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– ¿Salomón…? Pasa…

El interior del ático se hallaba plagado de oscuridad y olores: de la primera tenían la culpa las persianas cerradas, una de ellas oblicua y rota; de los últimos, las posibilidades se repartían entre la podredumbre, el tabaco, la marihuana, el sudor y un pungente aroma a papel quemado. Había una silla volcada, una cortina en el suelo, botellas de licor rotas, libros y revistas desparramados y enormes manchas sobre las bonitas alfombras. Nada quedaba del sofisticado lugar donde, alguna vez, César y Susana habían jugado a la felicidad.

– ¿Qué ha ocurrido, César?

Su viejo profesor lo miró como si aquélla fuera la pregunta más inesperada de todas. No vestía una de sus lujosas batas de seda sino una camisa larga que alguna vez había sido azul oscura, y pantalones de pana. Estaba en calcetines. De repente se llevó un índice tembloroso a los labios.

– ¡Chist…! No hablemos tan alto… No quiero despertarla…

Rulfo se puso rígido.

– ¿A quién?

– A quién va a ser… -César se había apartado de él y caminaba encorvado por el estropicio del salón-. A Susana.

– ¿Susana está aquí? -Rulfo sentía en la garganta el obstáculo denso del miedo.

– Claro, como siempre. En el cuarto.

Avanzaron como espectros hasta la habitación clausurada donde habían discutido durante su última visita. César cogió el pomo y lo hizo girar. La puerta se abrió milimétricamente descubriendo una franja de luz, la mullida alfombra, el televisor…

Rulfo lo miraba todo completamente tenso, con los puños apretados, esperando ver aparecer en cualquier momento Dios sabía qué. Su corazón se había convertido en un mazo manejado por un loco.

– ¿Susana? -llamó César-. ¿Susana…? Mira quién ha venido…

La puerta se abrió del todo.

No había nadie en la pequeña habitación. César pareció desconcertado.

– Debe de estar… Claro, en el dormitorio… -Entonces se volvió hacia Rulfo y le mostró los dientes-. ¿Por qué tanto interés por ella, Salomón…? ¿Es que sigues follándotela?

Siempre habían existido dos Rulfos, y el primero miraba con malos ojos el impulso irracional del segundo. En aquel momento ocurrió iguaclass="underline" se odió a sí mismo cuando aferró a César de la camisa y lo arrojó sobre el sofá, aquel mueble destellante del que tan orgulloso se sentía su antiguo profesor. César se dejó maltratar como un muñeco de ventrílocuo y, una vez allí, no hizo ningún intento por levantarse. Simplemente, le sonrió con una mueca de dientes devastados.

– No te preocupes… Hace tiempo que me acostumbré a lo vuestro… Además, ella te prefiere a ti… Al querido alumno… Conmigo no tiene ni para empezar…

Decidió no hacerle caso. Se ha vuelto loco. Sin duda, ellas lo han visitado. Debe de tener un verso en el cuerpo. Se encontraba exhausto y empezaba a comprender que aquel estado afectaba sus nervios. Retrocedió tambaleándose y se dejó caer en la moqueta. Ambos hombres jadearon durante un rato.

– César, ayúdame -rogó Rulfo-. Si puedes entenderme, ayúdame. Quiero destruirlas. Por lo que le han hecho a Susana… Por lo que te han hecho a ti…

– No podrás. -Alzó una mano temblorosa-. Olvídalo. No pueden ser destruidas. Son poesía. Morir non puote alcuna fata mai… Las hadas no pueden morir, lo dice Ariosto.

– Déjame que lo intente.

– No, ni se te ocurra. No, no, no. Acabarás como mi abuelo. Disfrutó mucho, el jodido viejo, pero se volvió loco de remate… Debes andarte con cuidado… La poesía no perdona. Tiene garras de milano. ¿Recuerdas a Leticia Milano…? La poesía te aferra y te lleva por los aires hasta que no puedes respirar… Hasta que el oxígeno te incendia los pulmones y el cerebro. Hay que ser… respetuoso.

– ¿Dónde están los archivos que te llevaste de casa de Rauschen?

– Los he leído. Todos.

– He venido para que me hables de eso. ¿Dónde están?

– Aquí. -Se señaló la cabeza.

– Pero el CD, ¿dónde está?

– Destruido. El ordenador también…

– ¿Cómo…?

– ¡Chist…! No grites. No grites, por favor. Me duele la cabeza. Además, vas a despertarla. Susana está arriba. Es increíble lo que me cuenta todas las noches.

Rulfo cerró los ojos, pero en esta ocasión no perdió los estribos. Estaba intentando razonar.

– ¿Susana te habla… por las noches?

– Claro, no te fastidia. A ver si te crees que todo va a ser «follar como chiquillos», como decía Rimbaud… Tiene la piel tan fría que no tendrías que echarle hielo al whisky si lo dejaras un rato entre sus tetas. Pero sigue siendo un placer estar con ella… Es una chica escalofriante… ¡Escalofriante, ésa es la palabra!

Pensó, estremecido, que César podía estar hablando de Baccularia, o quizá de Lamia. O puede que solo fuera una proyección de ellas en su pobre cerebro. Ahora le dolía horriblemente haberlo golpeado.

– ¿Qué es lo que te dice?

– Oh, demasiadas cosas… Me la pone tiesa oírla hablar, diga lo que diga. Pero me ha quitado la poesía. Eso es lo peor. La ha barrido del todo, zas. He quemado mis libros. Bueno, estoy en ello… Selecciono, y arrojo al fuego… Soy Don Quijote y el cura a la vez. Pero no sirve de nada, porque me estoy volviendo poesía. ¿Sabes cómo es…? Una sensación muy rara… Como si tuvieras las ventanas de la cabeza abiertas y los pájaros pudieran atravesarte de aquí a aquí. -Se señaló ambas sienes-. Como un disparo, ¿entiendes…? De modo que… es muy difícil… destruirlas… porque ellas te convierten en lo que son. Lo peor es que rechazar la poesía también es poesía. Bricht das matte Herz noch immer… Pasa igual con el amor. La poesía es la enfermedad del mundo, Salomón, la fiebre de la realidad. Acecha al hombre en una esquina. Vas caminando tan tranquilo un día, y, cuando menos te lo esperas, la poesía salta y… te come.

– César…

– Son trece. Como las trece últimas líneas de un soneto… Los sonetos tienen catorce versos, pero, en la simbología que ellas utilizan, el primer verso carece de número: somos los humanos; y el último, carece de nombre: es la número trece.

– Dime dónde está la número trece.

– En el vacío…

Ahora César parecía medio dormido. Lanzando un grito de frustración, Rulfo se levantó y salió de la habitación sin preocuparse de cerrar la puerta.

El CD. Quizá lo conserve todavía.

Recorrió el salón y advirtió el ordenador portátil de César en el suelo. Tenía la pantalla destrozada y carecía de disco duro. Apartó las pilas de libros a patadas. En la chimenea descubrió una ingente masa de papel carbonizado y restos de hollín en la alfombra. Olía fuertemente a quemado y algunos lugares de la alfombra habían ardido. Fue vagamente consciente del peligro que ello representaba, pero en aquel momento no podía preocuparse por eso. Revolvió entre la hojarasca negra sin encontrar nada. Fue a la cocina y registró en vano la basura, que, curiosamente, se hallaba pulcra, casi vacía: apenas había unas cuantas servilletas de papel arrugadas.

– ¿Sabes que mi abuelo fue un puñetero pederasta? -César seguía hablándole desde el cuarto.

– Sí -dijo Rulfo sin escuchar y salió de la cocina.

El dormitorio.

– En serio, Leticia Milano lo volvió loco proporcionándole niños en París… Te confieso que… ¡Eh! ¿Adónde vas…? ¡Despertarás a Susana…!

Rulfo subía las escaleras en dirección al dormitorio abuhardillado. Era el último lugar que le quedaba por registrar.

Sintió el espantoso hedor a mitad de camino. Era mucho peor que en la planta baja.

– No hagas ruido… Si se despierta, se enfadará… Ya la conoces…

Con una mano tapándose la nariz, empujó la puerta.

La escena le recordó lo ocurrido en casa de Ballesteros la noche previa. Toda la habitación parecía un matadero. La sangre hacía ya mucho tiempo que se había secado en las paredes. Pero, en el suelo, a los pies de la cama, en medio de un mar inmóvil y espeso color rojo oscuro, había algo más. Al pronto no supo qué podía ser. Una bola húmeda, un animal retorcido. Entonces distinguió las líneas de una columna vertebral doblada, unas piernas flexionadas y roídas hasta las rodillas, muñones de brazos, el cabello pajizo sucio y pegado al cráneo y (cuando dio la vuelta alrededor de aquella cosa)

Ouroboros

la boca abierta, fracturada, adosada a una de las piernas,

Es Ouroboros

paralizada por fin.

Había pensado en matar a César antes de irse, pero al final le había faltado valor. No había descubierto ningún verso en su vientre, pero sospechaba que, con su antiguo profesor y amigo, las damas habían hecho gala de una gran sutileza. Lo habían enloquecido, simplemente, haciendo que Susana regresara junto a él.

¿Verdad? De regreso a casa. Una gran sutileza, Saga. Te felicito.

Conducía en medio de luces parpadeantes y húmedas, con toda la rabia de que era capaz el acelerador. Ya solo les quedaba una oportunidad: que Raquel recordase algo importante.

Un coche le bloqueó el paso en un cruce y Rulfo hizo sonar el claxon como una trompeta destrozada. Escuchó insultos pero siguió adelante.

Raquel era la única esperanza que poseían. Pero ¿qué otra cosa iba a recordar que no hubiese recordado ya?

O bien Lidia. Que Lidia volviese a comunicarse con ellos. Pero estaba seguro de que los sueños ya habían finalizado. ¿Acaso sería cierto que otra dama en el coven estaba intentando ayudarles…?