Me sorprendió que hubiera venido. Llevo treinta años en este oficio y nunca he encontrado un artista que venga desde París para verme. No hace ninguna falta: sólo necesito sus dibujos y un buen cartonista como Philippe de la Tour para ampliarlos. Los artistas no le sirven de nada a un lissier.
León no me había anunciado que fuera a traer consigo al tal Nicolas des Innocents, y además llegaron antes de lo esperado. Estábamos todos en el taller, preparándonos para cortar el tapiz que acabábamos de terminar. Ya había retirado el cartón que se coloca debajo del tapiz y lo estaba enrollando para guardarlo con otros diseños de mi propiedad. Georges le Jeune retiraba el último de los carretes. Luc barría el trozo de suelo donde íbamos a colocar el tapiz cuando lo separásemos del telar. Christine y Aliénor cosían, para cerrarlas, las últimas aberturas entre colores. Philippe de la Tour volvía a enhebrar la aguja de Aliénor cada vez que mi hija la dejaba caer, y le buscaba en el tapiz más ranuras que cerrar. No se le necesitaba en el taller, pero sabía que era el día del corte y encontraba razones para quedarse.
Cuando León le Vieux apareció en una de las ventanas que dan a la calle, mi mujer y yo nos levantamos de un salto y Christine corrió a abrirle la puerta. Nos sorprendió descubrir que lo acompañaba un desconocido, pero una vez que Léon presentó a Nicolas como el artista que había hecho los dibujos para los nuevos tapices, asentí con la cabeza y dije:
– Sed bienvenidos, caballeros. Mi esposa traerá alimentos y bebida.
Christine se apresuró a cruzar la puerta que unía el taller con la casa, situada detrás. Tenemos dos casas unidas, una donde comemos y dormimos, y otra que nos sirve de taller. Las dos tienen ventanas y puertas que dan a la calle por delante y al huerto por detrás, con el fin de que los tejedores dispongan de buena luz para trabajar.
Aliénor se puso en pie para seguir a Christine.
– Dile a tu madre que traiga queso y ostras -le dije en voz baja, mientras se marchaba-. Manda a Madeleine a comprar unos bollos. Y sírveles cervezas dobles, no pequeñas -me volví hacia los recién llegados-: ¿Acabáis de llegar? -le pregunté a Léon-. Os esperaba la semana que viene, para la fiesta de Corpus Christi.
– Llegamos ayer -dijo Léon-. Los caminos no estaban maclass="underline" muy secos, a decir verdad.
– ¿Bruselas es siempre tan tranquila? -dijo Nicolas, quitándose trocitos de lana de la túnica. Se cansaría pronto de hacerlo si se quedaba una temporada; la lana se nos pega a todos los que trabajamos en el taller.
– Algunos dicen que la animación es ya excesiva -respondí fríamente, molesto porque hubiera hablado de manera tan desdeñosa-. Aunque la tranquilidad es mayor aquí que en los alrededores de la Grand-Place. No necesitamos estar muy cerca del centro para nuestro trabajo. Supongo que en París tenéis otras costumbres. Sabemos algo de lo que sucede allí.
– París es la mejor ciudad del mundo. Cuando regrese no volveré a marcharme.
– Si os gusta tanto, ¿por qué habéis venido? -preguntó Georges le Jeune. La franqueza de mi hijo me pareció excesiva, aunque en realidad no podía criticarlo por hablar así. Yo quería preguntarle lo mismo a Nicolas. Cuando una persona es descortés me apetece pagarle con la misma moneda.
– Nicolas ha venido conmigo debido a la importancia del encargo -intervino Léon muy diplomáticamente-. Cuando veáis los diseños, os daréis cuenta de que son efectivamente muy especiales y que quizá necesiten alguna supervisión.
Georges le Jeune resopló.
– No necesitamos niñera.
– Os presento a mi hijo, Georges le Jeune -dije-. Y a Luc, mi aprendiz, que sólo lleva dos años con nosotros, pero hace muy bien las millefleurs. Y éste es Philippe de la Tour, que prepara los cartones a partir de los dibujos de los artistas.
Nicolas no ocultó su desconfianza al mirar a Philippe, cuyo rostro, normalmente pálido, enrojeció visiblemente.
– No estoy acostumbrado a que otros cambien lo que yo he hecho -dijo Nicolas con tono despectivo-. Por eso he venido a esta odiosa ciudad: para tener la seguridad de que mis dibujos se tejen tal como están.
Nunca había oído a un artista tan interesado en su trabajo, aunque, sin duda, le faltaba información: los dibujos originales siempre cambian cuando los cartonistas los transforman, sobre tela o papel, en cuadros más grandes para que los tejedores los sigan mientras hacen los tapices. Está en la naturaleza de las cosas que lo que parece bien cuando es pequeño cambie al hacerlo grande. Hay que llenar huecos, se han de añadir figuras, o árboles o animales o flores. Eso es lo que un cartonista como Philippe hace bien: cuando amplía los dibujos rellena los espacios vacíos de manera que el tapiz esté completo y animado.
– Debes de estar acostumbrado a diseñar tapices y a los cambios que se les han de hacer -dije. No le di el tratamiento de monsieur: podía ser un artista parisiense, pero yo dirijo un buen taller en Bruselas y no tenía necesidad de humillarme.
Nicolas frunció el ceño.
– En la Corte se me conoce…
– Nicolas disfruta de una excelente reputación en la Corte -interrumpió Léon-, y a Jean le Viste le han satisfecho sus dibujos -Léon lo dijo demasiado deprisa, y me pregunté en qué se basaba en realidad la reputación de Nicolas en la Corte. Tendría que mandar a Georges le Jeune al gremio de pintores para enterarme. Alguien habría oído hablar de él.
Cuando regresaron las mujeres con la comida ya estábamos preparados para cortar el tapiz. El día en que se retira es una fecha importante para un tejedor, porque significa que una pieza en la que se ha trabajado mucho tiempo -en este caso ocho meses- está lista para separarla del telar. Como siempre se trabaja con una tira de la anchura de una mano, que luego se enrolla sobre sí misma en un eje de madera, nunca vemos la obra completa hasta que se termina. Trabajamos además por el revés, y únicamente vemos el derecho si se introduce un espejo por debajo para controlar lo que hacemos. Sólo cuando se corta el tapiz para separarlo del telar y se extiende boca arriba sobre el suelo conseguimos abarcarlo en su totalidad. Entonces se guarda silencio y se contempla lo que se ha hecho.
Ese momento es algo parecido a comer rábanos recién cogidos después de meses de nabos viejos. A veces, cuando el cliente no paga por adelantado y los tintoreros, los mercaderes de la lana y de la seda y los proveedores de hilo dorado empiezan a querer cobrar un dinero que no tengo, o cuando los tejedores que he contratado se niegan a trabajar si no ven antes el dinero, o cuando Christine no dice nada pero la sopa está más aguada, en esas ocasiones sólo el recuerdo de que un día llegará el momento del silencio hace que siga trabajando.
Habría preferido que Léon y Nicolas no estuvieran presentes para el corte. Ninguno de los dos se había destrozado la espalda sobre el telar durante todos aquellos meses, ni se había cortado los dedos con el hilo dorado, ni había padecido dolores de cabeza por mirar tan fijamente la urdimbre y la trama. Pero, como es lógico, no podía pedirles que se fueran, ni dejarles ver que me molestaba su presencia. Un lissier no manifiesta cosas así ante los mercaderes con los que tiene que regatear.
– Comed, por favor -dije, señalando con un gesto de la mano las bandejas que habían traído Christine y Aliénor-. Vamos a retirar este tapiz del telar y luego podemos hablar del encargo de monseigneur Le Viste.
Léon asintió con la cabeza, pero Nicolas murmuró:
– Comida de Bruselas, ¿eh? ¿Para qué molestarse?
De todos modos se acercó a las bandejas, cogió una ostra, echó la cabeza hacia atrás y la sorbió. Luego se relamió y sonrió a Aliénor, que dio la vuelta a su alrededor en busca de un taburete para Léon. Reí para mis adentros; mi hija terminaría a la larga por sorprenderlo, pero aún no. Nicolas no era tan listo después de todo.
Antes de proceder al corte, nos arrodillamos para rezar a San Mauricio, patrón de los tejedores. Luego Georges le Jeune me pasó unas tijeras. Cogí un puñado de hilos de la urdimbre, los tensé y procedí a cortarlos. Christine suspiró con el primer tijeretazo, pero nadie hizo ya el menor ruido hasta el final.