En la tarjeta había una nota manuscrita, seguramente del terapeuta: «Solo dos sesiones. Abandonó la terapia». Abandonaste la terapia porque no habías venido a eso, ¿no es cierto? En realidad, viniste a dejar una filacteria. Visitaste este lugar hace años para dejarme otra pista, como las del abuelo de César o Rauschen. Otra pista. Pero ¿cuál?
Siguió leyendo. Las dos sesiones las había recibido en una única sala: la E 1.
La E 1.
Dejó la ficha en su sitio, cerró el cajón, salió del cuarto y cerró la puerta. Subió las escaleras hasta la planta baja, llegó a la encrucijada y ascendió por el tramo que llevaba a las salas de terapia.
En el rellano de la segunda planta encontró otra sala de espera y otro pasillo. Se introdujo en él. Pero, al llegar al recodo, se paró en seco. Alguien se acercaba apuntándolo con una linterna. Durante unos segundos permaneció conteniendo la respiración, asustado, intentando improvisar alguna excusa creíble. Entonces comprendió que se trataba de un espejo. El espacio en aquel corredor se prolongaba mediante espejos que reflejaban las puertas frente a ellos. En el reflejo de la primera leyó:
13
Se volvió hacia el original, cuya placa ostentaba: E1.
Aquélla era, pues, la habitación número trece.
En ese preciso instante la puerta se abrió con el mismo silencio enigmático que la de los archivos del sótano.
Rulfo la empujó con suavidad y se asomó al oscuro interior. La linterna reveló un diván, una pared con diplomas, una orla universitaria, un escritorio, dos sillas enfrentadas. Por un instante se quedó allí plantado. Algo le impulsaba a detenerse, a no entrar. (Lasciate.) No sabía lo que era, quizá el mismo temor que le había hecho titubear en casa de Lidia, frente al acuario, o en la puerta del almacén abandonado. (Lasciate ogne speranza.)
Luego la sensación pasó. Tomó aire lentamente, entró y se volvió hacia el ángulo que le quedaba por contemplar, oculto tras la puerta. Apuntó hacia allí la linterna y lo que vio casi le hizo soltar un grito. Sentado en una silla, de espaldas, aguardaba un hombre.
El paciente de la habitación número trece.
Ballesteros volvió a mirar el reloj. Iban a dar las doce y media. Hacía ya más de cuatro horas que el Centro Mondragón había cerrado. ¿Cuánto tiempo necesitaría Rulfo para recorrerlo?
Le ha sucedido algo.
Se sentía inquieto. Observó la cómoda del dormitorio, donde se erguían nuevas columnas de libros cuidadosamente seleccionados. La muchacha seguía rastreando en el altillo.
Le ha pasado algo, seguro. Lo han pillado. Quizá debería acercarme por allí, aunque solo fuera…
– ¿Quién puede ser? -dijo ella de repente-. Tiene una colección entera.
Le mostraba un retrato enmarcado donde se veía a Rulfo abrazado a una joven de cabello oscuro, muy atractiva, con prodigiosos ojos verdes.
Ballesteros no la había visto jamás, pero de inmediato supo de quién se trataba.
– Debe de ser su chica… Quiero decir, esa que murió, Beatriz Dagger. ¿Salomón no te ha hablado nunca de ella…? -La muchacha negó con la cabeza. Seguía sacando retratos-. A mí me lo contó. Fue muy triste. Creo recordar que llevaban apenas dos años de relaciones, pero, al parecer, se querían mucho. Entonces ella tuvo un accidente muy estúpido y todo terminó.
Raquel había devuelto la mayoría de los retratos al altillo pero había conservado uno que mostraba únicamente el rostro de la joven. Lo sostuvo entre las manos y lo miró detenidamente, con curiosidad.
La linterna bailoteaba sobre la nuca del hombre. Parecía joven y corpulento, de anchos hombros. Tenía los cabellos negros y bastante largos. Algo en su aspecto, incluso de espaldas, le resultaba familiar, como si lo hubiese visto antes. De lo único que estaba seguro era de que aquél era el tipo con quien había venido a hablar.
Lo más raro de todo era que no parecía haberse percatado de su presencia. Continuaba sentado e inmóvil en la oscuridad. Rulfo dio un paso y se enjugó los labios resecos.
– Oiga, no tiene nada que temer… Solo quiero charlar con…
Entonces el hombre giró en el asiento.
Ballesteros se interrumpió al ver su semblante.
– ¿Qué te ocurre…? ¿Qué pasa…?
Ella miraba el retrato frunciendo el ceño, como si algo de lo que contemplaba la confundiera; luego volvía a su expresión inicial de indiferencia y movía la cabeza en sentido negativo para, instantes después, mostrar de nuevo aquel súbito interés.
– ¿La conoces? -preguntó Ballesteros.
Una alarma saltó por los aires, enloquecida, engullendo el ruido de cristales rotos. Alguien acababa de forzar las puertas de aquel centro psicológico privado, pero no para penetrar sino para salir. El culpable echó a correr desesperadamente bajo la madrugada silenciosa. Sin embargo, un hipotético testigo habría manifestado sus reservas a la hora de afirmar que aquel hombre era un ladrón. Por ejemplo: no llevaba ninguna bolsa con objetos de valor o dinero. O, por ejemplo: su expresión no mostraba la ansiedad esperanzada del ratero que confía en no ser atrapado, sino el horror absoluto de quien sabe que ya ha sido atrapado, vaya donde vaya y corra cuanto corra.
Atrapado.
Para siempre.
– No, no la conozco… Solo me ha parecido que… -Sacudió la cabeza-. No, no es nad…
En ese instante se abrió bruscamente la puerta del dormitorio.
No lo habían oído llegar y ambos se sobresaltaron. El retrato que ella sostenía escapó de sus manos, centelleó a la luz de la lámpara una fracción de segundo, se estrelló contra las baldosas
y el cristal
se quebró
en diagonal.
Una fea rajadura atravesó el rostro sonriente y hermoso de Beatriz Dagger.
Durante largo rato nadie habló. Rulfo enterraba la cara en las manos y no quisieron interrumpirle. Pero el silencio empeoró cuando alzó la mirada y pudieron ver la expresión de su rostro.
– Lidia Garetti estuvo en esa clínica y dejó una filacteria para mí… Estaba escrita bajo el marco de una orla universitaria… Era un verso de Virgilio: Hic locus est partes ubi se via findit in ambas. «Aquí está el lugar donde el camino se bifurca…» El verso me hizo soñar con la clínica, me abrió sus puertas y me produjo una alucinación: vi a un hombre sentado dentro de esa habitación. Era yo. Entonces lo comprendí todo.
Ballesteros pensó que, el día en que murió su esposa, él había tenido en los ojos la misma mirada que ahora advertía en los de Rulfo.
– Pero ¿por qué decírtelo así, de forma tan rebuscada? -indagó. Raquel habló por primera vez.
– Él es el receptáculo. Era necesario enfrentarlo a sí mismo para que terminara sabiéndolo por sus propios medios.
– ¿Y por qué elegir ese lugar precisamente? ¿Por qué una clínica psicológica? ¿Por qué no cualquier otro sitio?
– Beatriz era psicóloga. -La voz de Rulfo era átona, como si procediera de un cuerpo muerto-. Había nacido en Alemania, pero estudió en Madrid… Su fotografía estaba allí, en la orla.
Supuso que Rauschen lo había sospechado de alguna forma y la había seguido desde Alemania. Quizá no conocía su verdadera identidad, pero sabía que estudiaba en algún lugar de España. Casi sonrió ante la diabólica ironía: la dama a la que Rauschen, César y él buscaban era Beatriz, y su receptáculo era él mismo.
– No debes culparte -dijo la muchacha-. La dama sin nombre te eligió y se introdujo con versos en el cuerpo de esa chica. Estaba en sus ojos: eso es lo que creí ver en los retratos… La manipuló, hizo que la conocieras, que te enamoraras, la eliminó y pasó al interior de tu mente mediante ese vínculo emocional… Un escondite perfecto: la llevabas dentro sin saberlo. El amor es el sentimiento que ellas utilizan para inspirar a los poetas, pero la número trece lo usa para alojarse en los seres que elige. Después de algún tiempo te habría abandonado para buscar otro receptáculo.
Rulfo sacudió la cabeza, como si no la hubiese oído.
– Me eligió porque sabía que yo no iba a olvidarla. Ha vivido dentro de mí, a sus anchas, todo este tiempo…
Se dio cuenta, sorprendido, de que el dolor había dejado paso en su interior a una viva sensación de repugnancia, como si percibiera los movimientos de un gran gusano, una tenia enroscada en su cerebro. Contempló de nuevo el retrato roto en el suelo y comprendió que ya no había futuro para él. Pero, al mismo tiempo, observar los hermosos rasgos de Beatriz tras el cristal le hizo experimentar cierto alivio, como si, después de una eternidad de ansiosa espera, pudiese levar anclas y abandonar por fin el pantanoso lugar en el que había permanecido estancado.
Se volvió hacia Raquel. La muchacha aparentaba compadecerlo, pero él sabía que no era así. Es una dama. 0 lo fue hace tiempo. No compadecen a nadie. No tienen sentimientos.
– Es necesario seguir con el plan. ¿Cómo haremos para que salga de mí…?
– Es lo más difícil. Ciertos versos pueden lograrlo, pero tardaré tiempo en encontrarlos y recitarlos adecuadamente.
– ¿Cuánto?
– Para una ajena como yo, recitar un verso apropiadamente es cuestión de suerte. Quizá lo consigamos mañana, quizá dentro de semanas o meses…
– No podemos arriesgarnos. ¿Qué otra forma tenemos de sacarla de mi mente…? -Ella no respondió, pero lo miró con fijeza. Rulfo creyó comprender-. Una vez te oí decir que el receptáculo no podía ser destruido… ¿Significa eso que no puedo morir?