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La joven Jacqueline se encontraba en el interior de una habitación sin ventanas, insonorizada, cubierta de cortinas y alfombras, todo en color bermellón: era su rapsodomo, la cámara de los recitados. Cada dama poseía al menos uno. Su servidumbre no podía penetrar allí, ni siquiera sabían de su existencia. Se hallaba en la zona más aislada de la casa, y varias filacterias escritas en las jambas de la puerta hubiesen impedido la entrada incluso a otras damas.

Estaba desnuda y arrodillada en el centro de aquel reducido espacio, los brazos abiertos en actitud de oración, con el símbolo de Saga, el pequeño espejo de oro, colgando de su delgado cuello. A su alrededor y sobre ella, sobre sus muslos blancos y sobre la alfombra, había sangre. Era suya. Dos clavos largos y gruesos taladraban sus rótulas y Jacqueline se apoyaba sobre sus pequeñas cabezas en terrible equilibrio. Otros dos perforaban sus muñecas atravesándolas de parte a parte y asomando varios centímetros por el otro lado.

No sentía ningún placer. Todo lo contrario: un dolor gélido, devorador, la atenazaba, y se hacía más insoportable cuanto más tiempo permanecía descargando el peso sobre los clavos. Sus labios temblaban, su rostro estaba bañado en sudor; su corazón y su cerebro, embotados de sufrimiento, se hallaban a punto de claudicar. Desde luego, fuera del rapsodomo no se habría atrevido a tanto. Pero allí dentro Jacqueline no era Jacqueline sino la otra. La cosa que habitaba en sus ojos.

Y esa cosa la obligaba, a veces, a realizar actividades muy desagradables.

Pero necesarias, ya lo sabes.

Para recitar versos de poder era preciso, en ocasiones, utilizar algo más que un velo como mordaza, o bailar hasta el agotamiento, o consumir algún tipo de droga. Ella había descubierto que un verso emitido en un instante de terrible dolor podía provocar efectos insospechados. La voz era un instrumento maravilloso: se dejaba tañer por todos los estados de ánimo posibles. No sonaba igual con la fatiga, la alegría, la exaltación o la tristeza. Y no sonaba igual con el dolor más exquisito. Concentrar esa sensación en las palabras era como amplificar por mil o un millón el resultado. Y mutilar a Jacqueline no le importaba en absoluto, ya que, con una filacteria apropiada después de la sesión, no quedaría ni rastro de las heridas que le había infligido.

Ahora estaba preparando el recitado de su Eliot secreto.

Su Eliot iba a resonar como nunca antes en el rapsodomo y en el mundo.

Era abrumador pensar que la naturaleza escucharía palabras que no se habían pronunciado de esa forma jamás. Se encontraba tan nerviosa y entusiasmada por aquel hecho que solo el brutal tormento de sus rodillas y muñecas le impedía perder la concentración. Le estremecía explorar nuevas vías, conocer cosas, ser la primera en crear o destruir. Aquel nuevo Eliot era el último paso que había decidido dar antes de sentirse tranquila del todo.

Porque lo cierto era que continuaba inquieta.

El ritual de la Conjunción Final estaba previsto para la noche siguiente. Tras él, Akelos, la traidora, quedaría por fin destruida. Sería un placer que nadie podría arrebatarle. Ya había arrasado su cuerpo físico, la frágil anatomía de Lidia Garetti, durante horas de incansable goce. Esa noche haría lo mismo con su espíritu. Nadie volvería a saber de Akelos. Nadie volvería a recordarla. Nadie se atrevería a vetar sus decisiones. Nadie la traicionaría jamás.

Pero la telaraña del destino era compleja. Tocabas un hilo y, en el extremo opuesto, otro se movía.

– Después de la Conjunción Final quedaréis tranquila -le había dicho Madoo.

Quizá. Solo quizá.

Aquella madrugada, poco antes de encerrarse en su rapsodomo, se había reunido con sus hermanas de confianza, y en primer lugar con Madoo, en quien confiaba tanto como en ella misma. Madoo no era una dama, pero se convertiría pronto en una cuando apareciera una vacante. Su aspecto era el de una adolescente pelirroja, pero ése era solo su aspecto. Tenía otros muchos aspectos y formas menos agradables. Ella era la joven a quien Rulfo había seguido durante la fiesta la última noche de octubre. Madoo era algo más que los ojos y oídos de Saga, más que su voluntad y sus extravagantes deseos: era su servidora, su amiga, su alma gemela.

La debilidad de Saga era Madoo. Por lo mismo, también era su fuerza.

La nueva Akelos se presentó después. Sus versos no habían logrado concretar la niebla del futuro, le dijo. Todo permanecía incierto. Los dados se encontraban aún en el aire. Pero, por lo demás, las cosas seguían su curso. La número dos vigilaba bien, y nada podía escapar a sus ojos. La número diez había espiado al coven siguiendo sus órdenes y observado el comportamiento de las hermanas, y no había descubierto ninguna traición. Todo estaba preparado para la Conjunción Final, no había nada que temer. Raquel y sus amigos eran simples ajenos indefensos. Las damas pensaban en ellos de la misma forma que un niño pensaría en el juguete mas frágil de todos los que posee. Después de la Conjunción, quedarían eliminados.

Vía libre.

Quizá Madoo tenía razón. Cuando todo pasara, ella volvería a sentir que pisaba suelo firme. Pero había decidido asegurarse con una precaución adicionaclass="underline" el recitado de su Eliot secreto. Ni siquiera había confesado este propósito a Madoo, porque, pese a la confianza y amistad que las unía, sabía que también ella era capaz de traicionarla.

Ya.

Con las manos crispadas, temblando de dolor, a punto de desangrarse, los labios de Jacqueline se separaron y emergió un estridor creciente. Echó la cabeza hacia atrás y los músculos del cuello se engrosaron como si adquirieran vida propia. Los clavos hundidos en los huesos de sus rodillas y muñecas le habían arrancado gritos y lágrimas, y ahora le hicieron brotar el verso desde un espacio recóndito de sus cuerdas vocales. Lo lanzó al aire del rapsodomo, a su mismo techo,

Old timber

en una sola línea verbal quebrada

to new fires

y agónica.

Cuando terminó de pronunciar la última palabra sus ojos quedaron en blanco. Permaneció inmóvil con la boca abierta contemplando algo que nadie hubiese podido contemplar.

No se había equivocado. El efecto había sido instantáneo. Era un panal. Un panal de hielo. Todas las celdillas, los fractales, geométricamente clausurados. El hielo era negro: la luz no penetraba en él.

Estaba contemplando la estructura del coven. La cohesión del grupo, sus vías de acceso. Existían bordes que afilar, extremos que apuntalar mejor, pero nada perturbaba aquella profusa simetría dentro de la cual ella era la Abeja Reina.

Siguió rastreando de un lado a otro, como un sabueso husmeando en el interior de un modelo atómico de plástico o en una holografía de enorme complejidad. Todo era sólido. Ninguna amenaza se cernía sobre aquel armazón, nadie había utilizado versos para cuestionar su posición de dama absoluta.

El motivo de su inquietud había desaparecido por fin.

Aquella que no parpadeaba sonrió tras las facciones agonizantes de Jacqueline.

Manipular un simple verso de poder era más arduo de lo que ella misma había supuesto. La antigua Saga hubiera sabido cómo hacerlo, pero la muchacha solo era un ser humano que poseía los recuerdos de una dama, no sus capacidades. No iba a lograr mucho. Aun así, lo intentaría.

Pidió a los hombres que se marcharan del apartamento durante unas horas: no quería que el verso los lastimara si se daba el caso de que perdía el control sobre él. Rulfo y Ballesteros obedecieron después de cierta vacilación.

Una vez a solas, cerró las puertas del comedor y la ventana de la terraza, y corrió las cortinas. Aquello no era un rapsodomo, pero serviría. Entonces se quitó toda la ropa y se sentó sobre sus talones en la alfombra. Nada podía distraer el recitado: el cuerpo debía volcarse en la emisión correcta de los sonidos.

Se propuso, en primer lugar, metas modestas. Lo recitó varias veces para sentirse cómoda con las palabras. Descubrió su torpeza muy pronto. Probó de nuevo hasta adquirir soltura. Las repitió una y otra vez, haciendo oscilar el cuello de un lado a otro y colocando una mano frente a los labios para tamizar el sonido. Percibió que las palabras tomaban forma dentro de su boca, que eran algo que ella podía usar. Pero se le escapaban, resbalaban, no lograba nada.

Cuando Rulfo y Ballesteros regresaron, la hallaron recostada en el suelo del comedor a oscuras. No estaba desmayada, solo agotada.

– Necesito más tiempo y otro lugar.

– Necesitas descansar -replicó Rulfo.

Pero, por la forma en que ella lo miró, comprendió que no estaba dispuesta a detenerse.

– Llévame a tu casa.

Una hora después la dejaron en el apartamento de Lomontano, donde podía ensayar todo el día sin ser molestada. Repitió los ejercicios hasta que su boca pudo ver las palabras. Luego intentó cogerlas, pronunciarlas de tal modo que fuera como sostenerlas por el mango y hacer que la punta se dirigiera hacia donde ella deseaba.

Las lanzó con cautela, pendiente de la aliteración.

Por fin se creyó preparada para producir un efecto. Fue a la cocina y trajo un pequeño vaso de cristal. Lo dejó sobre la mesa del comedor y se arrodilló. Tras varias repeticiones de prueba, lanzó los versos. No ocurrió nada, aunque se sintió optimista. No había dado en el blanco, pero supo que las palabras habían viajado. Lo intentó de nuevo, pero esa vez no pudo imprimirles energía. Lo volvió a intentar, sin detenerse, más de un centenar de veces, con idéntico resultado, hasta que la fatiga, el dolor de garganta y la desesperación la hicieron desistir.