descubierto no bien lo haya descubierto.
Él le clavó la mirada, lo consideró, y luego dejó que sus labios se aflojaran. Inclinó la cabeza.
– Tan pronto como sea posible, compartiré lo que haya descubierto.
Estaba calmada, y sorprendida de estarlo. Él encubrió una sonrisa e hizo una reverencia.
– Buenos días, señorita Carling.
Le sostuvo la mirada un momento más, luego inclinó la cabeza.
– Buenos días, milord.
Pasaron los días.
Leonora observaba y escuchaba, pero no ocurrió nada importante. Estaba contenta con el arreglo; a decir verdad había poco más que pudiera hacer aparte de observar y escuchar, y el conocimiento de que si algo ocurriera, Trentham estaba dispuesto a involucrarse y hacerse cargo, era inesperadamente alentador. Había crecido acostumbrada a desenvolverse sola, evitaba la ayuda de otros ya que en general era más probable que se interpusieran en su camino, y sin embargo Trentham era innegablemente capaz… con él involucrado, tenía confianza en resolver el asunto de los robos.
Comenzó a aparecer personal en el Número 12; ocasionalmente Trentham aparecía por allí, como Toby le informaba puntualmente, pero no se aventuraba a golpear en la puerta delantera de los Carling.
El único factor que perturbaba su ecuanimidad eran sus recuerdos de ese beso en la noche. Había tratado de olvidarlo, apartarlo limpiamente de su mente, había sido un error por ambas partes, pero no obstante olvidar la forma en que su pulso se aceleraba cada vez que él se le acercaba era mucho más difícil. Y no tenía absolutamente ni idea de cómo interpretar su comentario acerca de que lo que había entre ellos no había terminado.
¿Significaba que tenía la intención de continuarlo?
Pero luego había declarado que no estaba más interesado en devaneos de lo que lo estaba ella. A pesar de su pasada ocupación, estaba aprendiendo a tomar sus palabras al pie de la letra.
De hecho su diplomático proceder con el viejo soldado Biggs, su discreción al no hablar de sus aventuras nocturnas y su impredecible encanto con la señorita Timmins, desviándose de su cometido para asegurarse y encargarse de la seguridad de la anciana dama, habían atemperado en gran medida sus prejuicios.
Tal vez Trentham era uno de esas excepciones cuya existencia probaba la regla acerca de que los militares no eran confiables, siendo uno en el que se podía confiar, al menos en ciertos asuntos.
A pesar de eso, no estaba enteramente segura de que pudiera confiar en él para que le contara todas y cada una de las cosas que descubriera. Sin embargo, le hubiera concedido unos pocos días más de gracia si no hubiera sido por el observador.
Al principio sólo fue una sensación, una punzada de sus nervios, una misteriosa sensación de ser observada. No solo en la calle, sino también en el jardín trasero; esto último la enervaba. El primero de los ataques que habían dirigido contra ella había ocurrido justo dentro de la verja del frente; ella ya no paseaba por el jardín delantero.
Comenzó a llevarse a Henrietta con ella cada vez que acudía allí, y si eso no era posible a uno de los lacayos.
Con el tiempo, sus nervios indudablemente se habrían calmado, asentado.
Pero luego, paseando por el jardín trasero una tarde en la cual se cerraba el breve crepúsculo de febrero, había visto a un hombre de pie casi al fondo del jardín, en medio de la valla que dividía la larga parcela. Enmarcada por el arco central de la valla, había una figura delgada y oscura envuelta en una capa oscura, parada entre los macizos de plantas, observándola.
Leonora se quedó congelada. No era el mismo hombre que la había abordado en enero, la primera vez en la verja delantera y la segunda vez en la calle. Aquel hombre había sido más bajo, más delgado; ella había sido capaz de defenderse, de liberarse.
El hombre que ahora la observaba se veía infinitamente más amenazador. Permanecía en silencio, quieto, y sin embargo era la quietud de un predador esperando el momento oportuno. Solo había una extensión de césped entre ellos. Tuvo que luchar contra el impulso de llevarse una mano a la garganta, de batallar el instinto de volverse y huir… luchar contra la seguridad de que si lo hacía él se lanzaría sobre ella.
Henrietta que deambulaba por allí, vio al hombre y gruñó desde el fondo de la garganta en un tono bajo. El gruñido de advertencia continuó, escalando de súbito. Con el pelo del lomo erizado, el lebrel se colocó entre Leonora y el hombre.
Él se mantuvo inmóvil por un instante más, luego se giró. La capa ondeó; y desapareció de la vista de Leonora.
Con el corazón retumbando desagradablemente, bajó la vista hacia Henrietta. El lebrel permanecía alerta, con los sentidos enfocados. Luego a los oídos de Leonora llegó el sonido de un golpe; un instante después Henrietta ladró y aflojó su postura, girándose para continuar su camino sosegadamente hacia la puerta de la sala.
Un escalofrío recorrió la columna vertebral de Leonora; con los ojos desorbitados y examinando las sombras se apresuró a regresar a la casa.
A la mañana siguiente a las once en punto, la hora más temprana a la que se consideraba aceptable pasar a visitar, ella llamó al timbre de la elegante casa de Green Street que el pilluelo que barría la esquina le había dicho que pertenecía al Conde de Trentham.
Un mayordomo impresionante pero de aspecto amable abrió la puerta.
– ¿Sí, madame?
Ella se preparó.
– Buenos días. Soy la señorita Carling, de Montrose Place. Deseo hablar con Lord Trentham, si hace el favor.
El mayordomo parecía realmente pesaroso.
– Desafortunadamente, su señoría no está en este momento.
– Oh. -Ella había asumido que estaría, que como los hombres de moda, él sería poco dado a poner los pies fuera de casa antes del mediodía. Después de un helado momento en que nada, ninguna otra vía de acción, se le ocurrió, levantó la mirada hacia la cara del mayordomo.
– ¿Se espera que vuelva pronto?
– Me atrevo a decir que su señoría regresará en menos de una hora, señorita. -Su determinación debía haberse notado-. ¿Si a usted no le importa esperar?
– Gracias.
Leonora permitió que una insinuación de aprobación coloreara las palabras. El mayordomo tenía una cara comprensiva. Ella cruzó el umbral e instantáneamente fue sorprendida por el espacio y la luz del recibidor, recalcada por los elegantes muebles. Mientras el mayordomo cerraba la puerta, se volvió hacia él.
Él sonrió alentadoramente.
– ¿Si viniera por aquí, señorita?
Imperceptiblemente tranquilizada, Leonora inclinó la cabeza y lo siguió a lo largo del pasillo.
Tristan regresó a Green Street un poco después del mediodía, cada vez más preocupado. Subiendo los escalones delanteros, sacó la llave y abrió él mismo. Todavía no se había acostumbrado a esperar que Havers abriera la puerta, le tomara el bastón y el abrigo, cosa que era perfectamente capaz de hacer por sí mismo.
Colocando el bastón en el perchero del recibidor y lanzando el abrigo sobre una silla, se encaminó, con paso ligero, a su estudio. Esperaba deslizarse por los arcos de la salita sin ser descubierto por ninguna de las queridas ancianas. Una esperanza sumamente débil; a pesar de sus ocupaciones, ellas siempre parecían sentir rápidamente su presencia y verlo justo a tiempo de sonreírle y abordarle.