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Rulfo alargaba la mano hacia un libro que había dejado sobre la mesa, pero el médico lo cogió antes y empezó a hablar.

– Antología poética, de Cernuda… Caramba. ¿Le gusta la poesía?

– Mucho.

– ¿Es usted poeta?

– He escrito algo, pero soy profesor, se lo dije ayer.

– Hombre, si ha escrito poesía, también es poeta, ¿no? -Rulfo hizo un gesto vago y Ballesteros siguió adelante-. Uf, reconozco que soy incapaz de leer esto. La verdad es que es raro encontrar a alguien que lea poesía por costumbre, ¿no cree…? Dígame la verdad, ¿quién lee poesía hoy día…? Bueno, a mi mujer sí que le gustaba. No mucho, pero, desde luego, más que a mí…

Hablaba mientras hojeaba el libro, como si no se dirigiera a Rulfo. Con el rabillo del ojo, sin embargo, percibía que éste seguía inmóvil. Ignoraba si le escuchaba o no, pero ya no le importaba: había abierto la puerta para que aquel tipo se asomase un poco a su interior, y si rechazaba la invitación era cosa suya. Siguió hablando como si estuviera a solas.

– Soy viudo. Mi esposa se llamaba Julia Fresneda. Murió hace cuatro años en un accidente de automóvil. Yo conducía y resulté ileso, pero la vi morir. Llevábamos casi treinta años de feliz matrimonio y tres hijos, que son ya mayores e independientes. Lo nuestro no fue una pasión desbordada, poética, valga la expresión, sino una alegría tranquila y segura, como saber que el sol va a salir mañana. Desde que murió, tengo pesadillas esporádicas. Pero, observe esto, jamás se me aparece ella. A veces son pájaros que quieren dejarme ciego, otras son estrellas que se vuelven ojos de monstruos… Nunca es Julia. Ella no me daría miedo jamás, pobrecita. Pero fue su muerte la que me provocó estos sueños. Créame, son pedos mentales. Carecen de importancia -agregó, pese a lo cual parecía muy afectado.

Hubo un silencio. Rulfo había vuelto a sentarse. Ballesteros alzó los ojos del libro y lo miró.

– Usted tiene también algo. Lo sé, se le nota… Ayer, cuando lo vi por primera vez, supe que usted, igual que yo… En fin, perdone si me equivoco… Supe que usted también soporta el peso de un recuerdo malo… No pretendo que me lo cuente, solo deseo decirle que las pesadillas pueden venir de eso. Y le aseguro que no importa cuánto tiempo haya pasado: las tragedias siempre son jóvenes.

De pronto el mundo comenzó a licuarse para Rulfo: la figura de Ballesteros, la mesa, el flexo de luz, la camilla, el aparato de tomar la tensión,

llovía

el diagrama del cuerpo humano colgado en la pared. Todo se hizo oscuro y fluvial. Sintió la cara ardiendo y un escozor rojo en la garganta. No lograba entender qué le sucedía. Antes de que pudiera darse cuenta ya estaba hablando.

– Se llamaba Beatriz Dagger. Dagger, con dos ges. Nos conocimos hace cuatro años.

llovía pertinazmente

Ella murió hace dos…

Llovía pertinazmente.

Sin embargo, Rulfo podía ver un remoto brillo de estrellas desde la amplia ventana del dormitorio, incluso a través de los orificios del agua. Beatriz le había dicho algo acerca de la coincidencia de la lluvia y las estrellas que ahora él no lograba recordar. ¿Traía buena suerte o mala? Lo que sí recordaba muy bien era el beso que había depositado en su frente antes de marcharse: tibio en comparación con su fiebre, casi maternal. Y sus palabras: «Estás pachucho», le había dicho, había empleado aquel término. Le convenía cuidarse hasta que ella regresara, lo cual sucedería muy pronto. Tenía que ir a París a revisar unos cuantos «pesados tomos» sobre el tema de su tesis, algo relacionado con la evolución de la respuesta ansiosa ante diversos estímulos. Se trataba de un viaje sin importancia, no más de tres días. Él ya la había acompañado a Lovaina el mes anterior, y a Florencia. Siempre buscaban la forma de no separarse. Pero aquel día de noviembre Rulfo había cogido un fuerte resfriado y Beatriz hizo un mohín de disgusto cuando, pese a todo, él insistió en ir.

– De eso nada. Estás pachucho. Te quedas en casita. Vendré enseguida para cuidarte.

Aquélla era casi la primera noche -que él recordara, y no creía equivocarse- que no pasaban juntos desde que se habían conocido. Y de repente, al pensar esto, cayó en la cuenta de la fecha y lamentó no haberlo sabido antes: casi sintió la tentación de llamarla a París para decírselo, pese a que ya era bastante tarde y no quería despertarla.

Ese día se cumplían dos años justos desde que se habían visto por primera vez.

Fue durante una fiesta que él dio para celebrar el estreno de su piso de Argüelles. Vinieron casi todos sus amigos y numerosos conocidos, así como su hermana Emma, que vivía en Barcelona con un joven pintor y se hallaba de paso por Madrid. Rulfo estaba contento de recibir a tanta gente en su nueva casa, aunque la ausencia de su amiga Susana Blasco resultara dolorosamente notable; pero Susana ya vivía con César, y Rulfo había dejado de verla hacía meses. Pese a todo, se hallaba de buen humor, abierto a cualquier posibilidad. No sospechaba la clase de posibilidad que estaba a punto de encontrar.

Después se reían juntos (esa risa de copa de cristal de ella, que parecía derramarse de sus labios) recordando que la culpa la había tenido Cupido. En el flamante salón de su apartamento había algunas esculturas, y una de ellas, de pie sobre una estantería, era un pequeño Cupido de arco tenso y saeta apuntando al aire, regalo de Emma, tan aficionada al arte clásico. Por alguna razón, Rulfo, que había estado ejerciendo hasta entonces de anfitrión satisfecho, se detuvo un instante a admirar aquella pieza, y, sin querer, siguió la dirección señalada por la flecha. Descubrió una línea exacta y franqueable, un pasillo vacío entre los invitados que finalizaba en una persona de espaldas. El Cupido apuntaba hacia ella. Era una muchacha alta, de chaqueta beige, con el cabello castaño oscuro atado en una coleta y un vaso en la mano. Contemplaba abstraída su colección de libros de poesía.

Lo primero que le llamó la atención fue que no lograba recordar quién era, ni siquiera si la conocía o no. Intrigado, se acercó. Simultáneamente, ella se dio la vuelta. Quedaron mirándose sonrientes y él se presentó primero.

– No nos conocemos -le dijo Beatriz con la voz que después oiría tantas veces y poblaría todos sus silencios-. Acabo de llegar. Soy la amiga de una amiga de uno de tus amigos… Me hablaron de esta fiesta y decidí acompañarles. ¿Te importa?

A él no le importó. Ella tenía veintidós años, era hija de padre alemán y madre española y carecía de otra familia. Había estudiado psicología en Madrid y en aquellos días comenzaba a preparar su tesis doctoral. Enseguida descubrieron que coincidían en muchas cosas, incluyendo la pasión por la poesía. Dos meses después, ella dejaba su pequeño apartamento de estudiante, que compartía con una amiga, y comenzaba a vivir con él. Le leyó una carta que había escrito a sus padres, que residían en Alemania, anunciándoles que había conocido «al mejor hombre del mundo». A partir de entonces la felicidad había gobernado la vida de ambos.

Estaba recordando aquel Cupido cuando sonó el teléfono. Se sobresaltó. La fiebre le había subido. En la ventana había dejado de llover y las estrellas habían desaparecido.

El teléfono sonaba.

De algún modo, comprendió que ese teléfono estaba a punto de cambiar su vida por completo.

Descolgó con mano temblorosa.

– Sus padres le habían facilitado mi número y pedido que me diera la noticia. Era un tipo de la embajada española en París. Me dijo que todo había sucedido muy rápido. -Alzó los ojos y miró al médico-. Se resbaló en la bañera de la habitación del hotel, se golpeó la cabeza y quedó inconsciente… La bañera estaba llena y murió ahogada. Una muerte romántica, ¿eh?

– Todas las muertes son vulgares -replicó Ballesteros sin inmutarse con el sarcasmo-. Lo romántico es seguir vivos. Pero ¿ha notado los detalles? La bañera, el acuario…

– Sí. Acabo de recordar que anoche soñé que oía ruidos en la bañera antes de ver a esa mujer muerta.

– ¿Comprende ahora lo que le dije cuando le hablé de «residuos» de la mente? La bañera y el acuario son la misma cosa: lugares llenos de agua. Estamos a mediados de octubre, el mes próximo van a cumplirse dos años exactos de la muerte de esa chica, y su cerebro ya ha empezado a celebrar por su cuenta el aniversario. Pero no permita que eso le perjudique. Usted no tuvo la culpa de lo que sucedió, aunque sé que no me cree. Ése es el primer demonio que debemos expulsar: no somos culpables. -Abrió sus grandes manos abarcando un invisible espacio de aire-. Se han ido, Salomón, eso es todo lo que sabemos. Nuestro deber es decirles adiós y seguir caminando.

Tras un instante de silencio, Rulfo percibió por primera vez la humedad que cruzaba sus mejillas. Se secó con la manga de la chaqueta y se levantó.

– De acuerdo. No volveré a molestarle.

– Se le olvida el libro -advirtió Ballesteros-. Y venga a verme cuando quiera. No es ninguna molestia.

Se dieron la mano y Rulfo salió de la consulta sin hablar más.

Incluso antes de llegar a su apartamento de Lomontano descubrió que se sentía mas lúcido que nunca. Quizá todo lo que necesitaba era hablar con alguien como había hecho con Ballesteros. Desde la muerte de Beatriz, su soledad había ido en aumento: había abandonado el trabajo de profesor, vendido el piso de Argüelles y roto el contacto con sus amigos de siempre. Solo César y Susana lo llamaban de vez en cuando, pero, naturalmente, después de todo lo sucedido entre ellos, era impensable reanudar una amistad.