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Sin embargo, titubeaba. ¿Acaso iba a confiar en alguien a quien apenas había conocido? Para el caso, se fiaba mucho más de Patricio. Era un lobo, pero los años pasados a su lado le hacían pensar que lo conocía bastante bien. Sabía que, mientras no lo dejara en desventaja, mientras no se pasara de lista, el lobo no la mordería.

Dobló el papel pero no quiso tirarlo. De algún modo, pensaba que Rulfo era distinto a todos los hombres que había conocido, y quizá más adelante pudiera acudir a él. El futuro no le daba miedo: estaba segura de que no le iba a faltar comida ni un sitio donde vivir.

Su inquietud principal era el pasado.

Existían muchos vacíos en su vida que, de repente, deseaba llenar. Por ejemplo, los lugares donde había estado antes de venir a España. Su país de nacimiento. Su familia. Un eclipse ocultaba aquellos recuerdos. Patricio la llamaba «húngara», pero él mismo reconocía que no sabía dónde había nacido en realidad. Y, dejando aparte aquellos cinco últimos y crueles años, solo imágenes dispersas habitaban su memoria: caras, momentos, anécdotas… Pero ahora todo eso le parecía confuso, como si de repente se hubiese percatado de que no eran verdaderos recuerdos, de que faltaba algo, un hilo conductor que les otorgara cohesión.

Cierta vez le había preguntado a Patricio por qué le costaba tanto recordar. Él le había explicado que su infancia y su primera juventud no habían sido felices, y que por eso las había olvidado. Ella le había creído. Hasta ahora.

Le interesaba conocer su pasado, pero, sobre todo, en relación con algo muy concreto. Aquello que había en la habitación cerrada. Las dudas crecían en ella como una misteriosa infección. Sentía una angustia nueva, inusitada, pero, al mismo tiempo, una energía como jamás había experimentado. Le sorprendía haber cambiado tanto en tan poco tiempo.

Se dirigió al dormitorio. No podía olvidar la figura de cera Tendría que llevársela también, eso estaba claro. No sabía por qué, pero era importante para ella. Mucho. La figura le había producido aquel cambio, le había dado fuerzas. Necesitaba guardarla, ocultarla en algún sitio seguro. Si se apresuraba, el hombre de las gafas negras no la encontraría cuando regresara. Ella ya estaría lejos, y a salvo.

Se agachó junto al zócalo. En ese instante escuchó el ruido de una llave y tuvo un sobresalto imaginando que era aquel hombre. Salió del dormitorio, asustada, y comprobó que era Patricio. Por primera vez desde que lo conocía casi se alegró de verle.

– Vengo a despedirme y a darte lo prometido -dijo Patricio sonriendo.

Alzó el puño y la golpeó.

Le habían hecho una visita, pero no le sorprendió en exceso. Casi lo esperaba.

La puerta de la calle estaba abierta, y una simple presión le permitió acceder al interior. Entró con menos cautela de la razonable. En otras circunstancias se habría preocupado mucho más, pero tras experiencias como la de aquella noche, la invasión de su hogar podía considerarse una mera anécdota. Encendió las luces y avanzó en medio del desorden. Los libros esparcidos por el suelo semejaban pájaros muertos. Sus escasos muebles habían sido destripados de cajones y éstos volcados para descubrir la infinidad de papeles inútiles que se adhieren a la existencia como excrementos. El ordenador parecía indemne.

Rulfo creía saber lo que andaban buscando.

Les interesa mucho esa figura.

Sin embargo, más que el motivo exacto del inusitado interés por una figurita de cera, le intrigaba la razón por la cual las damas (si es que se trataba de ellas, y estaba convencido de que era así) se habían visto obligadas a realizar un registro como aquél. Si eran tan poderosas, si podían materializarse en el aire o convertirse en niñas, ¿por qué no eran capaces de recobrar una cosa que les pertenecía? ¿Por qué lo habían amenazado en el teatro y escarbado de esa forma en el basurero de su vida?

Se agachó y empezó a recoger libros. Pensó que era preciso llamar a Raquel y asegurarse de que se encontraba bien. Y tendría que convencer a César de que no siguiera investigando. Se arrepentía de haberle pedido ayuda. Fueran o no una secta, las damas iban en serio, y lo habían demostrado.

De repente, bajo un volumen de Paul Celan, sorprendió unos ojos que lo miraban.

Beatriz, acostada tras un cristal, sonriéndole desde una de las numerosas fotografías que él había enmarcado y guardaba en el altillo del armario. Su repentina aparición le hizo olvidar lo sucedido en el teatro y el estado en que se encontraba todo, incluido él mismo.

Recogió aquel retrato sintiendo que la memoria se encendía en su interior. Los recuerdos nunca desaparecen: tan solo se sumen en la oscuridad; y en ese momento, para Rulfo, volvieron a iluminarse unos ojos húmedos y verdes, las medusas inofensivas de unas manos suaves y una risa como un arpegio de celesta. Tu hermoso cabello negro, tu dulce mirada verde…

Beatriz, mirándole desde su tersa eternidad.

Fingía olvidarla, pero el viejo dolor regresaba una y otra vez. ¿Qué más debía hacer? Ya le había llorado, ya se había inmolado del todo ante ella. ¿Qué más? Intuía que el dolor, mucho más poderoso que la pasión, carecía de orgasmo, de clímax, de un fastigio último tras el cual pudiera sobrevenir el alivio. La vida podía saciarse de placer, pero siempre estaba hambrienta de dolor.

Observó el altillo abierto, trepó a una silla y guardó el retrato con los demás. Deseaba asegurarse de que estaban todos, pero no iba a hacerlo en aquel momento. Encontró intacta la botella de whisky que había comprado. Muy atentos, gracias. La sujetó con las dos manos y sintió la frialdad del cristal. Se acostó sin desnudarse. No abrió la botella hasta otorgarle, con las manos, la tibieza de un cuerpo.

Cuando descolgó, no sabía cuántas veces había sonado aquel timbre.

– Salomón, qué coño te pasa… ¡llevo llamando desde hace horas…!

El sábado se derramaba en la habitación repleto de un sol que desmenuzaba cruelmente su dolor de cabeza.

– Es increíble, te lo juro… Encontré el libro que Rauschen me envió, Los poetas y sus damas. He pasado toda la noche leyéndolo… Pero no te adelantaré nada: tienes que venir…

Déjelos fuera.

– ¿Salomón?

Deje fuera de este asunto a sus amigos.

– Sigo aquí, César.

– ¿Vienes o qué?

– No creo que pueda. Tengo… mucho que hacer… hoy.

Mientras pensaba rápidamente en alguna excusa creíble, escuchó los murmullos de insatisfacción al otro extremo del auricular.

– Pues entonces iremos nosotros… Estaremos en tu casa, aproximadamente, en…

– No, aguarda. Será mejor…

Sabía que un César Sauceda entusiasmado era mucho más difícil de manejar que el de costumbre. Por un momento le horrorizó la idea de que descubrieran el estado de su apartamento. Y conocía de sobra a su ex profesor como para tener la certeza de que, aunque le dijera sin tapujos que no deseaba verlo, haría caso omiso a su grosería y se presentaría en Lomontano con Susana haciendo sonar el claxon. Supuso que lo único que podía hacer (sobre todo en aquel momento, con la cabeza aturdida por la resaca de whisky) era fingir que no sucedía nada.

– Mejor que vaya yo. Dame una hora.

Colgó, se sentó en la cama e inspeccionó el caos de libros esparcidos por el suelo. No iba a ponerse a arreglar nada: se ducharía, tomaría una taza de café caliente e iría a casa de César para intentar convencerle de que no metiera más las narices en aquel estercolero.

Pero antes necesitaba comprobar dos cosas.

Encendió el ordenador, que había instalado en el dormitorio, al igual que la televisión, para dejar más espacio en el comedor para los libros, y entró en la red. Mientras las páginas se cargaban en la pantalla, sacó del bolsillo el papel con el número de teléfono de Raquel y lo marcó desde su móvil. Escuchó la voz en el auricular al tiempo que tecleaba en los buscadores habituales: «Telefónica le informa que el número que ha marcado…». Lo marcó otra vez, con idéntico resultado: Raquel le había dado un número inexistente. ¿Por qué?

De repente, en la pantalla del ordenador apareció un titular.

UN HOMBRE SE QUITA LA VIDA TRAS VIOLAR

Y ASESINAR A SU HIJA DE DIECISÉIS AÑOS.

Abrió la página, leyó el texto varias veces, vio las fotos.

Sintió que el pánico era una sustancia fría inoculada en su sangre.

– Veamos. En primer lugar, un dato muy simple. Como ya os dije, las historias que se narran aquí no están documentadas. No existe ninguna prueba objetiva de que todo esto sea cierto, y me temo que ningún investigador serio se lo creería. Pero, ya me conocéis, yo nunca he sido serio…

– Y que lo digas -apuntó Susana desde la alfombra. Su conjunto de gargantilla de seda, blusa y pantalones negros contrastaba con el colorido de los dibujos persas sobre los que se hallaba reclinada.

Fiel a su costumbre, César había pospuesto la revelación de secretos hasta la sobremesa. Ahora, tras el café, daba continuos paseos de un lado a otro mirándolos por encima de sus gafas azules. El libro que enarbolaba era un volumen sencillo, encuadernado en negro.

– Aquí se describe el encuentro de varios poetas célebres con los seres que constituyeron sus fuentes de inspiración. Pero la idea que otorga unidad a las diversas narraciones consiste en la convicción de que tales encuentros no fueron casuales ni aislados. Muy al contrario: estaban preparados por la secta de las damas. Y los seres con quienes se encontraron los poetas eran sobrenaturales. -Susana hizo un mohín de burla en dirección a Rulfo y se rascó una rodilla. César la miró con divertido reproche-. Oh, no saquemos conclusiones precipitadas antes de saberlo todo, querido público… Esta fantasía está muy elaborada, ya lo veréis. El autor afirma que la leyenda de las damas es muy antigua, y que con ella se han tejido muchas leyendas distintas: la de las Musas, las Gorgonas, Diana y Hécate; Circe, Medea, Enotea y otras brujas de los poetas clásicos; Cibeles y Perséfone; la völva escandinava, que cabalga sobre un lobo; la bruja renacentista, que monta sobre una escoba; la Lilitu asiria y la Lilith bíblica; la Dama del Lago del ciclo artúrico, la Serpiente Blanca, las brujas de Macbeth; la Venus de Ille, de Mérimée; la Lamia de Keats, la Bruja del Atlas de Shelley; la Reina de la Noche, de Mozart, la Alcina y la Melissa de Handel y la Armida de Haydn… Siempre es lo mismo: figuras femeninas poderosas y perversas, relacionadas de alguna forma con el arte. El poeta y erudito Robert Graves fue uno de los primeros en señalar los vínculos de esta leyenda con la poesía en su libro La diosa blanca, pero nunca llegó a afirmar seriamente que los poetas estuvieran inspirados por criaturas reales, aunque sobrehumanas… No me preguntéis cómo los inspiran: quedaos con la idea de que las damas son seres con la capacidad de impulsar a los poetas a crear. El libro habla poco sobre ellas. Afirma que son trece, en efecto, y que nunca se menciona la última, tal como me dijeron mi abuelo y Rauschen, aunque no especifica la razón de esto. Reciben un número, un nombre secreto y un símbolo en forma de medallón de oro. Los nombres proceden del latín o del griego y recuerdan los de las brujas de la tradición satanista… -Abrió el volumen por una de las páginas marcadas y leyó-: «Baccularia, Fascinaria, Herberia, Maliarda, Lamia, Maleficiae, Veneficiae, Maga, Incantátrix, Strix, Akelos y Saga», que es la número doce, la última que posee nombre…