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Vete ahora mismo.

Pero el temor obraba en ella un efecto extraño: la impulsaba a continuar.

Recorrió la antecámara hasta el fondo. Tras un recodo distinguió un angosto pasillo. Se adentró por él.

una luz tenue

Era un lugar silencioso y oscuro. Una ceguera y una tumba. Rulfo buscó algún tipo de interruptor en vano. Entonces hurgó en el bolsillo hasta encontrar el encendedor y alzó la pequeña llama.

La habitación carecía de ventanas u otras salidas y se hallaba completamente forrada de tela: las paredes eran cortinas y el suelo y el techo (bastante bajo) suaves alfombras. Todo era de color azul y no había ningún mueble ni objeto. Una cámara con personalidad de gato. Un lugar de piel adolescente. Pisarlo era desear estar descalzo. Rulfo pensó que solo la desnudez había hollado aquel espacio. ¿Para qué te servía esto, Lidia? ¿Qué hacías aquí? ¿Por qué no hay luces?

una luz tenue, un resplandor

Al fondo del pasillo halló unas escaleras que subían. Se volvió para ver si el hombre la seguía y comprobó que estaba sola. Pero no quiso llamarlo. Ningún hombre le inspiraba confianza. No los odiaba, pero tampoco había amado a ninguno aunque lo fingiese: solo lograba aceptarlos con resignación.

Subió las escaleras. Los peldaños rechinaron bajo sus botas. Ya advertía el rellano. Una puerta cerrada, seguramente un desván.

Y algo más.

una luz tenue, un resplandor filtrándose

Rulfo salió de la extraña habitación y del dormitorio y se dio cuenta de que Raquel había desaparecido. Se disponía a llamarla cuando, de repente, quedó paralizado frente a las fotografías enmarcadas de la antecámara.

Una luz tenue, un resplandor filtrándose bajo la puerta.

Tengo que llamarlo. Ahora sí tengo que avisarle.

De pronto, con un suavísimo clic, la puerta se abrió.

Era un daguerrotipo pequeño, muy antiguo, de color sepia, enmarcado en plata. Mostraba a un hombre junto a una mujer en un paisaje de playa. La mujer llevaba en el pecho el mismo medallón en forma de araña. No reconoció a ninguno de los dos, pero, de alguna forma, supo que aquella fotografía, precisamente aquélla, era el origen de la inquietud que experimentaba en la antecámara.

Le dio la vuelta al retrato. En la parte posterior del marco, en una esquina, alguien había escrito, en suave tinta azuclass="underline" Per amica silentia lunae. Las palabras le resultaban conocidas. Eneida. Virgilio. Sin detenerse a pensarlo, obedeciendo a un impulso, guardó el retrato en el bolsillo de la chaqueta.

Entonces escuchó la voz de Raquel. Ella lo guió. Encontró las escaleras enseguida. Conforme las subía, el resplandor se hacía más intenso. El rellano daba paso a una especie de desván con cosas arrumbadas. La extraña luz lo subrayaba todo: cada moldura, cada baldosa; creaba sombras y fantasmas. Se asomó y vio a la muchacha de pie mirando hacia abajo. La luz verde, en aquel punto casi cegadora, aureolaba sus perfectos rasgos.

Procedía del acuario rectangular que había a sus pies.

– ¿Cómo lo encontraste?

Ella se lo contó: la franja de luz verde bajo la puerta y la forma en que ésta se había abierto.

El acuario medía casi un metro de largo. Sus paredes no eran de vidrio sino de algún tipo de material plástico. La tapa, de color negro, llevaba adosadas las luces de los tubos fluorescentes verdes, y una placa metálica en la base mostraba el nombre de las criaturas que, sin duda, habían hecho oscilar sus sinuosos cuerpos en el interior: Gurami besado, Otocynclo, Betta siam, Gurami perla… Sin embargo, el agua ya no albergaba peces vivos, solo un repugnante amasijo de órganos descompuestos, un cementerio grumoso que cubría toda la superficie. La luz verde otorgaba a tal podredumbre un aspecto aún más desolador. Sobre la grava persistían dos adornos, dos castillos de Neptuno, uno blanco y otro negro.

– Mira el cable -señaló Rulfo.

Sobresalía de la parte posterior y terminaba en un enchufe sin conexión con la corriente. ¿Cómo funcionaban aquellas luces? Quizá sea una batería, pensó, sin creer él mismo en aquella explicación. Apoyó las manos en los costados del objeto e intentó levantarlo: pesaba considerablemente. ¿Quién lo había llevado al desván y por qué? ¿Lo había descubierto la policía? Y, en tal caso, ¿se hallaba encendido entonces?

Era un acuario olvidado y muerto, pero sus luces brillaban sin necesidad de electricidad. Y, de creer a Raquel, la puerta del desván se había abierto en el momento en que ella llegaba al rellano, igual que la puerta metálica de la parcela.

Cosas extrañas, doctor Ballesteros.

Se preguntó qué debían hacer ahora, por qué era tan importante aquel adorno en sus sueños, por qué Lidia Garetti (o quienquiera que fuese) lo mencionaba una y otra vez.

– Quizá debemos vaciarlo -sugirió la muchacha, como si le hubiera leído el pensamiento.

– Quizá.

Rulfo titubeaba. No le agradaban los enigmas. Siempre había actuado más por impulso que por deducción. Decidió, sin embargo, no apresurarse. Se agachó hasta rozar el suelo con la mejilla y observó la grava, los adornos, la corrompida materia de la superficie. Nada le llamaba especialmente la atención. Ambos castillos eran idénticos. Los puentes levadizos se hallaban descendidos y era posible observar el interior a través de las aberturas en arco.

De repente se incorporó.

– Dentro del castillo negro hay algo. Puede ser un pez muerto, pero voy a comprobarlo.

Se quitó la chaqueta y se remangó el brazo hasta el codo. Luego levantó la tapa preguntándose si las luces se apagarían. Pero no lo hicieron. Casi de forma simultánea, el golpe de hedor alcanzó su olfato. Apartó la cara haciendo una mueca mientras Raquel se cubría el rostro con las manos. Respirando por la boca, Rulfo dejó la tapa con las luces aún encendidas en el suelo y hundió los dedos en aquella materia viscosa, apartando cadáveres de peces. Tanteó dentro del adorno.

– Ya lo toco.

Era una especie de objeto de tela, pero se le escapaba, resbalaba hacia el fondo, fuera de su alcance. Intentó hacer presión para levantar el castillo, pero parecía clavado al suelo de grava. Y el estomagante hedor le impedía reunir la paciencia necesaria.

– Cuesta sacarlo.

– Pruebo yo.

Retiró el brazo chorreante de agua y Raquel sumergió el suyo sin quitarse la cazadora. Su mano descendió a las profundidades como un esbelto pez blanco y los dedos se introdujeron en la abertura.

En ese momento Rulfo sintió algo. No supo determinar el origen, ni siquiera el significado de aquella sensación, pero comprendió que no era muy distinta de la que había percibido al entrar en la casa: el instante del paso irrevocable, definitivo, sin retorno. Sin embargo, esta vez, mientras veía la mano de la muchacha atrapada en el interior del castillo negro, la convicción fue tan intensa que le acobardó. Experimentó la urgencia de decírselo, de pedirle que retrocediera,

oscuridad

que dejara las cosas (esas cosas extrañas) como estaban, que no descendieran más. Pero, mientras lo pensaba, la mano emergió.

oscuridad. frío

– Ya lo tengo -dijo Raquel.

oscuridad. frío. torbellino

Y las luces de la tapa se apagaron.

Oscuridad. Frío. Torbellino.

Un monstruo movedizo y anubado recorría los caminos de la noche. Se había desatado una tormenta espectacular, de las que dejan a su paso una riada de víctimas, aleros desplomados y esquelas. Aún no llovía ni estallaban relámpagos, pero un poderoso ventarrón cruzaba el jardín torciendo ramas de árboles y preludiando el temporal que se avecinaba. Corrieron hacia la puerta metálica mientras un grito de hojas muertas con aliento a tierra húmeda los empujaba. Ya en la calle, Rulfo sacó las llaves del coche y se guarecieron en el interior.

Fue entonces cuando Raquel abrió su mano derecha, húmeda, y pudieron contemplar aquel objeto.

El apartamento se encontraba en los bajos de un patio sucio y envejecido. Estacionaron en la acera y cruzaron el deprimente solar bajo la lluvia sorteando los charcos. Ella no tenía coche y había aceptado que él la llevara a su casa, pero con cierta silenciosa incomodidad, y Rulfo creía ahora comprender por qué. La muchacha vivía en un barrio lleno de vetustos y diminutos pisos que, sin duda, servían para hospedar a familias enteras de inmigrantes. Una simple puerta de madera y una llave eran lo único que los separaba del interior. El interruptor solo produjo sonido.

– No hay luz -dijo ella-. A veces no hay.

No ponía un énfasis especial al mencionar aquello, como si vivir allí no le pareciese otra cosa que una obligación, molesta pero ineludible. Tampoco protestó cuando él hizo amago de entrar detrás.

Rulfo se encontró a oscuras en un lugar que olía a cueva. Escuchó los pasos de la muchacha y, poco después, una luz cansina, desigual, como si fuera líquida, procedente de una habitación a su derecha, le entregó la triste visión de unas paredes rotas, baldosas hundidas, sillas de patas metálicas, un viejo tresillo y una mesa pequeña y rectangular con un cenicero lleno de mondaduras de naranja. La luz provenía de una lámpara de camping con las baterías agonizantes. Lenguas de moho lamían las paredes. Una ventana al fondo, con la mitad del cristal cubierta por una tela estampada, dejaba oír un vuelo de estorninos enloquecidos. Casi hacía más frío que en el exterior.