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Jacques se comió la mitad de la empanada antes de marcharse. Yo no la probé: había perdido el apetito. Aliénor no dijo nada cuando fui a buscarla a casa de los vecinos: entró directamente en el huerto y empezó a recoger la cesta de guisantes para el panadero. Me alegré de que no hiciera preguntas, porque no habría sabido responderle. Más tarde se ofreció a llevar los guisantes a la mujer del panadero. Cuando se hubo marchado llevé a Georges hasta el extremo más distante del huerto, junto al emparrado cubierto de rosas, para que nadie pudiera oírnos. Nicolas y Philippe trabajaban codo con codo en El Olfato: Nicolas pintaba los brazos de la dama y Philippe empezaba con el león.

– Qué vamos a hacer con Jacques le Boeuf, entonces? -pregunté.

Georges contempló las rosas silvestres como si estuviera escuchándolas a ellas en lugar de a mí.

– Alors?

Georges suspiró.

– Tendremos que dársela.

– El otro día bromeabas diciendo que el olor la mataría.

– No sabía aún que íbamos a reducir el azul de los tapices. Si no conseguimos pronto ese azul nos retrasaremos y Léon nos multará. Jacques está informado. Me tiene en sus manos.

Me acordé de los escalofríos de Aliénor en la Chapelle.

– Lo detesta.

– Christine, sabes que a tu hija no le harán otra propuesta mejor. Es una suerte que cuente con ésa. Jacques la cuidará. No es mala persona, aparte del olor, y Aliénor acabará por acostumbrarse. Algunas personas se quejan del olor de la lana en nuestra casa, pero nosotros no lo notamos, ¿verdad que no?

– La nariz de Aliénor es más delicada que las nuestras.

Georges se encogió de hombros.

– Jacques le pegará -dije.

– No si le obedece.

Resoplé.

– Vamos, Christine, eres una mujer práctica. Más que yo, la mayor parte del tiempo.

Pensé en Jacques le Boeuf devorando la mitad de nuestra empanada, y en su amenaza de arruinar el negocio de Georges. ¿Cómo podía aceptar mi marido que un hombre así se llevara a nuestra hija? Pero incluso mientras lo pensaba, ya sabía que era muy poco lo que me estaba permitido decir. Conocía a mi marido y su decisión era firme.

– Ahora no podemos prescindir de ella -dije-. La necesitamos para coser esos tapices. Además no le he preparado el ajuar.

– No se irá aún, pero podrá marcharse cuando los tapices estén casi acabados. Tú podrías terminar de coser los dos últimos. A finales del año que viene, pongamos. Sin duda podría estar en casa de Jacques para Navidad.

Nos quedamos callados y contemplamos las rosas silvestres que crecían en el emparrado. Una abeja que recogía polen hizo que el cáliz se balanceara arriba y abajo.

– Aliénor no debe saber nada de esto por el momento -dije por fin-. Haz que a Jacques le quede bien claro que no puede ir por ahí presumiendo de su prometida. Si dice una palabra se rompe el compromiso.

Georges asintió con la cabeza.

Quizá era una crueldad por mi parte. Quizá había que decírselo ya a Aliénor. Pero no soportaba la idea de vivir con su rostro entristecido durante año y medio mientras esperaba lo que más temía. Mejor para todos que sólo lo supiera cuando llegase el momento.

Regresamos atravesando el huerto de Aliénor, que resplandecía con flores, guisantales, cuidadas hileras de lechugas, plantas bien recortadas de tomillo, romero y espliego, menta y melisa. ¿Quién cuidará de esto cuando se haya ido?, pensé.

– Philippe, deja de pintar ahora: te necesito para dibujar en la urdimbre una vez que hayamos colocado el cartón debajo -dijo Georges, adelantándome. Se acercó a El Oído-. Tiens, ayúdame a llevar esto dentro, si está seco. ¡Georges, Luc! -llamó. Parecía severo y enérgico: su manera de poner punto final a nuestra conversación.

Philippe dejó caer el pincel en un recipiente con agua. Los otros muchachos se apresuraron a salir del taller. Georges le Jeune se subió a una escalera para retirar el cartón de la pared. Luego, una persona en cada esquina, lo llevaron hasta el telar.

Al desaparecer el cartón, el huerto pareció repentinamente vacío. Me quedé a solas con Nicolas, que pintaba las manos de la dama, que sostenían un clavel. También él tenía uno en la mano. En lugar de volverse, siguió dándome la espalda, algo impropio de Nicolas: de ordinario no pierde ocasión de hablar a solas con una mujer, aunque sea madura y esté casada.

Mantenía muy erguidas y tiesas espalda y cabeza y, al cabo de un momento, comprendí que estaba indignado. Me fijé en el clavel blanco que sostenía. Aliénor los cultivaba cerca de las rosas. Nicolas debía de haberse acercado a cortarlo mientras Georges y yo hablábamos en el rincón más alejado del huerto.

– No penséis mal de nosotros -le dije en voz baja a su espalda-. Será lo mejor para ella.

En lugar de responder de inmediato, llevó el pincel a la tela. Pero no pintó, sino que mantuvo la mano suspendida en el aire.

– Bruselas está empezando a aburrirme -dijo-. Sus costumbres son demasiado zafias para mí. Me alegraré de marcharme. Cuanto antes, mejor -miró el clavel, lo tiró al suelo y lo aplastó con el talón.

Aquel día pintó hasta muy tarde. En las noches de verano la luz se prolonga casi hasta completas.

3. París y Chelles

Pascua de Resurrección de 1491

Nicolas des Innocents

No esperaba volver a ver ni los tapices ni los dibujos. Cuando pinto una miniatura o un escudo, o diseño vidrieras, sólo los veo mientras trabajo en ellos. Lo que sucede después no me atañe. Como tampoco vuelvo con el pensamiento, sino que paso a pintar otra miniatura, o la portezuela de otra carroza, o una Virgen con el Niño para una capilla, o un escudo de armas. Lo mismo me sucede con las mujeres: monto a una y lo disfruto, luego encuentro a otra y hago lo mismo. No vuelvo la vista atrás.

No; no es del todo cierto. Hay una que recuerdo, una en la que pienso todo el tiempo, aunque no haya llegado a tenerla.

Los tapices de Bruselas me acompañaron durante mucho tiempo. Me acordaba de ellos a ratos perdidos: al ver un ramillete de violetas en un puesto del mercado de la rue Saint-Denis, al oler una tarta de ciruelas a través de una ventana abierta, al oír cantar vísperas a los monjes de Notre Dame, o al mascar el clavo que sazonaba un guiso. En una ocasión, cuando estaba con una mujer, me pregunté de repente si el león de El Tacto se parecía demasiado a un perro, y mi verga se marchitó bajo los dedos de la moza como una lechuga mustia.

Aunque la mayoría de los trabajos los olvido enseguida, recordaba en cambio muchos detalles de los cartones: las largas mangas color naranja de la criada en El Oído, el mono que tira de la cadena que lleva al cuello en El Tacto, la ondulación del pañuelo de la dama, agitado por el viento en El Gusto, la oscuridad en el espejo detrás del reflejo del unicornio en La Vista.

Había demostrado algo con aquellos dibujos. Léon le Vieux me trataba con más respeto, casi como si fuésemos iguales, sin marcar tanto las diferencias entre un comerciante acomodado y un pintor de tres al cuarto. Aunque todavía pintaba miniaturas, empezó a conseguirme encargos para tapices de otras familias nobles. Astutamente se reservó las pinturas que había hecho de las seis damas, excusándose ante Jean le Viste por no devolvérselas, aunque eran propiedad de monseigneur. Se las mostró a otros nobles, que hablaron de ellas con otros, y de las conversaciones nacieron peticiones para más tapices. Diseñé algunos más con unicornios: a veces solos en los bosques, otras cuando los cazaban, en ocasiones con una dama, aunque siempre cuidaba que fueran diferentes de las damas de Le Viste. Léon estaba encantado.

– Fíjate en lo entusiasmada que está la gente, y ha bastado con los dibujos pequeños -decía-. Espera a que contemplen los tapices colgados en la Grande Salle de Jean le Viste: tendrás trabajo para el resto de tus días.