– ¿Vamos a perder? -preguntó.
– Míralo de esta forma. Tenemos una posibilidad contra un millón. Y, aunque pudiéramos hacerle daño a una de ellas, a Saga, por ejemplo, quedarían las otras. Seremos muy afortunados si el sábado por la noche logramos escapar. Pero piensa cómo será nuestra vida a partir de entonces.
– ¿Qué ocurre? -Ballesteros sentía escalofríos, pero decidió sonreír-. ¿Se ha marchado otra vez el Salomón Rulfo apasionado y ha venido el derrotista…? Te recuerdo que hemos hecho salir a la pieza clave de la debilidad del grupo, ¿no decías eso…? Y tenemos la sorpresa de nuestra parte. Quizá nos llevemos un susto el sábado, pero ellas se llevarán dos. -Señaló la escopeta-. Uno por cada cañón.
– Hace una semana me decías que estaba loco por intentar pelear. ¿Y ahora?
– Hace una semana no había visto todo lo que he visto desde entonces. Cuando recuerdo la imagen de Julia amenazándome me enfurezco. La habitación de mi hija aún sigue llena de sangre. Y aún siento entre los dedos la repugnancia de esa cosa que sacamos de la bañera y que después hablaba y parecía una mujer. Tengo miedo, Salomón, mucho más del que he pasado en toda mi vida, incluyendo aquella vez dentro del coche, con Julia a mi lado, mirándome… Pero he descubierto que el miedo me vuelve peligroso.
– ¿Peligroso para quién?
Por un instante, Ballesteros lo miró sin decir nada.
– No lo sé, quizá para mí mismo, pero sé que no voy a abandonaros ahora. Tú opinas que no me atañe, y te equivocas. Mi padre solía decir que hay cosas que solo les suceden a unos cuantos hombres pero atañen a todos los hombres, y todos los hombres deben reaccionar ante ellas.
Rulfo soltó una breve y desgarbada risita.
– El miedo no te ha vuelto peligroso: te ha vuelto poeta.
– Exacto. Poeta, y, por lo tanto, peligroso.
Se miraron un instante. Rulfo imitó su sonrisa.
– Eres la mejor persona del mundo…, o la más estúpida.
– Entonces ya somos dos. Bebamos para celebrarlo. -Ballesteros sirvió whisky.
– Haz lo que quieras -dijo Rulfo-, pero no confíes en tu escopeta. La única que realmente puede ayudarnos, la única que puede hacer algo, se encuentra ahora mismo en tu despacho leyendo versos e intentando recordar cómo se recitan. Si ella no lo logra, ninguna escopeta del mundo servirá… Nada de lo que hagamos servirá para nada.
– Me encanta la gente como tú, tan optimista y llena de esperanza -repuso Ballesteros, y alzó los vasos-. Brindemos por Raquel. Ya lo creo que lo logrará. Tiene que lograrlo.
Un poema es un bosque lleno de trampas.
Recorres las estrofas ignorando que un solo verso, uno solo pero suficiente, afila las uñas aguardándote. Da igual que sea hermoso o no, posea valor literario o carezca de él por completo: allí te aguarda, cargado de veneno, centelleante y mortal, con sus escamas de berilo.
La muchacha había pasado horas enteras durante los últimos días intentando capturar alguno de esos ejemplares. Sabía que era bastante improbable que en tan corto período de tiempo pudiera llegar a aprender algo verdaderamente mortífero, pero el éxito obtenido con la dama número trece le había dado nuevas esperanzas. Ahora deslizaba el dedo, palpaba, hojeaba los libros buscando un destello en la oscuridad de la tinta. El verso de poder se hallaría encajado entre los demás como una veta en la roca. Era preciso un trabajo de atenta minería para extraerlo y aislarlo en todo su relampagueante aspecto. Cualquier error (despreciar una palabra, añadir otra) lo dejaría inservible.
Había establecido rápidamente sus prioridades. Los griegos y latinos clásicos eran muy fuertes, pero había decidido que no podía fiarse de su capacidad para pronunciar esas lenguas. Shakespeare resultaba excesivo: si lo manipulaba sin experiencia corría el riesgo de saltar por los aires. Algunos tercetos de Dante contenían, sin duda, suficiente poder para arrasar el coven, pero temía no saberlos recitar con la adecuada maestría. En cuanto a Milton, damas como Herberia lo usaban con efectos devastadores, pero solo en filacterias. Era difícil luchar con Milton.
Necesitaba un poema de resultados inmediatos cuyo recitado fuera relativamente sencillo. Había comprendido que no podía elegirlo entre los más complejos.
Era miércoles por la noche, pero el reloj del despacho de Ballesteros indicaba que, en realidad, ya era la madrugada del jueves. Disponía de setenta y dos horas. Se frotó los párpados, extenuada, y las letras bailaron ante sus ojos.
Una oportunidad, dame una oportunidad, y quizá te sorprenda, Saga.
Cerró un libro de Ezra Pound y cogió una selección de Dámaso Alonso.
Fue pasando las páginas con cuidado, inclinada hacia delante, la luz del flexo crudamente volcada sobre el texto. No se detenía ante la belleza de las palabras, la pulcritud de las estrofas, la importancia de los poemas o su posible significado. No intentaba captar eso. Quería que un verso la hiriera. Quería descubrir en una palabra reflejos de cuchillo, filo de hoja de afeitar, dureza de diamante. Quería encontrar un puñal de sílabas para hundirlo en el pecho de Saga. Estaba rastreando en busca de una bala de plata, una línea que poder cargar en la recámara de su boca para disparar a Saga entre los ojos.
Eran poemas cortos. Leyó «La victoria nueva» y prosiguió con «Viento de siesta» y «Elemental». Se detuvo en este último.
Viento y agua muelen pan,
viento y agua.
Arrugó la página con los dedos. Jadeaba. Tiró de la hoja casi hasta arrancarla.
Eran palabras sumamente simples. Las releyó.
Viento y agua muelen pan,
viento y agua.
Lo supo. Allí estaba. Ésa podía ser su arma.
Aquellos dos versos eran un cuchillo acerado, fácil de manejar incluso por gargantas inexpertas. Solo un cuchillo, pero hasta un cuchillo era capaz de matar. El secreto se encontraba en la aliteración de las tres palabras que contenían la letra ene: Viento, muelen, pan. Aislada de éstas, agua tendría que emerger en un grito brevísimo. Ignoraba: cuál podía ser el efecto total de las líneas, pero pensó que hasta ella, en el plazo de tiempo del que disponía, podría llegar a convertirlas en un dardo.
Cuando salió de la habitación se hallaba pálida y ojerosa.
– ¿Quieres café? -ofreció Rulfo. Ella negó con la cabeza-. Tienes que tomar algo.
– Y descansar -terció Ballesteros.
– Estoy bien. -Dirigió hacia ellos sus densos ojos oscuros-. Existe una posibilidad. -Los dos hombres la observaron atentamente-. Encontré un verso simple. Creo que incluso yo puedo manejarlo. Frente al coven es como intentar luchar con un alfiler, lo sé. Pero la dama número trece nos ha dado acceso: estarán desprotegidas. Si logro dirigirlo bien, hasta un alfiler puede hacerles daño…
– Entiendo -reflexionó Ballesteros-. Es como si tuvieras un tirachinas y hubieras descubierto que golpeando en el centro de una diana podemos fastidiarlas.
Ella asintió.
– ¿Qué posibilidades hay de que lo impidan? -indagó Rulfo.
La muchacha respiró hondo, como si hubiera esperado aquella pregunta.
– Solo una: que descubran el acceso. Pero es muy remota, porque hemos obrado por nuestra cuenta. Hemos hecho salir a la última dama. Creo recordar que no existen versos capaces de avisarlas, de ponerlas en guardia. Pero eso era antes, ¿comprendes…? No pasa ni un solo día sin que aparezcan…, en multitud de idiomas…, millones de versos nuevos… O bien una de ellas puede aprender a recitar de otra manera uno antiguo…