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– Lo que podría explicar el ruido sordo que usted oyó.

– Precisamente.

Él se sentó. El codo sobre el brazo de la silla, el mentón apoyado en el puño, un largo dedo dando golpecitos ociosamente en los labios, parecía más allá de ella. Sus ojos centelleaban, duros, casi cristalinos debajo de los pesados párpados. Sabía que ella estaba allí, no la estaba ignorando, pero estaba, de momento, absorto.

No había tenido antes ocasión de estudiarlo, captar realmente la firmeza de su largo cuerpo, apreciar la anchura de sus hombros, disimulados como estaban por el magníficamente confeccionado abrigo, Schultz por supuesto, o las largas y enjutas piernas, los músculos delineados por los entallados pantalones de ante que desaparecían en las brillantes botas Hessian. Tenía unos pies muy grandes.

Siempre estaba vestido con elegancia, aunque era una elegancia discreta, no necesitaba o deseaba atraer la atención sobre sí mismo, de hecho evitaba toda oportunidad de hacerlo. Incluso sus manos, debería considerarlas su mejor rasgo, estaban adornadas solo por un sencillo sello de oro.

Él había hablado de su estilo, ella tenía la confianza de definirlo como una fuerza elegante y sencilla. Como un aura flotando sobre él, no algo derivado de las ropas o la educación, sino algo inherente, innato, que se veía.

Encontró tan discreta firmeza inesperadamente atractiva. También reconfortante.

Los labios de ella se habían relajado en una gentil sonrisa cuando la mirada de él se movió hacia ella. Él levantó una ceja, pero ella sacudió la cabeza, manteniendo el silencio. Las miradas unidas, relajados en las sillas, en la tranquilidad de la biblioteca, cada uno estudiando al otro.

Y algo cambió.

Excitación, una insidiosa emoción, deslizándose lentamente a través de ella, un sutil latigazo, una tentación a un ilícito placer. Calor floreciendo; los pulmones de ella lentamente detenidos.

Los ojos de ambos continuaban trabados. Ninguno se movió.

Fue ella quien rompió el hechizo. Volvió la mirada a las llamas de la chimenea. Tomó aliento. Se recordó no ser ridícula; estaban en la casa de él, en su biblioteca, difícilmente la seduciría bajo su propio techo con sus sirvientes y sus ancianas primas por allí.

Él se removió y se enderezó.

– ¿Cómo llegó hasta aquí?

– Caminé a través del parque. -Ella lo miró-. Parecía el camino más seguro.

Él asintió, levantándose.

– La llevaré a su casa. Necesito pasar por el Número 12.

Ella le observó mientras tiraba de la campanilla dando órdenes a su mayordomo cuando el digno personaje llegó. Se volvió hacía ella y preguntó.

– ¿Se ha enterado usted de algo?

Tristan sacudió la cabeza

– He estado investigando varias vías. Investigando cualquier rumor sobre hombres buscando algo de Montrose Place.

– ¿Y ha oído algo?

– No. -Él enfrentó su mirada-. No lo esperaba, eso habría sido demasiado fácil.

Ella hizo una mueca, después se puso de pie mientras Havers volvía para informar que la calesa estaba llegando.

Mientras ella se ponía la capa y él se introducía su sobretodo y enviaba a un lacayo a traer sus guantes de conducir, Tristan se rompió la cabeza en busca de alguna pista que hubiera dejado sin explorar, cualquier puerta abierta que no hubiera sido explorada. Había pulsado a cierto número de antiguos militares, y algunos que estaban todavía sirviendo en diversos puestos, por información; ahora estaba seguro de que ellos estaban lidiando con algo extraño en Montrose Place. No había rumores de pandillas o individuos portándose de esa manera en ningún otro lugar de la capital.

Lo que sólo añadía peso a la suposición de que había algo en el Número 14 que buscaba el misterioso ladrón.

Mientras rodeaban el parque en la calesa, él le explicó sus deducciones.

Leonora frunció el ceño

– He preguntado a los sirvientes. – Alzando la cabeza, se recogió un mechón de pelo que volaba en la brisa-. Ninguno tenía ni idea de algo que pudiera ser particularmente valioso. -Lo miró-. Aparte de la obvia respuesta de algo en la biblioteca.

Él captó su mirada, después miró a los caballos. Un momento después preguntó.

– ¿Es posible que su tío y su hermano pudieran ocultar algo importante, por ejemplo si hicieran un descubrimiento y quisieran mantenerlo en secreto por un tiempo?

Ella sacudió la cabeza.

– Con frecuencia yo actúo como anfitriona para sus cenas con eruditos. Hay un gran movimiento de competición y rivalidad en su campo, pero lejos de ser reservados sobre cualquier descubrimiento, el enfoque habitual es proclamar cualquier nuevo hallazgo, no importa cuan pequeño sea, desde las azoteas y tan pronto como sea posible. Por el asunto de los derechos de reivindicación, si usted me entiende.

Él asintió.

– Así que es improbable.

– Si, pero… si iba a sugerir que Humphrey o Jeremy podrían haber tropezado con algo bastante valioso, y simplemente no entendieron lo que era, o quizás lo reconocieran pero no le atribuyesen el valor preciso -ella lo miró-. Estaría de acuerdo

– Muy bien. -Habían llegado a Montrose Place; él tiró de las riendas más allá del Número 12-. Tendremos que asumir que algo por el estilo está en el centro de todo esto.

Tirando las riendas al mozo que había saltado de la parte trasera y venía corriendo, saltó a la acera y después la bajó.

Enlazando los brazos, caminó con ella hasta la verja del Número 14.

Al llegar, ella se echó atrás y se volvió hacia él.

– ¿Qué cree que deberíamos hacer?

Él enfrentó directamente su mirada, sin asomo de su máscara habitual. Pasó un instante, después dijo, suavemente.

– No lo sé.

La severa mirada la apresó; la mano de él encontró la suya, los dedos entrelazados.

El pulso de ella saltó con su toque.

Él levantó su mano, rozando con los labios los dedos de ella.

Le retuvo la mirada sobre ellos. Después, lentamente, con los labios le rozó la piel otra vez, saboreándola descaradamente.

El vértigo la amenazó.

Sus ojos buscaron los de ella, entonces murmuró, profundo y lento.

– Déjeme pensar detenidamente las cosas. La pasaré a ver mañana, y podremos discutir la mejor manera de continuar.

La piel le quemaba donde los labios de él la habían rozado. Ella le hizo una inclinación de cabeza, dando un paso atrás. Él permitió que los dedos de ella se deslizaran de los suyos. Empujando la puerta de hierro, ella la atravesó, cerrándola. Lo miró a través de ésta.

– Hasta mañana, entonces.

– Adiós.

El pulso le vibraba por las venas, palpitando en la punta de sus dedos, se giró y subió por el sendero.

CAPÍTULO 5

– ¿Es este el lugar?

Tristan inclinó la cabeza hacia Charles St. Austell alcanzando el pomo de la puerta del establecimiento de Stolemore. Cuando había visitado los clubes más pequeños y el Guards *, la tarde anterior, ya había decidido hacer una visita a Stolemore y ser bastante más persuasivo. Encontrarse a Charles al norte del país por negocios, quién también se había refugiado en el club, había sido un golpe de suerte demasiado bueno para pasarlo por alto.

Cualquiera de ellos podría ser lo suficientemente amenazador como para persuadir a cualquier persona para que hablara; juntos, no había duda que Stolemore les diría lo que Tristan deseaba saber.

Sólo había tenido que mencionar el tema a Charles, y él había estado de acuerdo. De hecho, estaba eufórico ante la oportunidad de ayudar, de ejercitar otra vez sus peculiares talentos.

Cuando la puerta osciló hacia dentro; Tristan encabezó la entrada. Esta vez, Stolemore estaba detrás del escritorio. Miró hacia arriba cuando sonó la campanilla, su mirada fija se agudizó cuando reconoció a Tristan.

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* Guards Clubs: Establecido en 1810, es un club de caballeros de Londres para la División de la Guardia, tradicionalmente la más socialmente sección de la élite del ejército británico. (N de T, información extraída de Wikipedia)