– Ya está -dijo Nicolas. Me volví y fui a situarme junto a Philippe.
Las primeras palabras que se dicen cuando se negocia con el representante del cliente no son de alabanza. Nunca permito que sepan lo que pienso de los diseños. Empiezo por los problemas. Philippe también sabe ser cuidadoso con las palabras. Es un buen muchacho; ha aprendido mucho de mí en el arte del regateo.
Miramos durante algún tiempo. Cuando por fin hablé, conseguí que no se me notara la sorpresa. De eso hablaría más tarde con Christine. Logré, en cambio, parecer indignado.
– No ha dibujado nunca tapices, ¿verdad? Lo que ha preparado son cuadros, no dibujos. Estos tapices no tienen argumento y les faltan figuras; todo lo que vemos es a una dama en el centro, como en los cuadros de la Virgen y el Niño, y espacios vacíos en el resto.
Nicolas empezó a decir algo, pero Léon le interrumpió.
– ¿Es todo lo que se os ocurre? Miradlos otra vez, Georges. Puede que no volváis a ver otros diseños parecidos.
– ¿De qué se trata, entonces? ¿Cuál se supone que es el argumento?
Aliénor apareció en el umbral entre la cocina y el taller, una jarra vacía en cada mano.
– Los tapices cuentan cómo la dama seduce al unicornio -dijo Nicolas, cambiando de pie el peso del cuerpo para volverse hacia Aliénor. El muy estúpido-. También están los cinco sentidos -señaló con la mano-. Olfato, oído, gusto, vista y tacto.
Aliénor cruzó hasta el barril, situado en una esquina.
Seguimos mirando los diseños.
– Hay muy pocas figuras -dije-. Cuando las hagamos del tamaño de los tapices quedará mucho espacio por rellenar. Tendremos que diseñar un campo lleno de millefleurs.
– Que es por lo que se os conoce y el motivo de que os eligiera para este encargo -replicó Léon-. Tendría que ser sencillo para vosotros.
– No es tan sencillo. Habrá que añadir otras cosas.
– ¿Qué cosas? -preguntó Nicolas.
Miré a Philippe, porque pensé que iba a hablar: sería tarea suya que aquellos diseños se pudieran utilizar, sería él quien llenara los espacios vacíos. Pero no dijo nada. Es un muchacho tímido y tarda en hablar. Pensé que daba muestras de prudencia, pero enseguida noté que el muy tonto tenía una expresión extraña y que contemplaba los cuadros como si estuviera viendo a la mujer más hermosa de Bruselas.
No lo niego, las mujeres de los tapices eran… Moví la cabeza para aclarármela. No iba a permitirles que me sedujeran.
– Más personas, más animales, más plantas -dije-. ¿Eh, Philippe?
Philippe arrancó sus ojos de las figuras.
– Bien sûr.
– ¿Qué les añadirías, además de personas y animales?
– Ah; pues quizá árboles, para darle estructura. O un emparrado con rosas.
– No permitiré que se toquen mis dibujos -dijo Nicolas-. Son perfectos tal como están.
Un estrépito considerable nos anunció que a Christine se le acababa de caer una bandeja de ostras. No la recogió, sino que se quedó mirando a Nicolas, indignada.
– ¡Tampoco voy a permitir yo que se diga una blasfemia así en esta casa! Ningún ser humano dibuja nada perfecto; sólo Dios en su poder es capaz de hacerlo. Vos y vuestros diseños están tan llenos de faltas como cualquier obra humana.
Sonreí para mis adentros. Nicolas no había tardado mucho en tropezarse con el genio de mi mujer. Al cabo de un momento hizo una inclinación de cabeza.
– Lo siento, madame, no era mi intención ofender.
– Deberéis pedir perdón a Dios, no a mí.
– De acuerdo, Christine -dije-. Más valdrá que empieces a coser el dobladillo de la Adoración. Tendremos que llevar cuanto antes el tapiz al Gremio.
Hacer el dobladillo podía haber esperado, pero si Christine seguía con nosotros, quizá obligara a Nicolas des Innocents a arrodillarse para decir sus oraciones delante de ella. Aunque pudiera resultarnos entretenido, no nos serviría de ayuda en el regateo.
Christine me miró indignada, pero obedeció. Aliénor se acuclilló en el sitio donde a su madre se le había caldo la bandeja y empezó a palpar el suelo en busca de las conchas de las ostras. Philippe hizo ademán de ayudarla, pero le apreté el codo para impedirlo. Sus ojos fueron y vinieron de mi hija a los dibujos. Vive cerca y a menudo ayuda a Aliénor en casa; ha estado pendiente de ella desde que eran niños. Ahora trabaja a menudo conmigo en los diseños. A veces me olvido de que no es hijo mío.
– Explicadme el tamaño de los tapices -le dije a Léon le Vieux.
Léon procedió a hacerlo y fui sumando mentalmente.
– ¿Qué hay del hilo de oro o de plata? ¿Seda veneciana? ¿Lana inglesa? ¿Cuántas figuras en cada tapiz? ¿Qué densidad han de tener las millefleurs? ¿Cuánto azul? ¿Cuánto rojo? ¿Uniones mediante ensamblajes? ¿Sombreado? -a medida que Léon respondía a cada cuestión, yo modificaba la duración y el costo del trabajo.
– Los puedo hacer en tres años -dije cuando terminamos-. Costará cuatrocientas livres tournois y me quedo con los dibujos.
– Monseigneur quiere que estén terminados para el Domingo de Ramos del año 1492 -respondió Léon muy deprisa. Siempre funciona de ese modo, como si es tuviera varios pasos por delante en sus pensamientos-. Pagará trescientas livres tournois por los tapices y los dibujos, que conservará; quiere cartones totalmente terminados que pueda colgar en sustitución de los tapices, si se los lleva consigo en algún viaje.
– Imposible -dije-. Sabéis que es imposible, Léon. Son menos de dos años. No puedo tejerlos tan deprisa por tan poco dinero. De hecho vuestra oferta es insultante. Será mejor que propongáis semejante trato en otro sitio -era efectivamente insultante; me traía más cuenta olvidarme de las calzas verdes que trabajar por aquella paga miserable.
Aliénor se levantaba ya con la bandeja de ostras. Movió ligeramente la cabeza en mi dirección. Está pendiente de mí, pensé, igual que su madre. Aunque no tiene el genio tan fuerte. No se lo puede permitir.
Nicolas des Innocents seguía tirándole los tejos. Mi hija, por supuesto, no se daba cuenta.
– Podéis utilizar el doble de operarios y hacerlos en la mitad de tiempo -dijo Léon.
– No es tan sencillo. En el taller sólo caben dos telares horizontales en el mejor de los casos, e incluso con el doble de trabajadores sigo estando solo para ocuparme de ellos. Un trabajo como éste no se puede apresurar. Y además hay encargos que acepté mucho antes de que me hablarais de este otro.
Léon agitó una mano para desechar mis débiles argumentos.
– Renunciad a los otros trabajos. Os las arreglaréis. Miradlos, Georges -señaló con la mano los dibujos-. Como veis es un encargo importante, quizá el más importante que se le ha ofrecido nunca a este taller. No querréis que un pequeño detalle como el tiempo que os lleven impida que lo aceptéis.
Nicolas pareció complacido. Léon no prodigaba los cumplidos.
– Lo que veo -dije- son dibujos hechos por una persona que no sabe nada de tapices. Habrá que realizar muchos cambios.
Léon habló amablemente por encima de las palabras que farfullaba Nicolas.
– Quizá algunos cambios hagan el encargo más atractivo.
Dudé. Las condiciones eran tan malas que no estaba seguro de poder regatear. Un trabajo así podía arruinarnos.
– ¿Qué tal prescindir del hilo de oro? -sugirió Philippe-. La dama no es realeza, ni tampoco es la Virgen, aunque junto con el unicornio nos recuerde a Nuestra Señora y a Su Hijo. Sus vestiduras no tienen que ser doradas.