Se encorvó, arañó el suelo. Sabía que podía conseguirlo, sabía que terminaría consiguiéndolo, pero la frustración que sentía era inmensa, como la del atleta con un historial de medallas olímpicas que comprueba, de repente, que apenas puede caminar.
Rulfo llegó de madrugada. La encontró pálida, sudorosa, los cabellos tachándole la mirada, sin vestigios de ropa. Su aspecto le recordó el de un peligroso depredador.
– Tienes que dejarlo y descansar un poco. Es muy tarde.
– No… -Apenas podía contestar. El dolor de garganta encerraba su voz-. No…
Había decidido concentrarse en algo.
Piensa en él. Piensa en lo que ella le hizo.
– Raquel…
– Vete.
Cuando se quedó sola de nuevo, contempló el pequeño vaso de cristal sobre la mesa.
Piensa en lo que le hizo. En cómo te obligó a verlo.
Luchó por lanzar los versos. Al duodécimo intento, el vaso se desplazó unos centímetros. Solo entonces se vistió y decidió descansar.
El sábado, de madrugada, regresó a Lomontano. Estuvo recitando su pequeño cuchillo durante horas, hasta adaptarse a él. Luego (piensa en) calculó la distancia (lo que le hizo), tomó aire y lo lanzó con fuerza inusitada.
El cristal estalló.
Vía libre, pensó tranquilizada.
Se disponía a cerrar la visión cuando lo vio.
Un diminuto vacío, una ínfima abertura, como el defecto que podía producir un pequeño gusano o el apetito de una termita. Y no provenía de ninguna de las hermanas. Era un acceso desde el exterior. ¿De quién?
Los ojos que no parpadeaban se introdujeron por aquella hendija, aquel túnel levísimo, y miraron a través de eso.
Apenas podía creerlo. Raquel y el receptáculo habían encontrado la forma de hacer salir a la dama número trece y la habían obligado a entregarles un acceso. ¿Cómo lo habían logrado? ¿Solo con los sueños de Akelos? No: esto probaba que Raquel había recobrado algo más que la memoria, lo cual era prácticamente imposible. Ya no cabía duda de que alguien la traicionaba.
Por suerte, lo había averiguado a tiempo.
Recitó otro verso rápido, y, antes de que el cuerpo de Jacqueline falleciera entre espantosos dolores, hizo desaparecer los clavos y cerró las heridas. Luego activó la filacteria del poeta Ovidio que había escrito en su antebrazo izquierdo y no quedó sobre su piel ni dentro de sus órganos vestigio alguno de aquella tortura.
Salió del rapsodomo tal como estaba, vistiendo solo el símbolo de Saga, sin sonreír, los ojos muy abiertos. Con un Neruda muy breve redujo a cenizas a todos los ajenos que en aquel momento trabajaban en la casa y a todos los seres vivos que la rodeaban. No hubo llamas, ni gritos, ni dolor alguno. Simplemente, toda su servidumbre, todos los animales domésticos y las pequeñas criaturas que volaban, caminaban o reptaban sobre su jardín y el interior de su casa quedaron convertidos en un polvo grisáceo y suave. Luego llamó a Madoo.
– Alguien me traiciona -dijo-. El tiempo de la confianza ha terminado.
Recitó a Shakespeare, y Madoo estalló frente a ella como una fruta madura.
Un poco más calmada, se dedicó a pensar qué iba a hacer a continuación.
Raquel y los ajenos ya no eran un asunto banal. Estaban convirtiéndose en una amenaza, pequeña aún, pero preocupante. Era preciso acabar con ellos antes del ritual.
Convocó a las hermanas.
La noche del sábado, Rulfo se reunió con la muchacha en el comedor mientras Ballesteros bajaba al garaje para guardar en el coche todo lo que pensaban llevar. En la expresión de ella apenas había otra cosa que belleza, pero en el fondo de sus ojos Rulfo pudo distinguir algo concreto. Comprendió de qué se trataba. Ahora va armada.
– ¿Sabes adónde debemos ir?
– Ella me dijo que lo sabría. Estoy segura de que podré guiaros en cuanto subamos al coche. La reunión se celebrará fuera de los días de ceremonia, así que no usarán la mansión. Creo que no se alejarán mucho del lugar donde hallaron la figura: será en las afueras de Madrid.
Hubo una pausa.
– ¿Cómo te encuentras? -preguntó Rulfo.
– Voy a intentarlo -fue la respuesta.
No era necesario añadir nada más, y lo sabían. Todas las palabras sobraban, salvo las que ella enfundaba en la boca. Sin embargo, la muchacha agregó:
– Sé lo que estás sufriendo. Pero terminarás olvidando, como yo… El destino siempre es olvidar.
Desde la perspectiva de una dama, quizá eso sea sencillo, pensó Rulfo.
De repente descubrió que era muy difícil orbitar cerca del ecuador de aquel rostro sin posarse sobre él. Aproximó sus labios a los de ella. Se besaron hasta escuchar el silencio.
Entonces él se apartó y la miró: no descubrió en su expresión emoción alguna, salvo la única, la de siempre, la que incendiaba los ojos de ambos. Comprendió que solo les unía aquel deseo de venganza: cuando lo satisficieran, si es que lo hacían, escogerían caminos distintos y no volverían a verse.
– Gracias -dijo ella, inesperadamente.
– ¿Porqué?
– Fuiste tú quien me hizo despertar del todo. Yo era débil, ahora soy fuerte. Te lo debo a ti.
– ¿Crees que lograremos algo?
– Sí. -Ella intentó sonreír-. No se lo esperan. Intentaré dejar a Saga fuera de juego. Si lograra herirla, las otras quedarán muy débiles. Entonces quizá huyan, o quizá podamos dañarlas con armas normales…
Rulfo percibió que la muchacha deseaba darle más esperanzas de las que realmente sentía. Ballesteros los interrumpió.
– Ya estoy listo.
Se miraron entre sí. Hubo un breve silencio.
– Vamos a intentarlo -dijo Rulfo.
XIV. CONJUNCIÓN FINAL
La noche era luminosa y sorprendentemente fría. El hombre que conducía conectó la calefacción. Los otros dos pasajeros no se lo agradecieron: parecían sumidos en densas cavilaciones. Solo de vez en cuando la muchacha musitaba algo relacionado con la dirección a seguir. No podía anticiparla: iba conociéndola conforme el automóvil se desplazaba por la ciudad.
Enfilaron la carretera de Burgos. Tomaron una desviación, luego otra menos notoria. Llegaron a un cruce y optaron por una de las vías secundarias. Recorrieron una explanada de campo despejado. Media hora de soledad después apenas perturbada por el paso de otros vehículos, la muchacha señaló una masa de oscuridad y árboles a la izquierda, a medio camino entre dos pueblos. Aparcaron en la cuneta, junto a una señal de prohibido adelantar, bajaron del coche y el hombre de cabellos blancos sacó algunos objetos del maletero.
Se introdujeron en un bosque de troncos delgados. Las ramas agrietaban el círculo helado de la luna y los murciélagos bordaban el aire con sus alas puntiagudas. Tras varios minutos de caminata silenciosa llegaron a un claro entre campos de cultivo. Más allá, sobre un cadalso de monte, destacaban pequeñas luces, quizá un caserío.
– Aparecerán ahí -dijo la muchacha sin vacilación. Y señaló el claro.
Ballesteros volvió a asegurarse por tercera o cuarta vez de que la escopeta estaba cargada y los cartuchos de repuesto a su disposición. El metal, muy frío, casi helado, le hizo lamentar no haber tomado la precaución de coger un par de guantes. Sonrió al pensarlo.
Dentro de poco el frío habrá dejado de importarte.
Era consciente del miedo que sentía, de lo mucho que todavía apreciaba aquella existencia tan amarga y, no obstante, tan insustituible. Se encontraba sentado en la tierra y apoyado de espaldas a un tronco. Durante la tensa espera se imaginaba contemplándose a sí mismo en aquella posición, con la escopeta sobre los pantalones de pana, y le resultaba imposible determinar qué estaba haciendo allí, cómo había ido a parar a aquel sitio en medio del campo y qué era lo que en realidad aguardaba.
La muchacha, a su derecha, agazapada tras un matorral, charlaba en voz baja con Rulfo. ¿De qué? Imagos y rituales. Apenas entendía media palabra de la conversación. Este asunto nos atañe a nosotros, no a ti, le había dicho Rulfo días antes. De repente le acometió un acceso de pánico. Sintió la tentación de salir huyendo. «Ahí os quedáis», quiso gritarles. «Tú lo has dicho, no es cosa mía.»
Pero claro que es cosa tuya. Por supuesto que sí.
Descifró los signos de su reloj. Cinco minutos para las doce. Un búho preguntaba algo con insistencia en algún lugar. Ballesteros se esforzó por entenderlo.
Claro que es cosa tuya.
Pensó en sus pacientes. Pensó en sus hijos. Recordó a Julia. Todas las noches dedicaba unos minutos a recordarla, y aquélla no iba a ser una excepción. Supuso que quizá estaba a punto de reunirse con ella, y que, posiblemente, eso era lo que había venido a hacer allí. Sin embargo -se preguntó-, ¿dónde encajaba el cielo o el paraíso en un mundo dominado por el azar de los versos? ¿Dónde encaja Dios, Julia? ¿Tú ya lo sabes?
Su fe se había convertido en un punto remoto y luminoso, como las estrellas que contemplaba. Apretó el arma contra el pecho, confiando tan solo en que sabría hacer bien las cosas, en que haría todo lo que debiera. Y si algo se torcía… Bueno, estaba completamente seguro de que volvería a reunirse con Julia, dondequiera que ella se encontrase.