¿Qué era lo que no encajaba?, se preguntó otra vez.
Akelos. Su minucioso plan extendiéndose a través del tiempo: la forma en que había utilizado a Alejandro Guerín para transmitir a César el secreto de las damas; que después se completaría con las revelaciones de Rauschen; cómo había dejado el retrato y el papel para que él los encontrara y César recordara la leyenda; los sueños, las filacterias en la casa de Lidia Garetti y en el centro psicológico, la imago. Todas esas piezas rodaban por su mente desafiándolo a que construyera con ellas una figura que tuviera sentido.
Una imagen.
Estaban allí para… ¿para qué? Para impedir que Akelos fuese destruida. No. ¿Qué diablos les importaba eso…? ¿Qué diablos les había importado nunca…? En realidad, estaban allí para destruir a Saga. Para vengarse.
Akelos había sido muy astuta. Los había elegido tiempo atrás convirtiéndolos en protagonistas involuntarios de una trama desconocida: él era el receptáculo, Raquel la antigua Saga y Ballesteros los había ayudado a llegar a donde estaban. Un plan muy hábil. Pero ¿cuál era su finalidad?
Arriba estaban las constelaciones. De niño, su padre había intentado enseñarle las más comunes. Cada una tenía un nombre, y así se distinguía de las demás. En realidad, él había terminado pensando que las constelaciones se parecían mucho entre sí, y solo los nombres les otorgaban una personalidad independiente…
¿Qué era? Por Dios, ¿qué?
Intentó recapitular lo que sabía, retroceder, encontrar una clave, una palabra. Estaba seguro de que había algo en lo que no habían reparado.
Las constelaciones… Los nombres…
Sintió de repente que la muchacha se movía. Un poco. Como si quisiera cambiar de postura sin que nadie lo notara. Entonces la mano de ella le tocó.
– Ahí están.
Giró la cabeza hacia el claro. No vio nada extraño. El silencio era enorme.
– ¿Qué pasa? -susurró Ballesteros.
– Están ahí -repitió la muchacha, tensa.
Pero solo había bosque y tinieblas. Sopló el viento. Las nubes que velaban la luna se apartaron. Una claridad de plata dibujó el contorno de los árboles y proyectó sombras en la tierra. Sombras de troncos.
– ¿Dónde? -preguntó Rulfo.
– Ahí.
Sombras delgadas de troncos. Sombras
con forma
de mujer. Sombras de mujeres inmóviles. Mujeres en hilera frente a ellos, de pie en la inveterada frialdad, de ojos como calcedonias fosforescentes, cabelleras erizadas o lacias encendidas por la luna, piel lustrosa y carnal con brillo de nácar. Doce cuerpos desnudos. Doce figuras femeninas. El aire estaba lleno de un inconfundible olor a sangre, como si sus bocas fueran heridas abiertas. El silencio era hondo. Nada se movía dentro del claro: hojas, hierba y aire parecían formar parte de un decorado. En medio de aquel espacio sin vida, el muro de desnudeces irisadas destacaba como un muguet contra el fondo negro de la noche.
– No pueden vernos -oyeron decir a Raquel-. Tenemos el acceso. Es imposible que nos vean.
Su voz sonaba convincente, pero ni Rulfo ni Ballesteros se tranquilizaron.
En ellas todo era ritual, observó, perplejo. Incluso la furia, incluso la obscenidad. Había imaginado un aquelarre desconcertado y salvaje, pero encontraba un oficio terso y parsimonioso donde cada gesto parecía ensayado durante siglos.
Las cuatro primeras se situaron a catorce pasos, se arrodillaron en las cuatro esquinas de un imaginario rectángulo que encerrase a las demás e inclinaron la cabeza. Las cuatro siguientes se alejaron once pasos e hicieron lo mismo. Las dos siguientes se apartaron ocho pasos. La número once caminó cuatro y se arrodilló. Saga quedó en el centro y alzó la mano derecha con la palma hacia arriba. Algo brillaba en ella. Rulfo lo reconoció. Era la imago de Akelos.
– Se preparan para iniciar el rito de Activación -murmuró Raquel. Era evidente la tensión de su cuerpo. Parecía estar calculando el momento preciso de saltar. Ballesteros, asomado tras un tronco, apretaba la escopeta con fuerza, pero había perdido toda noción de lo que debía hacer y contemplaba con ojos incrédulos el grupo de criaturas inmóviles.
Un coro casi musical de doce gargantas distintas se alzó como el viento.
L’aura nera si gastiga
Saga depositó la figura en un lugar del aire a la altura de su cabeza, donde quedó como colgada de un clavo invisible. Hubo una pausa mientras las damas se levantaban y volvían a reunirse, esta vez alrededor de la figura, en un amplio círculo de manos entrelazadas.
– Van a recitar la filacteria al revés para Activarla -susurró Raquel.
La formación del círculo tampoco era azarosa: seguía el estricto orden jerárquico del grupo, desde la niña Baccularia hasta Saga. Cada dama, por turno, se agregaba a la rueda albergando la mano de la compañera y extendiendo la otra para recibir a la siguiente. Todo se realizaba con la monótona perfección con que un poeta ciñe y perfila el acabado de sus versos. No hacían ruido al moverse: eran cuerpos de mujeres, pero parecían ángeles. Ni siquiera sus desnudeces evocaban nada en Rulfo, salvo palabras.
– ¿Cuándo intervendrás? -susurró hacia Raquel mientras el círculo se completaba.
– Ahora En cuanto todas queden unidas, pero antes de que comiencen a recitar. Es el momento en que más daño puedo hacerles…
Tomaba aire, abría y cerraba la boca, erguía los hombros, enjugaba los labios con la lengua. El sudor iluminaba su frente y sus mejillas, pero a Rulfo no le pareció que estuviera dominada por el miedo.
Va a hacerlo. Va a intentarlo. Si fracasa, nada vamos a poder hacer nosotros.
Retornó a observar el claro. Strix y Akelos, la diez y la once, ya se habían agregado. Faltaba Saga. La vio dar dos pasos, sonriente, al otro lado de la hilera de cuerpos, extender los delgados brazos y entrelazar sus dedos con Akelos y Baccularia.
Ya está. Círculo completo.
En ese instante Raquel se incorporó.
Era consciente de que no había tiempo que perder. El acceso le había facilitado un túnel, una diana hacia la cual apuntar. Se concentró en el cuerpo menudo de Saga y pronunció su arma, Viento y agua, hizo vibrar la aliteración en el aire, Muelen pan, apuntó con el mortífero extremo, Viento y agua, le dio impulso. La daga de la estrofa salió despedida de sus labios y voló, ardiente, rapidísima, como una mirada de amor.
Pero un instante antes de lanzarla, se dio cuenta de que algo marchaba mal.
Las damas no se movían, no reaccionaban.
Estaban esperándolo. Es una trampa.
Sintió que la espalda se le convertía en un lago de hielo. Casi pudo contemplar cómo el Dámaso Alonso que su boca había pulido y afilado con tanto esfuerzo perdía potencia y estallaba inofensivo antes de llegar al claro dejando un eco musical en el aire, como el que podría producir una cancioncilla infantil en un patio de recreo.
Las damas rompieron el círculo y sus caras se volvieron hacia ella. Girasoles terribles. Ninguna parecía sorprendida. Todas sonreían.
Veloz como el ataque de un pigargo, Saga hizo vibrar la noche con su voz.
El impacto, descomunal, dio de lleno en la muchacha. Le segó la respiración, la voluntad, los sentidos. Su boca lanzó un quejido extraño, un grito de urogallo, al tiempo que su cuerpo se levantaba en el aire y saltaba varios metros hacia atrás. Rulfo se sorprendió a sí mismo pensando con absoluta frialdad que ni siquiera la escopeta de Ballesteros habría provocado un efecto semejante a aquel dístico de Dámaso. Incluso cayó en la cuenta de la ironía: Saga había contraatacado con el mismo poeta.
Todo sucedió muy rápido. El cuerpo de la muchacha quebró varias ramas antes de desplomarse entre los matorrales levantando nubes de polvo. Entonces, como si alguien tirara de sus pies, se acercó deslizándose por la tierra y se detuvo junto a ambos hombres boca arriba, el jersey arrollado sobre el pecho hasta descubrir el vientre. Pero estaba viva. Jadeaba y movía la cabeza. Su mirada se cruzó una fracción de segundo con la de Rulfo y éste pudo advertir que no había miedo en aquellos ojos sino una especie de pesadumbre, de infinita tristeza, como si le pidiera perdón por el fracaso. De pronto, a la misma centelleante velocidad a la que ocurría todo, con un desagradable ruido de desgarro, emergieron de sus tobillos y muñecas finas tiras hialinas, tan delgadas que apenas se veían. Su aparición casi no provocó salida de sangre. Las cintas ejecutaron una rápida cabriola en el aire y empezaron a enroscarse alrededor de sus extremidades y de los troncos cercanos, atando y extendiendo sus miembros en una equis forzada. La muchacha se arqueó y lanzó un aullido imprevisto, insoportable. Un berrido de dolor puro. Ballesteros no pudo dejar de comprender lo que estaba ocurriendo. Sus nervios. Son los nervios de sus brazos y piernas. Dios mío, la está atando con sus propios nervios.