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– De acuerdo, Nicolas, añade una tienda a éste -dijo tío Léon.

– Por supuesto, monseigneur. ¿Querría monseigneur un dibujo especial en la tienda?

– Un escudo de armas.

– Eso no hace falta decirlo, monseigneur. Pero estaba pensando más en una divisa para una batalla. Algo para indicar que se trata de una batalla por amor.

– No sé nada de amor -gruñó papá-. ¿Qué se os ocurre? Sospecho que os resulta mucho más familiar.

Tuve una idea y di unos golpes a Nicolas en la pierna. Un momento después uno de los dibujos cayó al suelo.

– Perdonad mi torpeza, monseigneur. -Nicolas se agachó para recuperar el dibujo. Me incliné y le susurré al oído: «C'est mon seul désir». Luego le mordí.

Nicolas se puso en pie.

– ¿Le sangra el oído? -preguntó papá.

– Pardon, monseigneur. Me he golpeado contra una pata de la mesa. Pero he tenido una idea. ¿Qué os parece «Á mon seul désir»? Significa…

– Eso servirá -le interrumpió papá. Conocía el tono y quería decir que la reunión se había prolongado más de lo necesario-. Mostradle los cambios a Léon y dos semanas después del Primero de Mayo traed aquí las pinturas terminadas. No más tarde, porque salimos para el château d'Arcy hacia el día de la Ascensión.

– Sí, monseigneur.

Las piernas de papá se alejaron de la mesa.

– Léon, venid conmigo: hay cosas de las que tenemos que hablar. Podéis acompañarme hasta la Conciergerie.

La túnica de Léon se balanceó al empezar a moverse, pero luego se detuvo.

– Quizá deberíamos quedarnos aquí, monseigneur. Más cómodo para hablar de negocios. Y Nicolas se marchaba ya, ¿no es así, Nicolas?

– Sí, por supuesto, tan pronto como recoja los dibujos, monseigneur.

– No, tengo prisa. Venid conmigo.

Papá salió de la habitación.

Tío Léon vaciló aún. No quería dejarme sola con Nicolas.

– Marchaos -susurré.

Así lo hizo.

En lugar de salir de debajo de la mesa me quedé allí de rodillas. Al cabo de un momento, Nicolas se reunió conmigo. Nos miramos.

– Bonjour, mademoiselle -dijo.

Sonreí. No era en absoluto la clase de hombre que mis padres querían para mí. Me alegré de que así fuera.

– ¿No me vas a besar, entonces?

Me había derribado y estaba encima de mí antes de darme cuenta. Muy pronto me había metido la lengua en la boca y me apretaba los pechos con las manos. Fue muy extraño. Había soñado con aquel momento desde que lo conocí, pero ahora que tenía su cuerpo encima, el bulto que se me clavaba en el vientre, la lengua húmeda en el oído, me sorprendía que todo fuera tan diferente de lo que había soñado.

A una parte de mí le gustaba, quería que el bulto empujara todavía con más fuerza y sin tantas capas de ropa. Quería tocarlo entero con las manos: apretarle el trasero y abarcar aquella espalda tan ancha. Mi boca encontró la suya como si estuviera mordiendo un higo.

Pero también fue una sorpresa encontrarme en la boca otra lengua, húmeda, que empujaba la mía, sentir tanto peso encima que me dejaba sin aliento, notar cómo las manos de Nicolas me tocaban partes que ningún varón había tocado nunca. Y tampoco esperaba pensar tanto cuando un hombre estuviera conmigo. Con Nicolas encontré palabras para acompañar a todo lo que sucedía. «¿Por qué hace esto? ¡Qué húmeda su lengua en mi oído!», «Su cinturón se me clava en el costado» y «¿Me gusta lo que hace ahora?».

También pensaba en mi padre: en estar debajo de la mesa de su habitación y en el valor que concedía a mi doncellez. ¿Podía de verdad tirarla por la borda en un momento, como había hecho, por ejemplo, Marie-Céleste? Quizá fue aquello, más que ninguna otra cosa, lo que me impidió disfrutar de verdad.

– ¿Está bien esto que hacemos? -susurré cuando Nicolas había empezado a morderme los pechos a través de la tela del vestido.

– Lo sé, estamos locos. Pero quizá no tengamos otra oportunidad -Nicolas empezó a tirarme de la falda-. Nunca te dejan sola, jamás van a dejar sola a la hija de Jean le Viste con un simple pintor -me levantó la falda y la enagua y subió con la mano muslo arriba-. Esto, preciosa, esto es mon seul désir -al decir aquello me tocó el himen y la oleada de placer que sentí fue tan intensa que me dispuse a entregárselo.

– ¡Claude!

Miré detrás de mí y vi el rostro de Béatrice, cabeza abajo, que nos miraba con indignación.

Nicolas sacó la mano de debajo de mi falda, pero no se retiró al instante. Aquello me gustó. Miró a Béatrice y luego me besó con fruición antes de sentarse despacio sobre las rodillas.

– Por esto -dijo Béatrice-, de verdad que me casaré con vos, Nicolas des Innocents. ¡Juro que lo haré!

Geneviéve de Nanterre

Béatrice me dijo que había dejado de llenar el corpiño de mis vestidos.

– O coméis más, madame, o tendremos que llamar al sastre.

– Manda a por el sastre.

No era la respuesta que quería, y se me quedó mirando con sus grandes ojos perrunos de color castaño hasta que me volví y me puse a juguetear con el rosario. Mi madre hizo lo mismo -aunque sus ojos sean más sagaces que los de Béatrice- cuando fui a verla a Nanterre con las niñas. Le dije que Claude no venía a causa de un dolor de estómago que también me molestaba a mí. No me creyó, como tampoco yo había creído a Claude cuando me dio aquella excusa. Quizá sea siempre así: las hijas mienten a las madres y las madres se lo permiten.

Más bien me alegré de que Claude no viniera con nosotras, aunque sus hermanas insistieron mucho. Mi hija mayor y yo somos como dos gatos enfrentados, la piel siempre erizada. Está enfadada conmigo, y las miradas que me lanza de reojo son siempre críticas. Sé que se compara conmigo y que llega a la conclusión de que no quiere ser como yo.

Tampoco yo quiero que lo sea.

Fui a ver al padre Hugo cuando volví de Nanterre. Al sentarme en un banco a su lado, dijo:

– Vraiment, mon enfant, no puedes haber pecado tanto en tres días como para tener que confesarte otra vez -aunque sus palabras fueran amables, el tono era agrio. A decir verdad, se desespera conmigo como yo me desespero conmigo misma.

Repetí las palabras que había utilizado días antes, sin dejar de mirar al banco, lleno de arañazos, que teníamos delante.

– Mi único deseo es retirarme al convento de Chelles -dije-. Mon seul désir. Mi abuela profesó antes de morir, y mi madre, sin duda alguna, lo hará también.

– No estás al borde de la muerte, mon enfant. Ni tampoco tu marido. Tu abuela se había quedado viuda cuando tomó el velo.

– ¿Creéis que mi fe no es lo bastante fuerte? ¿Tendré que probároslo?

– No es de la fortaleza de tu fe de lo que hablamos aquí, sino de tu deseo de librarte de la vida que ahora llevas. Eso es lo que me preocupa. Estoy convencido de tu fe, pero necesitas querer entregarte a Jesús…

– Pero ¡si es eso lo que quiero!

– …entregarte a Jesús sin pensar en ti misma ni en tu vida en el mundo. La vida religiosa no debe ser una manera de escapar a una existencia que tanto te desagrada…

– ¡Una vida que detesto! -me mordí la lengua.

El padre Hugo esperó un momento y luego dijo:

– Con frecuencia las mejores monjas son aquellas que han sido felices fuera del convento y siguen siéndolo dentro.

Callé, la cabeza inclinada. Sabía ya que había sido una equivocación hablar así. Tendría que haberme mostrado más paciente: esperar meses, un año, dos, para plantar la simiente en el padre Hugo, suavizarlo, lograr que le pareciese bien. Lo que había hecho, en cambio, era hablarle de manera brusca y con desesperación. Por supuesto, el padre Hugo no decidía quién entraba en Chelles: sólo la abadesa Catherine de Ligniéres tiene ese poder. Pero necesitaría el consentimiento de mi esposo para hacerme monja, y tendría que conseguir el apoyo de hombres poderosos que argumentaran en mi favor. El padre Hugo era uno de ellos.