– Cada dama puede ser muchas mujeres distintas, pero los que hemos pertenecido a ellas sabemos reconocerlas. Llevan un símbolo. Un medallón colgado del cuello. ¿Lo ves…? -Señaló la foto-. Ella llevaba el medallón de Akelos, la número once, la que Adivina… Mira la foto. ¿Cuál es la forma de ese medallón, chaval…?
El niño no apartaba los ojos de la foto. Sentía un helor húmedo en su torso desnudo.
– Parece… un bicho.
– Una araña -precisó el viejo. Volvió a reclinarse en el asiento y emitió una risita-. Tú quieres ser poeta, ¿no…? ¿A que no sabes lo que es la poesía…? Supongo que en el colegio te dirán que consiste en crear frases bonitas que riman… Pero hace muchos, muchísimos años, un sacerdote depositaba a un bebé sobre un altar, abría su pequeño y redondo vientre como una sandía y, mientras tiraba de su intestino como de un gusanito largo, largo, largo, recitaba «bonitos» poemas… La verdadera poesía es horror puro: te lo dice tu abuelo… -De repente el niño comprendió algo: en la vejez, llorar era mirar como en aquel momento su abuelo lo estaba mirando a él-. No sabes… No sabes lo que ella me hizo ver… No tienes idea, chaval… ¿Cómo explicártelo…? Hay dos niveles. -Alzó la mano a la altura de los ojos, la palma hacia abajo, sin temblar-. Uno, el de arriba, en el que vivimos. Pero existe otro más profundo, muy profundo… -El niño siguió el trayecto de la mano en descenso con ojos hipnotizados-. Capas y capas de oscuridad, un subterráneo donde un poema es una cosa de ojos rojos que… -De pronto se detuvo y giró la cabeza-. ¿Has oído eso…? -Se levantó y espió a través de los postigos cerrados. Ahora parecía anegado de horror. Un rayo estampó la luz sobre su rostro tenso-. ¡Prometió que vendría a por mí…! Quiere mis versos… ¡Te eligen por alguna razón y te siembran la mente de cosas horribles para… para que produzcas un par de líneas…! -Y de repente, encorvándose con la boca muy abierta, gritó. Los alaridos estremecieron al niño de la cabeza a los pies-. ¡Por eso regresé…! ¿Crees que me importa algo este piojoso pueblo…? ¡Pero ella está aquí, la vi ayer por esta misma ventana, te lo juro…! Ahora tiene el cabello rojizo y sus ojos son como la noche de invierno… ¡Y quiere mis versos…! ¡Tengo miedo de lo que pueda hacerme! -Se derrumbó en medio de un llanto sin lágrimas, un llanto que era como una máscara de goma que alguien estirara de las mejillas. De pronto alzó la vista-. ¡Niño mis-ssserable…! -siseó-. ¡Dices que quieres ser poeta…! ¡Estúpido…!
Le pareció que el viejo se abalanzaba hacia él. Sus nervios se quebraron como un junco, soltó el cuaderno, cogió su camisa y echó a correr. Mientras abandonaba el taller en medio de la noche y la lluvia, escuchó de nuevo su voz. Nunca iba a olvidar la sensación que tuvo en ese instante: como si la conversación continuara, como si no fuera él quien se marchaba o no hubiese sido él la persona a quien el viejo había estado hablando durante todo el rato:
– Debes perdonarme… Te lo suplico, perdóname… Debes perdonarme…
– Al día siguiente, el taller no abrió. Ni al siguiente. Ni al otro. Cuatro días después, unas olas verdes y grandes como espinazos de dinosaurios dormidos trajeron su cuerpo a la playa. Mis padres no quisieron darme detalles, solo me dijeron que había muerto. Pero un amigo de mi edad, que estaba presente cuando lo sacaron, me habló de todo lo que los peces le habían hecho: el color de su lengua y su sangre, la forma en que el mar le había despojado de facciones y hombría. Estuve soñando mucho tiempo con ese cuerpo. Luego lo olvidé. La gente decía que la noche de la tormenta mi abuelo se había emborrachado, había caminado hacia el espigón y se había tirado al mar. No me hacían falta jueces ni guardias civiles para saber que era capaz de haber hecho eso. Más tarde, cuando nos entregaron sus pertenencias, encontré el cuaderno, pero no la fotografía ni el papel suelto con la lista de las damas. Supuse que se había arrojado al mar con ellos. Ahora tú, Salomón, has sido como el mar, y me los has devuelto… Confío en que nos expliques dónde los encontraste…
– Es absurdo -dijo Susana.
Había regresado con un paquete y papel de fumar, pero nadie aceptó su invitación. Entonces se quitó la rebeca, extendió las piernas sobre la alfombra y preparó un cigarrillo de marihuana para ella sola. Fumó en silencio, la cabeza apoyada en un sillón, observando el techo. Las horas de luz se angostaban. Había dejado de llover pero las nubes seguían cercenando el horizonte por encima del parque del Retiro.
– Es completamente absurdo. Seguro que existe alguna explicación racional para lo que le ha pasado a Salomón…
A Rulfo le gustó aquella voz de la cordura. Una hora antes, cuando escuchaba la historia de César, había estado a punto de perder los nervios; pero, al contar su propia aventura (que le parecía más increíble conforme más tiempo pasaba), creyó que el mundo se había vuelto loco de manera irrevocable. ¿Cómo era posible que ambos sucesos, separados por casi cincuenta años de distancia, se relacionaran? Que César hubiese mencionado el medallón con forma de araña y el nombre de Akelos le estremecía, pero no menos aprensión le causaba el hecho de haber encontrado la foto y el papel del abuelo de César en aquella casa desconocida. ¿Qué significaban todas aquellas coincidencias? Agradeció que Susana saliera en defensa del sentido común, aunque estaba seguro de que ni ella misma creía lo que decía.
– Vamos, por favor… ¿Es que pensáis en serio que la tal Lidia Garetti se comunicó en sueños con Salomón y esa otra chica? ¿Y que Leticia Milano y Lidia Garetti tenían algo que ver con la tal «Akelos»…? Excitante, pero absurdo. De acuerdo, la foto y el papel estaban en su casa, pero ¿y qué? Quizá Leticia era una antepasada suya. Además, César, ¿cómo puedes estar tan seguro de que ese papel es el mismo que tu abuelo te enseñó? Hace mucho tiempo de eso…
– Ciertas cosas no se olvidan nunca.
– Y tampoco se comentan, por lo visto. Jamás me hablaste del tema.
Susana había vuelto la cabeza hacia César para decir aquello.
– No le concedí importancia. Siempre pensé que mi abuelo se había vuelto loco… hasta que he escuchado hoy la historia de Salomón.
– La historia de Salomón puede tener muchas explicaciones, igual que la tuya.
– Yo no dudo de su palabra.
– Ni yo. De lo que dudo es de la interpretación que le das. -Se volvió hacia Rulfo y sonrió-. Perdona, pero tiene que haber alguien que diga algo coherente en algún momento de la tarde, ¿no?
– Por supuesto -aceptó Rulfo.
– Creo que tuviste esos sueños y encontraste en esa casa todo lo que dices que encontraste, pero, en primer lugar, la chica que te acompañaba…
– Raquel.
– Exacto. ¿No podría estar ocultando algo? Quizá a estas horas se esté riendo de tu ingenuidad.
– No lo creo. -Rulfo intentó disimular el enojo que le producía aquella opinión. No había querido dar muchos detalles sobre Raquel, se había limitado a presentarla como «testigo»-. Parecía tan afectada como yo. Había soñado lo mismo y estaba allí por el mismo motivo.
– ¿Y de repente coincidís los dos la misma noche y, pum, la casa se abre para vosotros…? ¡Vamos, Salomón, por favor…! -Dio una calada al cigarrillo y se mordió una uña-. Todo ha sido… un cúmulo de casualidades que tú has interpretado a tu modo… -Enarboló su sonrisa de secreto compartido-. Te conozco, y sé que siempre has sido un romántico. Estabas deseando que cosas como ésta te pasaran alguna vez, ¿a que sí…?
Cosas extrañas, pensó Rulfo. Las que a Ballesteros no le gustaban. Pero Susana se equivocaba: a él tampoco.
– César no es ningún romántico -objetó-. Y ha sido él quien ha confirmado mi historia. De hecho, acudí a ti, César, porque creí recordar algo… ¿Acaso no mencionaste alguna vez el tema de las damas…?
Sauceda asintió con expresión enigmática.
– Cierto, y he aquí el otro extremo de este curioso asunto que ambos desconocéis. Haz memoria: congreso sobre Góngora, hace cinco años, aquí en Madrid… Vino gente de todas partes…
– Ahora recuerdo: el almuerzo con aquel profesor austriaco…
– Herbert Rauschen. Era un tipo singular, el tal Rauschen. En la comida coincidimos en asientos enfrentados y se dedicó a hablarme de la inspiración poética. Su teoría me atraía. Opinaba, como los griegos, que el poeta resultaba «poseído» desde el exterior. No hablaba de demonios, por supuesto, sino de «influencias externas». Entonces, en un momento dado, me preguntó si yo sabía algo sobre la leyenda de las trece damas. Fue casi un déjà vu: recordé de golpe la noche con mi abuelo en el taller y quedé… Bueno, decir «aturdido» es poco. Confesé que había oído algo al respecto. Tú estabas a mi lado, Salomón, y preguntaste qué era eso…
– Y ninguno de los dos me respondió.
– En efecto. Rauschen cambió de tema y yo estaba tan desconcertado que no supe qué decir. Pero nunca te conté la continuación. Después de la comida, me invitó a dar un paseo. Acepté, ansioso, esperando grandes revelaciones. Sin embargo, al principio, su conversación me defraudó: me habló de lo bien que se sentía en España, de su deseo de establecerse en nuestro país (vivía en Berlín), de los profesores españoles a los que conocía… En fin, daba vueltas alrededor de varios temas como si no se decidiera a descender en picado sobre el asunto que, estoy seguro, nos interesaba a ambos. Entonces me preguntó qué sabía sobre esa leyenda. Le dije que apenas nada, como así era. Siempre había creído que se trataba de una fantasía de mi abuelo. Me miró de una manera extraña y prometió enviarme un libro. «Es un ensayo irreverente y divertido», afirmó, «pero creo que usted sabrá sacarle provecho.» Nos despedimos ese mismo día y una semana después recibí un ejemplar en castellano de Los poetas y sus damas, de autor anónimo, publicado originalmente en inglés y alemán a mediados del siglo XX… Aún lo conservo en alguna parte, luego lo buscaré… Puedo aseguraros que Rauschen no exageraba: se trataba de una obra delirante. La abandoné a la mitad, un poco enfadado. A lo largo de ella se desarrollaba, con supuestos ejemplos históricos, una curiosa teoría: la existencia de una secta dedicada a inspirar en secreto a los grandes poetas. El autor no explicaba el motivo por el cual hacían esto, solo contaba casos. -Hizo una pausa para servirse coñac. Rellenó también la copa de Rulfo, que lo escuchaba con mucha atención-. Sus miembros principales son trece, y se les conoce con el nombre de «damas». Cada dama ocupa un escalafón en la secta y recibe un símbolo y una especie de nombre secreto. Su misión es inspirar a los poetas. ¿Con qué fin?, me preguntaba yo. Pero, repito, creo que el libro no lo aclaraba. Algunas damas habían pasado a la historia: Laura, la que inspiró a Petrarca; la Dama Morena, de Shakespeare; Beatriz, la de Dante; la Diotima de Hölderlin… Leí los primeros capítulos. Recuerdo que Laura, la inspiradora del Canzionere de Petrarca, era, según aquel libro, la dama número uno, «la que Invita», cuyo nombre secreto era Baccularia y cuya apariencia era la de una niña de unos once o doce años, de cabellos rubios, muy hermosa, aunque el autor advertía que ésa era solo su apariencia… Porque, si bien no explicaba de dónde procedían, afirmaba que las damas eran criaturas sobrenaturales… En fin, las historias me parecieron burdas fantasías. Una semana después, Rauschen me llamó de nuevo. Estaba muy interesado en conocer mi opinión sobre el libro. Yo preferí mostrarme cauto. Le dije que la teoría de un grupo secreto encargado de inspirar a los poetas del mundo era, cuando menos, curiosa. Entonces insistió en verme otra vez. Me dijo que había algo que el libro no mencionaba, y que era importante que yo supiera. Le pregunté qué era. «La dama número trece», dijo. Recordé lo que mi abuelo me había contado y le pregunté por qué nunca se podía mencionar esa dama y la razón por la que era tan importante. Pero Rauschen deseaba hablar de todo eso con tranquilidad. Le expliqué que estaba muy ocupado, y postergamos nuestra siguiente entrevista.