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– No. Significa que, mientras ella esté dentro de ti, procurará que no sufras daño. Por eso te dejaron con vida en la mansión.

– Pero, si, a pesar de todo, alguien lo destruyera…

La muchacha seguía mirándolo.

– Ella saldría. Escaparía. Pero tú morirías y ella buscaría otro lugar.

– Como quemar la madriguera, ¿verdad? -La expresión de Rulfo era extraña-. Como hacerla arder para que la alimaña asome.

– Sí. Pero tú morirías y ella huiría -repitió la muchacha.

– ¿Nada podría retenerla si saliera?

– El agua. En el agua no pueden hacer nada. Eso serviría para contenerla, pero solo por unos cuantos segundos.

– ¿Y después?

– Un círculo pintado en el suelo bastará. Fuera del receptáculo es como un cangrejo ermitaño fuera de la concha. Si logramos llevarla hasta un círculo, retenerla no será tan difícil…

– ¿Y una vez dentro del círculo?

– Le exigiríamos que nos dijera el día que han elegido para destruir la imago y la obligaríamos a que nos entregara un acceso al interior. De esa forma, el coven estará casi indefenso ante nosotros, y solo tendríamos que planear cómo atacarlas.

– Hay que intentarlo. -Rulfo se quitó la chaqueta-. Y creo que podéis hacerlo sin mí -añadió.

Durante un par de segundos, la muchacha y él intercambiaron una última mirada. A él casi le asustó la decisión que veía en aquellos hondos pozos oscuros. Quiere que lo haga. Quiere que intente exactamente lo que estay pensando.

– Dibujad ese círculo en el comedor -dijo entonces.

– Un momento, un momento… -Ballesteros, que había asistido confuso y en silencio a la conversación, se puso en pie de repente-. Si he comprendido bien, vas a «quemar la madriguera…». ¡Espera un momento…! Señor Impulsivo, sé cómo te sientes, pero te diré una cosa: con brujería o sin ella, no eres el primero ni serás el último a quien alguien engaña de un modo u otro. Deja de autocompadecerte de una puñetera vez. Ya has escuchado a Raqueclass="underline" quizá logres hacerla salir, pero tú vas a palmarla. De modo que vuelve a sentarte en esa silla y sigamos pensando en…

– Eugenio -lo interrumpió. Comprendió que no había tiempo para sutilezas. Sabía que Ballesteros no iba a permitirle dar aquel paso, y que toda discusión estaba de más-. Tienes tres hijos, ¿verdad? Ya son mayores, están casados, creo que el mayor está esperando el que será tu primer nieto… La otra noche, las damas evocaron la imagen de tu esposa para amenazarlos… No son simples amenazas. Saga me necesita vivo, al igual que a Raqueclass="underline" a ella, para hacerla hablar; a mí, porque albergo a la dama sin nombre. Terminará eliminándonos, pero quizá no ahora. Sin embargo, tú y tu familia sois completamente prescindibles. Cuando destruya la imago, os barrerá. Y puedo asegurarte que no serás el primero. Será tu hijo mayor. O quizá tu hija. O puede que aguarde a que nazca tu nieto… -El tono de Rulfo era monocorde, como si estuviera enumerando una serie de evidencias irrefutables pero, al mismo tiempo, intrascendentes-. Así que déjame hacer lo que debo. Ocurra lo que ocurra, yo ya estoy muerto. Mi vida ha llegado al final, pero tus hijos siguen vivos y son felices. Piensa en ellos. -Ballesteros seguía inmóvil, como petrificado. Rulfo lo esquivó y se dirigió al baño-. Hay una lata de pintura blanca en la cocina. Avisadme cuando tengáis listo el círculo.

Cerró la puerta.

No tardaron mucho. Apartaron la mesa y las sillas, despejaron un espacio central y trasladaron al dormitorio todos los libros de poesía que Raquel había sacado («No pueden estar cerca de ella», comentó). La muchacha se encargó de dibujar la figura sobre el parquet usando una brocha rígida y vieja.

Ballesteros la contemplaba en silencio intentando no pensar en el hombre que aguardaba en el baño. Escuchaba el runruneo monótono del grifo de la bañera: casi parecía el interminable redoble de un tambor. Sabía que era un cobarde al permitir aquella barbaridad. Todo su ser se rebelaba ante la mera idea de dejar que Rulfo llevara a cabo su propósito, pero no podía hacer nada para remediarlo.

Sus hijos. Aquel cabrón tenía razón. Sus hijos.

Volvió a ver la horrible imagen de Julia burlándose de todo lo que él consideraba sagrado: su dolor, sus recuerdos… En efecto: fueran brujas o no, era preciso hacer algo, devolverles el golpe, acabar con ellas. La furia que sentía le impedía detener a Rulfo, pero jamás había tomado una decisión tan difícil en toda su vida.

La muchacha repasó la línea con una nueva capa. Era importante, le dijo, no dejar resquicios. Luego se levantó y miró a Ballesteros. En sus ojos el médico creyó distinguir la misma ciega desesperación que había advertido en los de Rulfo. De repente comprendió el abismo que lo separaba de ambos: ellos peleaban para morir; él, para seguir vivo. Han perdido lo que más amaban. Ya no les importa lo que suceda. Pero no quieren dejar de dar la última dentellada.

– Dijo que le avisáramos -murmuró ella, y Ballesteros la vio dirigirse hacia el baño.

Se preguntó si aquello sería igual que viajar. Quizá la muerte fuera una especie de migración, como la de las cigüeñas. Miró a su alrededor y le pareció que todo se estaba volviendo sagrado para éclass="underline" la jabonera, los azulejos blancos, la cortina de plástico, el cuadrito de los arlequines, los arabescos de luz en el agua… Las cosas adquirían cierta inmortalidad al tiempo que él perdía la suya.

Era un lugar ridículo para una muerte ridícula, pero supuso que Ballesteros tenía razón cuando le dijo, cierta vez, que ninguna muerte era romántica. Además, consideraba que el escenario -la bañera era una buena forma de justicia recíproca: si ella le había engañado matando su cuerpo allí, él la obligaría a regresar a la vida allí.

Mantenía la muñeca izquierda desnuda contra el picudo acero de la hoja de afeitar que había extraído de su maquinilla. La bañera estaba llena de agua casi hasta el borde y él se había metido con la ropa puesta, encogiendo las piernas en el pequeño espacio. Había encendido un cigarrillo y tenía los ojos empañados, como si su humor acuoso se hubiera vuelto turbio.

Estaba seguro de una cosa: disfrutaría matándola matándose.

Las otras damas, incluyendo a Saga, habían destrozado su presente y su futuro, pero la criatura que había ocupado el cuerpo de Beatriz Dagger y se había infiltrado en su casa durante aquella fiesta (la culpa la tuvo cupido, soy la amiga de una amiga de uno de tus) había hecho trizas su pasado (estás pachucho, vendré enseguida, soy la amiga de una amiga de uno de). Y Rulfo había llegado a una inusitada conclusión: él era únicamente pasado. Nada tenía dentro, nada delante, solo aquello que había tenido. Quizá todos los seres humanos eran iguales. Solo se posee lo que se ha poseído: si te arrebatan eso, dejas de existir. Es eso lo que vas a pagar. Eso es lo que voy a hacerte pagar, si es que puedo.

Apretó los dientes y aproximó la hoja de la cuchilla al lazo azul y pulsátil.

En ese momento, casi como si se tratara de una revelación, cayó en la cuenta de la fecha. Aquel día de noviembre se cumplían cuatro años exactos desde que había visto a Beatriz por primera vez y dos años exactos de su muerte.

Es hora de que te busques una nueva guarida.

Cerró los ojos.

Los ojos de Raquel brillaban en la oscuridad del comedor como piedras preciosas.

– ¿Y ahora? -preguntó Ballesteros.

– Esperaremos un poco e iremos a por ella. Si logramos traerla al círculo, no podrá escapar.

«Ir a por ella» era una expresión que Ballesteros no lograba asimilar. ¿Ir a por quién? ¿Qué o quién se suponía que iba a «aparecer» en aquel cuarto de baño?

– Quizá nos dé alguna sorpresa desagradable -advirtió la muchacha-. Se vuelve muy peligrosa cuando se encuentra indefensa… Intentará escapar, y cuando compruebe que no puede, se enfurecerá… Voy a necesitar tu ayuda.

Ballesteros asintió con un gesto, pero su inquietud aumentó. No le gustaba el hondo silencio que había envuelto todo el apartamento. De repente se le ocurrió algo horrible. ¿Y si se habían equivocado? ¿Y si todo era falso? ¿Y si Rulfo y Raquel habían enloquecido y ahora él iba a ser responsable del suicidio de un perturbado mental? ¿Qué era lo que esperaban ver cuando entraran en ese baño? Casi perdió por completo el control de sus nervios al pensar todo eso. Miró a la muchacha como implorando ayuda.

En ese momento se escucharon golpes recios y una agitación del agua. Raquel se puso en pie de un salto.

– Ya -dijo.

sal

Rulfo supo que se estaba muriendo.

La bañera se había convertido en algo enorme y globoso, como un caucho sometido a la presión creciente de una bomba de aire. Sentado dentro de ella, las manos dadivosas y rojas en actitud de despilfarrar la vida, observaba su propia sombra erguida sobre la sangre: un área de medusa turbia, un tul de bailarina acostada. De improviso aquella sombra se desprendió de la superficie ensangrentada con la inercia silenciosa de un rodaballo en el fondo del mar y penetró en sus ojos. Supo que la muerte era eso: que tu propia sombra penetre en tus ojos.

Pensó en sus padres y hermanas. No creyó que fuera a encontrárselos en otro mundo.