Encendió la luz de la mesilla de noche, se levantó y decidió leer algo sublime mientras aguardaba a que la oleada hipnótica lo cubriera como una suave y tibia marea. Examinó las estanterías del dormitorio. Tenía estanterías repletas en el comedor y el dormitorio. Había libros apilados junto al ordenador portátil, incluso en la cocina. Leía en todas partes y a todas horas, pero solo poesía. Las ancianas de Lomontano jamás habrían sospechado una afición así en aquel hombre, pero lo cierto era que procedía de la más temprana juventud de Rulfo y se había acrecentado con los años. Había estudiado filología y, en sus buenos tiempos (¿cuándo habían sido?), había enseñado historia de la poesía en la universidad. Ahora, nadando en la soledad, con su padre muerto, su madre condenada a vejez perpetua en una residencia y sus tres hermanas dispersas por el mundo, la poesía constituía su única tabla de salvación. Se aferraba a ella a ciegas, sin importarle el autor, ni siquiera el idioma. No le resultaba preciso entenderla: gozaba con el simple ritmo de los versos y el sonido de las palabras, aunque fueran extrañas.
Geórgicas. Virgilio. Edición bilingüe. Sí, aquí estaba. Extrajo el libro del montón que había cerca del ordenador, regresó a la cama, abrió el volumen al azar y dirigió los ojos al flujo torrencial de palabras latinas. Aún se encontraba muy desvelado: sospechaba que la inquietud no le dejaría conciliar fácilmente el sueño, pese a la ayuda farmacéutica. Pero deseó que el médico estuviera equivocado y las pastillas evitaran que aquel absurdo terror volviera a repetirse.
Siguió leyendo. Afuera, el tráfico enmudeció.
Los ojos se le cerraban cuando escuchó el ruido.
Había sido breve. Provenía del cuarto de baño. No pasaba mucho tiempo sin que algo nuevo -una repisa, un anaquel- se desprendiera de su sitio en aquel miserable apartamento.
Resopló, dejó el libro en la cama, se levantó y caminó despacio hacia el baño. La puerta estaba abierta y su interior a oscuras. Entró y encendió la luz. No descubrió nada fuera de lugar. El lavabo, el espejo, la jabonera con el jabón, el retrete, el cuadrito con los arlequines ejecutando una campanela, la repisa metálica, todo se encontraba igual.
Excepto las cortinas.
Eran opacas, de pésima calidad, y estaban adornadas de un vistoso artificio de flores rojas. Las mismas de siempre. Sin embargo, creía recordar que se hallaban descorridas cuando había salido del baño la última vez. Pero ahora estaban cerradas.
Se intrigó. Pensó que quizá su memoria le engañaba. Era posible que, antes de salir del baño, las hubiese corrido, aunque no entendía bien por qué tendría que haberlo hecho. En cualquier caso, albergaba la sospecha de que el ruido había sido provocado por algo que había caído a la bañera después de rebotar en ellas. Supuso que sería el frasco de gel, y tendió la mano para descorrerlas y comprobarlo. Pero de pronto se detuvo.
Un miedo inexplicable, casi inexistente, casi virtual, congeló su estómago y levantó como pequeñas empalizadas los vellos de su piel. Comprendió que se había puesto nervioso sin ningún motivo real.
Es absurdo, ahora no estoy soñando. Estoy despierto, ésta es mi casa, y detrás de esas cortinas no hay nada, solo la bañera.
Reanudó el gesto sabiendo que las cosas seguían como antes; que encontraría, quizá, un objeto caído, puede que el frasco de gel, y que, tras verificarlo, regresaría al dormitorio y los somníferos le harían efecto y lograría descansar toda la noche hasta el amanecer. Descorrió las cortinas con absoluta tranquilidad.
No había nada.
El frasco de gel seguía en su sitio sobre la repisa, junto al champú. Ambos botes llevaban meses allí: Rulfo no exageraba, precisamente, en lo tocante a su higiene personal. Pero lo cierto era que nada se había caído. Supuso que el ruido se había originado en otro apartamento.
Se encogió de hombros, apagó la luz del baño y regresó al dormitorio. Sobre su cama se hallaba el cuerpo desmembrado de la mujer muerta, la cabeza cortada apoyada en los pechos contemplándolo con ojos lechosos, el cabello endrino y húmedo como el plumaje de un págalo y una lombriz de sangre huyendo de las comisuras de sus labios yertos.
– Ayúdame. El acuario… El acuario…
Rulfo dio un salto hacia atrás, rígido de terror, y se golpeó el codo con la pared.
un grito
No soñaba: estaba bien despierto, aquél era su dormitorio y el golpe en el codo le había dolido. Probó a cerrar los ojos
un grito. oscuridad
y volver a abrirlos, pero el cadáver de la mujer seguía allí (ayúdame), hablándole desde la carnicería de su cuerpo destrozado (el acuario) sobre las sábanas.
Un grito. Oscuridad.
Despertó bañado en sudor. Se encontraba en el suelo, junto con la mayor parte de las sábanas. Al caer de la cama se había golpeado el codo. Aún aferraba el libro arrugado de Virgilio.
– Ahora es peor.
– Pues esta vez no habrá más somníferos, de modo que, si quiere marcharse, hágalo -afirmó el doctor Eugenio Ballesteros, enfático. Pero su expresión no revelaba disgusto sino, más bien, cierta beatitud-. No obstante, si se decide a contármela de una vez, quizá…
Ballesteros era alto y corpulento, de anchos hombros, ostensible cabeza con una caperuza de cabellos blancos y una barbita un tono más grisácea. No estaba irritado con Rulfo, pese a que éste se había presentado de nuevo la tarde siguiente, por sorpresa, sin cita previa, al término de la consulta. El turno de Ballesteros era el último de su especialidad y el ambulatorio cerraba poco después. De hecho, le había indicado a su enfermera que se marchase. Pero él no tenía prisa. Deseaba charlar un rato con aquel tipo que tanto le intrigaba.
Rulfo le contó el sueño detalladamente: la casa con el peristilo de columnas blancas, el hombre que cruzaba el jardín y entraba en ella, la muerte de las mujeres de la planta baja -quizá las criadas-, el crimen brutal de la mujer de la planta superior con la horrible escena final de la cabeza moviéndose y hablando.
– Pero anoche soñé que la veía en mi propio apartamento, muerta, en la cama. Y sigue diciéndome lo mismo, que la ayude. Y siempre menciona el acuario. Sé que se refiere al acuario de luz verde que veo en la antecámara de la casa, el que se encuentra sobre el pedestal de madera… -Los dientes de Rulfo mordieron un padrastro de su dedo pulgar-. Eso es todo. ¿No quería conocer mi pesadilla…? Pues ya la conoce. Ahora, ayúdeme. Necesito algo más fuerte que me haga dormir toda la noche.
Ballesteros lo miraba fijamente.
– ¿Había estado alguna vez en una casa así…? ¿Había visto antes a ese hombre? ¿Y a esa mujer? -Rulfo negaba-. ¿Lo relaciona con algo que le haya ocurrido a alguien que usted conozca…?
– No.
– Salomón -dijo Ballesteros al cabo de un breve silencio. Era la primera vez que lo llamaba por su nombre de pila, y Rulfo, extrañado, le miró-. Le seré franco. No soy psiquiatra ni psicólogo sino médico de familia. Para mí, resolver su problema sería fáciclass="underline" un volante para el especialista, con la consabida espera hasta la primera cita, o un hipnótico más fuerte, y santas pascuas. Problema resuelto. Veo demasiados pacientes en mi consulta, y no tengo tiempo para pesadillas. Pero déjeme decirle una cosa: el cuerpo humano tampoco pierde tiempo. Todo síntoma tiene su motivo, su porqué. Incluso las pesadillas son necesarias para que la máquina funcione. -Sonrió y cambió de tono-. ¿Sabe lo que me decía un colega sobre ellas…? Que son las ventosidades del cerebro. Los pedos de la mente, vamos, y perdone la vulgaridad. Residuos de una especie de indigestión. Pero carecen de importancia Gracias a ellas arrojamos fuera lo que nos sobra… Por ejemplo: dice usted que no ha visto nunca esa casa de columnas blancas, o a esa mujer, y yo le creo, pero puede ser que se equivoque. Quizá las haya visto en algún sitio, y ahora su cerebro las recuerda. Y luego está el acuario. ¿Tuvo usted un acuario alguna vez?
– No. Nunca.
Rulfo bajó los ojos y quedó un instante pensativo. Ballesteros aprovechó para echar un vistazo a su reloj. Tenía que irse ya, el ambulatorio iba a cerrar. Pero decidió aguardar un poco más. A fin de cuentas, ¿quién le esperaba en casa? Por otra parte, aquel paciente seguía interesándole. El hecho de que estuviera allí y accediera a hablar, tan reservado y lacónico como parecía ser, probaba, según él, su urgente necesidad de confiar en alguien. Pensó que la única ayuda que podía ofrecerle era aquella conversación.
– Me dijo ayer que vivía solo y no tenía muchos amigos… ¿Sale con alguna chica?
– En realidad -dijo Rulfo repentinamente-, he venido a por un somnífero más fuerte. No voy a hacerle perder más tiempo. Buenas tardes.
La muela cariada, reconoció Ballesteros. Vio a Rulfo incorporarse en el asiento y, de improviso, sintió algo incomprensible. Tuvo la súbita certeza de que no podía dejarle marchar, de que, si aquel paciente se iba, ambos, el paciente y él, estarían perdidos. Ballesteros tenía cincuenta y cuatro años y ya sabía que existen momentos en que todo depende de una palabra pronunciada a tiempo. Ignoraba la razón de tan extraña cualidad de la vida, porque no siempre la palabra salvadora era la más acertada o lógica, pero así era. Decidió arriesgarse.