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– Yo pensaba ir, pero…

– Pues vamos juntos. Cogeremos mi coche. -La cara de Rulfo le hizo reír. Agregó-: Puede llamarlo reciprocidad.

El viaje fue silencioso. Rulfo solo despegó los labios para pedir permiso para fumar y, a ratos, guiar al médico a través del laberinto de alamedas solitarias con ayuda de un callejero. Ballesteros comprendió que no tenían nada de que hablar aparte del extraño tema que los había unido. Por otra parte, la ausencia de diálogo le permitió entregarse a la reflexión. A diferencia de Rulfo, él se consideraba un hombre cauto. Le asombraba la rapidez con que había empezado a confiar en aquel desconocido, así como lo insólito de su propia y repentina ocurrencia de visitar la casa. En lo relativo al primer punto, sin embargo, toda su experiencia profesional le aseguraba que Rulfo no estaba loco y no mentía. Podía estar engañado, pero no trataba de engañar a nadie: la palidez de su expresión era legítima y parecía encontrarse tan desconcertado, tan arrojado de lleno a lo incomprensible como él. En cuanto a su propia idea de venir a la casa… Bien, sospechaba que, a su edad, aún podía sorprenderse a sí mismo.

Era una urbanización de las afueras. Sus calles tenían nombres que evocaban cuentos de hadas: «Vereda de las Araucarias», «Calle de los Olmos»… Pero el paisaje, pese a la vegetación y el silencio, desmentía de inmediato aquella apariencia: muros enormes, verjas, vigilantes, alarmas y cámaras lo cercaban todo bloqueando la visión de las viviendas. Éstas, a su vez, se hallaban ocultas de forma muy variable, apenas un poco cuando eran pequeñas, casi invisibles en el caso de las grandes, como si el grado de intimidad fuera más lujoso que un sistema domótico completo.

La Vereda de los Castaños era una senda angosta flanqueada, en efecto, por castaños y alfombrada de hojas. La luz del atardecer era mortecina cuando Ballesteros estacionó su Volvo frente al número tres. Era el último número de la calle, de modo que formaba una especie de plazoleta consigo mismo. Un muro de considerable altura y una solemne puerta metálica se encargaban de desalentar a los curiosos. Ráfagas de viento removían las hojas pulsándolas delicadamente, como cuerdas de cítara. En algún lugar ladró un perro grande, quizá un dogo.

– Ya estamos -dijo Ballesteros innecesariamente. Luego salió del coche y se acercó con Rulfo a la puerta metálica-. ¿Por dónde entraría el tal Robledo?

– Todas las teorías apuntan a que saltó esta puerta, se introdujo en la propiedad y luego forzó una ventana. Lidia Garetti no había instalado alarmas.

– Una mujer con dinero, pero poco precavida.

Ballesteros comprobó que la puerta estaba firmemente cerrada y miró a su alrededor: no había nadie por ninguna parte. Pulsó el timbre de un interfono y aguardaron una respuesta que no se produjo. Por suerte, pensó, ya que ignoraba qué le habría dicho a la supuesta voz que hubiese contestado. En un recuadro de piedra junto a la puerta, bellamente adornado de teselas azules, figuraba el número tres y, debajo, en pequeñas versalitas negras sobre azulejos blancos, unas palabras. Rulfo las señaló.

– LASClATE OGNE SPERANZA. Significa: «Perded toda esperanza»… Es uno de los versos que Dante colocó a la entrada del Infierno. El verso completo es Lasciate ogne speranza voi ch'intrate: «Perded toda esperanza los que entráis».

– No puede afirmarse que sea una frase muy afortunada para bautizar una casa tan bonita.

– Para Lidia Garetti resultó profética.

– Ciertamente. -Ballesteros se frotó las manos-. En fin, aquí no vive nadie ya, estoy seguro. Esa mujer no tenía familia. Es de suponer que, cuando se aclaren los problemas de herencia, este lugar pasará a otras manos y la tragedia terminará por olvidarse… ¿Adónde va?

– Aguarde un momento.

Rulfo se aseguró de que la calle seguía vacía y, con un gesto ágil, subió a uno de los contenedores metálicos que reposaban en la acera. Desde esa altura podía erguirse sobre el muro y mirar más allá. Los árboles ocultaban parte de la visión, pero a través de sus ramas casi desnudas pudo distinguir el jardín, la mancha grisácea de la fuente y, al fondo, la tersa blancura del peristilo. En sus sueños, todo le había parecido de mayor tamaño, pero ésa era la única diferencia. No cabía duda: era la misma casa. Ya lo sabía (había visto las fotos), pero comprobarlo en la realidad le provocó escalofríos.

El médico le observaba con nerviosismo. Su ancho semblante se había puesto grana.

– ¡Oiga, baje de ahí…! Si alguien nos ve, puede… ¡Baje, caramba!

– Es la misma casa de mi sueño -dijo Rulfo saltando a la acera.

– Perfecto. Ya lo ha comprobado. ¿Y ahora?

– ¿Ahora?

– Sí, ¿se le ocurre algo más?

Ballesteros se encontraba nervioso y no sabía bien el motivo. Lo que más le incomodaba era haber tomado la decisión de visitar aquel lugar con Rulfo. Debo de estar volviéndome loco, pensó.

– Vamos, dígame -insistió-, ¿qué piensa hacer…? ¿Escalar ese muro y entrar en una propiedad privada…? Con lo impulsivo que parece usted, no me extrañaría… ¿Acaso quiere dedicarse a buscar un acuario de luz verde…? Escuche, acepté traerle hasta aquí porque supuse que, si podíamos hablar con alguien de la casa, quizá se le quitarían esas fantasías de la cabeza… Y no estoy diciendo que me haya mentido, compréndame. Estoy seguro de que ha jugado limpio. No tengo ningún problema en admitir que soñó todo eso y luego vio la noticia, y ahora se encuentra igual de asombrado que podría encontrarme yo en su lugar. De acuerdo, su caso es ideal para las revistas esotéricas. ¿Y qué?… Eso no demuestra nada. El subconsciente es un océano. Usted pudo ver la noticia del crimen en algún momento, aunque no lo recuerde. Luego la asoció con su tragedia particular. No hay más misterios. Eso es todo. -De pronto cogió a Rulfo del brazo-. Venga, vámonos. Ya sabemos que la casa era real, muy bien, usted ha ganado. Ahora dejemos de jugar, ¿quiere?… Está a punto de anochecer.

Rulfo parecía vagamente irritado. Sin embargo, para sorpresa de Ballesteros, obedeció con docilidad. Incluso aceptó regresar al coche y se sentó en silencio. Dejaron atrás los ladridos de un perro que se hacía más flaco conforme más se alejaban y que terminó convertido en el espectro de un can. El médico conducía con violencia, golpeaba el volante, se impacientaba. Miraba la carretera y los coches como si nada de eso le importara, como si sus pensamientos se hallaran muy lejos. Rulfo, a su lado, permanecía silencioso y tranquilo. De repente Ballesteros comenzó a hablar. En su semblante a menudo terso se dibujaba ahora una especie de hosca determinación que no encajaba con sus palabras, pronunciadas sin elevar la voz.

– Vi morir a Julia en ese accidente, ya se lo dije. Yo conducía, pero no fue mi culpa. Otro coche se nos cruzó y nos lanzó contra un camión. Resulté ileso, pero el techo del lado de mi mujer se hundió. Recuerdo con mucha nitidez su expresión entonces… Aún estaba viva: respiraba y me miraba sin pestañear, entre los hierros retorcidos. No decía nada, solo me miraba. De las cejas hacia arriba ya no existía, pero sus ojos tenían la misma dulzura de siempre y sus labios casi sonreían. Al principio, quise ayudarla como médico, le aseguro que lo intenté. Ahora comprendo que fue una estupidez, porque ella iba a morir sin remedio. De hecho, ya estaba casi muerta… Pero en aquel momento no pensé en eso e intenté ayudarla. Por suerte, comprendí enseguida que lo único que podía hacer no tenía nada que ver con mis conocimientos. Entonces la abracé. Me quedé allí, dentro del coche, abrazándola y diciéndole cosas al oído mientras ella se moría en mi hombro, como un pájaro… Extraño, ¿no cree?

El vehículo se deslizaba por calles oscuras. Ambos hombres miraban hacia delante con intensa concentración, como si los dos estuvieran conduciendo, pero solo Ballesteros hablaba.

– La vida tiene cosas extrañas, Salomón. ¿Por qué un chaval de veintidós años entró una noche en esa casa, degolló a las criadas, se dedicó a torturar a una pobre italiana a la que ni siquiera conocía y luego se quitó la vida…? ¿Y por qué ha soñado usted con todo eso sin haberlo visto antes…? Cosas extrañas. Tan extrañas como la muerte de mi mujer… O como la poesía que usted lee… Frente a ellas, caben dos opciones. Yo he elegido, quizá, la más fáciclass="underline" intento ser feliz hasta que Dios quiera y cierro los ojos frente a las cosas extrañas, las dejo fuera. O, mejor dicho, me quedo fuera yo. Porque esas cosas existen y nos invitan a entrar, pero yo he elegido

lasciate

no entrar. Y le aconsejo lo mismo. Soy médico y sé lo que me digo. No debemos

lasciate ogne

entrar.

En ese mismo instante, sin saber cómo, Rulfo tomó la decisión. Pidió a Ballesteros que le dejara cerca del ambulatorio, donde tenía su propio coche. Al bajar del automóvil, se volvió y cruzó una mirada con el médico. Fue una mirada mucho más larga de lo que ambos se habían propuesto en un principio. Entonces Rulfo sintió el impulso de decir algo. Pensó que era una frase absurda, casi ridícula, pero la dejó salir de sus labios colmadamente, como si respirara:

– Yo soy poeta

lasciate ogne speranza

y quiero entrar.

Ballesteros abrió la boca para replicar algo, pero se detuvo como si hubiera cambiado de opinión.

– Cuídese -murmuró.

Rulfo vio alejarse lentamente el coche. Encontró su viejo Ford blanco en el lugar donde lo había dejado, subió y arrancó. Llegó a la urbanización en plena noche. Se encontró rodeado de árboles y tinieblas, dulcamaras altas y húmedas, espinos oscuros y sombras que trepaban como hiedra por los muros. Estacionó en la esquina de Vereda de los Castaños y caminó hacia el final de la calle con las manos en los bolsillos.