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De repente, escuchando a la dama número trece, Rulfo comprendió algo.

Aquél era el verdadero objetivo de su descenso.

Había recorrido aquel infierno de horror y oscuridad únicamente para llegar a ese punto exacto, ese sótano hondo y congelado: más allá se extendía el vacío o el regreso a su vida de antes. Era casi como intentar elegir entre el yermo del futuro y la selva del pasado. Le pareció que sobre aquella decisión oscilaba toda su existencia.

Durante unos cuantos segundos, Rulfo y la dama número trece se miraron.

Comprendió que ella tenía razón. Era imposible vivir sin un sueño. Si perdía a Beatriz, perdería algo más que la vida que aún le quedaba: perdería también la que había vivido. No existía ser humano capaz de afrontar eso. Nadie es capaz de soportar la destrucción de la felicidad pasada, sobre todo si existe la posibilidad de conservarla. Ella tenía razón, en efecto, y, precisamente por eso, supo que la decisión estaba tomada. Porque hay cosas que no pueden razonarse pero son las más importantes de todas. Un ciclón. Un poema. Una venganza.

Sostuvo la mirada de la dama, la hermosa mirada de Beatriz clavada en un marco de espantosos huesos craneales.

– Ya he elegido.

Ella siguió sonriendo, pero ya no se trataba de una sonrisa consciente, producida por los músculos de las comisuras, sino la falsa tajada del marfil desnudo, del hueso amarillo engastado en la encía.

– Solo hay silencio detrás de mí, Rulfo -advirtió, amenazadora-. Soy el último verso. Solo hay silencio después del último verso.

– Ya lo sé. Pero yo quiero ese silencio. Vete.

– Te equivocas. Déjame demostrarte que te equivocas…

Rulfo no le permitió seguir hablando. Recitó la siguiente estrofa mirando los ojos que habían pertenecido a Beatriz Dagger:

Te amé, quizá, demasiado

Y ahora solo tu reflejo

Consuela mis negras noches.

Como si estuviera hecha de hielo derretido, la dama se angostó. La estructura ósea perdió volumen, se arrugó como papel. El cuello se hizo un asta delgada; los hombros semejaron los brazos de una cruz; las extremidades, las patas de un insecto; las articulaciones de la mandíbula se descoyuntaron y la boca se abrió como una tumba vacía. Solo los ojos, sueltos como gotas de agua al fondo de las cavernas de las órbitas, seguían incólumes. Los ojos verdes de Beatriz Dagger miraban a Rulfo sin parpadear, sumidos en el vértigo de un cuerpo que se disolvía.

– Salomón, no sabes lo que es el silencio… Cualquier cosa es preferible a eso…

– Tú, no.

– Salomón…

– Vete de mi vida.

– Salomón, no…

Rulfo ya había olvidado casi todo el poema, pero todavía recordaba la estrofa final, los últimos tres versos. Recitó dos.

Memoria rota, eso eres,

Sueño que ha de perderse.

La dama enmudeció. Su cuerpo ya no era sino jirones de formas pero sus ojos seguían brillando como esmeraldas dentro de una niebla crujiente y delgada.

Tomó aliento y recitó el verso final.

Vivir significa olvidar.

Una ráfaga de viento a su espalda abrió las ventanas y los visillos ondularon. La mirada de Beatriz osciló también en el oleaje del aire. Entonces, a través de aquellas pupilas verdes, Rulfo pudo atisbar los libros de poesía que había detrás, en las estanterías.

Un instante después

solo vio

los libros.

Tres días. Faltaban tres días. Si la dama no había mentido (y no podía haberlo hecho, afirmaba Raquel), la reunión del grupo tendría lugar el sábado a las doce de la noche. Setenta y dos horas para planear qué iban a hacer. Setenta y dos horas para vivir y prepararse para lo que les aguardaba. Ballesteros no creía estar preparado, pero ignoraba qué tenía que hacer, e incluso en qué podía consistir el hecho de «estar preparado».

Pronto descubrió que era él quien peor lo llevaba de los tres. Rulfo mostraba una tenaz y absoluta indiferencia que nadie -y menos Ballesteros- hubiese podido censurarle: pasaba el tiempo acostado o sentado, hablaba poco y escuchaba aún menos. En cuanto a la muchacha, se había encerrado en su despacho a revisar libros de poesía. Ballesteros pensaba que al menos ella había encontrado una ocupación útil. ¿Y él? ¿Qué debía hacer?

Consumido por los nervios, subió al ático del edificio, sacó la llave de su trastero y lo abrió. Halló la escopeta y los cartuchos enseguida, embalados correctamente bajo el polvo y colocados en el lugar de costumbre. Su padre había sido cazador aficionado y, cuando Julia vivía, Ballesteros solía imitarle y aprovechaba la temporada de la perdiz para capturar piezas inútiles, nostálgicas, pequeñas muertes que le traían recuerdos familiares. Luego todo eso había acabado. Pero allí estaba de nuevo aquella longilínea y metálica frialdad, y el simple hecho de tocarla, abrirla y observar los ojos vacíos de la recámara, le hizo sentirse bien, incluso excitado. Jamás había imaginado que experimentaría tales emociones ante la posibilidad de dispararle a alguien, pero dudaba de que criaturas como la que había salido de la bañera de Rulfo dos noches atrás pudieran clasificarse bajo el epígrafe de «alguien».

Bajó a su piso con la escopeta abierta y una caja de cartuchos en la mano y tropezó con Rulfo en el pasillo. Observó cómo dirigía una mirada silenciosa al arma y casi sintió la necesidad de disculparse.

– Quizá sea una tontería inútil -dijo-, pero tengo que hacer algo o me volveré loco.

– ¿Puedo hablar contigo? -preguntó Rulfo.

– Claro.

Se dirigieron al comedor y cerraron la puerta. De pronto, al sentarse frente a frente, Ballesteros se encontró ridículo sosteniendo aquella escopeta. La dejó sobre la mesa con cuidado. Rulfo había encendido un cigarrillo.

– Eugenio -dijo con calma, tras un silencio-, ya has llegado hasta aquí. Nos has ayudado mucho. Sin ti, no hubiéramos podido hacer nada. Pero creo que a partir de este punto debemos seguir solos. Este asunto nos atañe únicamente a Raquel y a mí. Hace días pensaba de otra manera. Creía que yo también estaba invitado a una fiesta que no me incumbía. Creía que Akelos había buscado mi ayuda, al igual que la tuya, por mera casualidad… Después he sabido que no es así. Yo era el receptáculo, y este problema me involucra tanto como a Raquel. Además, han matado a dos de mis mejores amigos, tras torturarlos con saña.

– ¿Dos…? -murmuró Ballesteros, que recordaba solo a Susana.

Rulfo asintió en silencio.

– Acaban de dar la noticia. El ático de César se ha incendiado. Todo el vecindario ha sido evacuado. Hay varios heridos, pero los únicos fallecidos son Susana y él. Me da igual que se tratara de una chispa caída de la chimenea o que fueran ellas directamente, lo cierto es que los han matado. No van a dejar testigos. -Hizo una pausa antes de proseguir. Inhaló el humo del cigarrillo y lo soltó en lentas volutas-. Esto no te incumbe. Tienes otras cosas que proteger. Vete de aquí. Creo que tu hija vive en Londres, ¿no…? Pues haz las maletas y vete con ella. Sé que me vas a decir que no servirá de nada, pero, al menos, inténtalo. Si te quedas, será mucho peor. Una vez le aconsejé lo mismo a César y Susana, y no me hicieron caso. No quiero repetir la experiencia.

El médico observó un instante su expresión rígida, pálida. Está vacío por dentro. No le importa morir. Lo único que le queda es preocupación por los demás.