Nada más cruzar las puertas correderas de cristal flanqueadas por dos pequeños abetos se quedó inmóvil contemplando el vestíbulo. Un instante después se acercó a la recepción poseído por una viva sensación de inquietud. «Centro Mondragón», se leía en la placa sujeta con un imperdible en la blusa de la recepcionista. Dio su nombre y la chica tecleó en el ordenador.
– Tiene cita con la doctora Jiménez Pazo en la primera planta. Sala E1.
Se disponía a agradecerle la información, pero, de improviso, volvió a quedar paralizado.
– ¿Qué sala ha dicho?
Ella se lo repitió. Si la expresión del hombre le extrañó, no dio muestras de ello. Sin duda pensaba que era precisamente la gente extraña la que acudía a sitios así.
Avanzó por el pasillo como en un sueño. No sabía lo que le ocurría, se encontraba muy nervioso, las palmas de las manos le sudaban. Se tranquilizó un poco cuando subió en el ascensor, pero al llegar a la primera planta volvió a detenerse ante la fila de espejos que decoraban el corredor. La puerta E1 se reflejaba en el primero. Llamó suavemente con los nudillos y una voz lo invitó a pasar.
La doctora Sofía Jiménez estaba sentada tras el escritorio. Era una mujer de rostro alegre y ojos brillantes. Pero cuando Rulfo se sentó frente a ella no la miró: clavó la vista en la pared que tenía detrás, como buscando algo.
– Perdone, ¿han quitado… una orla de esa pared?
La psicóloga enarcó una ceja. De todas las formas sorprendentes que sus pacientes tenían de comenzar una terapia, la de aquel sujeto, sin duda, se llevaba el premio.
– ¿Una orla?
– Sí… Algo así… Un diploma o…
– ¿Ha estado antes aquí?
Rulfo se quedó callado. Luego dijo:
– No. Me habré confundido.
– Podría ser, perfectamente -le ayudó ella, sonriendo-. Yo soy nueva. Hace un mes esta consulta estaba ocupada por otro compañero. Tenía, por supuesto, sus propios diplomas en la pared. Por eso se lo he preguntado.
Rulfo asintió. Comenzó la terapia.
Pronto descubrió que le agradaba aquella mujer. No era bella, no tenía una mirada profunda o especialmente hermosa, pero era una extraordinaria conversadora, su sonrisa iluminaba todo su rostro y sus respuestas eran atinadas e inteligentes. Sin embargo, a él le gustaba, sobre todo, su sonrisa. A veces le daba la impresión de que contestaba agudezas solo por verla fabricar una vez más aquel gesto.
– Es usted un hombre muy silencioso -la oyó sentenciar durante la segunda sesión.
– Todos lo somos por dentro -replicó.
– Pero, por fuera, pocos lo son como usted.
Rulfo no quiso responder a eso. Se le había ocurrido pensar que en el interior de los cuerpos no había luz y apenas sonido: solo los latidos del corazón. Las palabras, sin embargo, no venían del cuerpo. Las palabras provenían de regiones remotas y visitaban la mente de los hombres.
Y en aquel momento, palabras e imágenes nuevas lo estaban visitando.
Pero no quiso decírselo.
Otra de sus costumbres era dar un paseo hasta el ambulatorio de Chamberí y esperar a que el doctor Ballesteros terminara su consulta. Al principio, esto lo hacía un par de tardes por semana; luego limitó sus visitas a una cada mes o dos meses. Pero siempre era bien recibido. El médico y él se marchaban juntos, se sentaban en alguna cafetería a beber cualquier cosa menos alcohol y charlaban. A Ballesteros le agradaba aquel joven reservado y culto de mirada oscura. Eran amigos desde que Rulfo se había presentado por primera vez en su consulta, a mediados de octubre del año anterior, a causa de unas extrañas pesadillas que ya no habían vuelto a repetirse, de lo cual Ballesteros se congratulaba.
Aquella tarde, Ballesteros le mostró las fotografías de su primera nieta. Tenía en el rostro la sonrisa orgullosa del abuelo debutante, era un hombre repleto de felicidad y quería compartirla con Rulfo. Tras celebrar la belleza de la pequeña, Rulfo dijo:
– Mi hermana me está pagando unas sesiones de terapia psicológica en un centro privado. Dice que me encuentra deprimido.
– Ha hecho bien. ¿Y cómo te va?
– Me siento mucho mejor. He asumido ya lo de Beatriz.
El médico enarcó las blancas cejas en un gesto de admiración. Pocas veces su amigo había logrado mencionar el nombre de aquella chica sin echarse a llorar. Interpretó el paso como un elemento de mejoría.
– Eso es estupendo -dijo.
– Pero hay algo mas. -Rulfo lo miraba con fijeza-. Asistir a esa clínica me ha hecho recordar cosas… Datos olvidados. No me mires así, no estoy loco. Me he encontrado con una especie de cabo suelto, he tirado de él y ahora lo sé todo…-De repente se acodó sobre la mesa del café y habló en otro tono-. Eugenio, ¿recuerdas las pesadillas que tuviste en noviembre pasado? ¿Esas que me contabas…?
Ballesteros frunció el ceño.
– Lo único que tuve en noviembre pasado fueron unas jaquecas muy fuertes. Pero ya estoy bien, y lo sabes.
– Pero también unas pesadillas… Soñabas con un bosque lleno de sangre, unos ojos brillantes, una niña rubia que vivía bajo tu cama…
– Ah, ya -Ballesteros se echó a reír-. Eran sueños referidos a Julia. Pero se terminaron. Yo también he empezado a asumir lo mío.
No parecía ser ésa la respuesta que su amigo esperaba. Se inclinó más hacia él.
– ¿No recuerdas a una chica de pelo negro y largo, muy hermosa…? Oh, bueno, ya sé que no. -Hizo un gesto, interrumpiendo la réplica de Ballesteros-. Yo tampoco recordaba nada hasta hace unos días. ¿Sabes lo que creo…? -Titubeó como si no se atreviera a añadir nada más. Pero dijo-: Creo que nos borró la memoria. Por completo. Y lo hizo para salvarnos.
– ¿A quién te refieres?
– Era lógico. No podíamos seguir vivos sabiendo todo lo que sabíamos, pero no quiso matarnos. Te hizo revivir, curó nuestras heridas, borró todos los rastros de lo sucedido, incluyendo nuestros recuerdos…
Los ojos grises del médico estaban abiertos como platos.
– Salomón, ¿estás seguro de que esa terapia ala que vas es efectiva?
Rulfo no contestó. La imagen de ella inclinándose sobre Ballesteros y luego sobre él, para después alejarse en dirección al grupo, era lo último que su mente albergaba al despertar en su propio dormitorio aquel domingo de noviembre del año anterior. Siempre había creído que se había tratado de un sueño, pero ahora estaba casi seguro de que todo había sido muy reaclass="underline" las damas, la tragedia de César y Susana, la verdad sobre Beatriz Dagger… Casi seguro. Aunque, para seguir con vida, tenga que continuar creyendo que lo he soñado, pensó.
Y con idéntica certidumbre supo, contemplando el asombrado semblante de su amigo, que ellas ya no los molestarían jamás, por que habían dejado de importarles. Habían importado mientras formaban parte del plan, de las palabras, del verso. Pero ya eran simples personas. Y seguían viviendo.
Se preguntó vagamente si también ella sería feliz, y deseó que así fuera. Ahora que volvía a liderar el grupo, quizá había encontrado el lugar eterno que le correspondía. Incluso era probable que la antigua Akelos hubiese regresado también. En cuanto a su hijo… ¿Qué le había dicho ella aquella noche, antes de que viajaran al bosque? «El destino siempre es olvidar.» Tenía razón, y ahora lo comprendía. La vida, la verdadera vida, se encontraba en el presente, capturada en una polaroid sobre la mesa, con sus grandes ojos abiertos al mundo. La primera nieta de Eugenio Ballesteros.
– No te preocupes. -Sonrió-. Estoy bien, Eugenio. Y todo ha terminado.
Su amigo le miró en un silencio breve, íntimo y afectuoso como un abrazo.
– Me alegro, fuera lo que fuese -dijo por fin.
La compañía de Sofía Jiménez le agradaba cada vez más. Y era evidente que el sentimiento era recíproco. Un día, ella le habló con franqueza: era divorciada, no pretendía emprender una nueva relación de amores y fracasos mutuos. Solo deseaba mucha amistad, un poco de pasión, inmensa comprensión. Era justo lo que Rulfo quería, y así se lo dijo. Siguieron viéndose, y a ella le hizo feliz, especialmente, un detalle.
– Aún no me has dedicado ningún poema. Y eso que dices que eres poeta. Pero no creas que te lo reprocho: me agrada. Lo contrario hubiera sido una inmadurez.
A partir de ese momento empezó a darle vueltas al tema Una tarde soleada, recién entrada la primavera, abrió un cuaderno y se enfrentó a la página en blanco. Le invadió una sensación familiar. Cogió un lápiz. Supo que aquél sería, sin duda, su último poema. Ya sentía llegar el silencio, el silencio de cuerpo de nube y colores de sueño. Pensó que quizá viviera muchos años más. Incluso era posible que llegara a ser tan feliz como Ballesteros lo era con sus hijos, pero ya nadie le arrebataría aquel hondo silencio del cuerpo.
Amado silencio.
Empezó a escribir.
De repente se detuvo. Le ocurría algo.
Comprendió que carecía por completo de inspiración. Las Musas me han abandonado. Del todo. Constatar aquella ausencia casi le hizo reír. Sin embargo, siguió escribiendo.