Y dinero para el bolsillo de Léon, podría haber añadido. De todos modos estaba contento: si las cosas seguían así, no tendría que pintar más escudos ni portezuelas de carruajes.
Un día fui a casa de Léon a hablar de un nuevo encargo de tapices: no de unicornios, sino de halconeros en plena cacería. Léon ha sacado partido de sus encargos. Tiene una buena casa junto a la rue des Rosiers, con una habitación reservada exclusivamente para los negocios. Repartidos por toda ella hay hermosos objetos de tierras lejanas: bandejas de plata con extrañas letras grabadas, cajas de filigrana para especias procedentes de Levante, gruesas alfombras persas, arcones de madera de teca con incrustaciones de madreperla. Al mirar a mi alrededor, comparé todo aquello con mi sencilla habitación encima de Le Coq d'Or y fruncí el ceño. Probablemente Léon ha estado en Venecia. Probablemente ha estado en todas partes. Algún día, antes de que pase mucho tiempo, también habré ganado lo suficiente para poseer cosas igual de hermosas.
Mientras hablábamos sobre el encargo esbocé las alas y la cola de un halcón. Luego abandoné el carboncillo y me recosté en el asiento.
– Quizá me marche con el buen tiempo, una vez que haya terminado este dibujo. Estoy cansado de París.
Léon le Vieux también se recostó en el asiento.
– ¿Dónde?
– No lo sé. Una peregrinación, quizá.
León alzó los ojos al cielo. Sabe que no voy mucho a la iglesia.
– Hablo en serio -insistí-. Al sur, a Toulouse. Quizá haga, incluso, todo el camino hasta Santiago de Compostela.
– ¿Qué esperas encontrar cuando llegues allí?
Me encogí de hombros.
– Lo que se encuentra siempre en una peregrinación -no le dije que no había hecho ninguna-. Pero eso es algo sobre lo que no sabéis mucho los de vuestra clase -añadí, para tomarle el pelo.
Léon no se molestó en responder a aquella pulla.
– Una peregrinación es un viaje largo para una recompensa posiblemente pequeña. ¿Has pensado en eso? Considera todo el trabajo al que vas a renunciar para ir y ver…, bueno, muy poco. Una insignificante parte del todo.
– No os entiendo.
– Esas reliquias que vas a ver. ¿No atesora Toulouse una astilla de la cruz de Nuestro Salvador? ¿Qué cantidad de cruz se ve en un trocito de madera? Quizá lo veas y te lleves una desilusión.
– No me llevaré una desilusión -insistí-. Me sorprende que no hayáis hecho ninguna peregrinación, siendo como sois un buen cristiano -extendí el brazo y cogí una de las cajas de plata para especias. La filigrana estaba inteligentemente trabajada para crear una puerta con goznes y una cerradura-. ¿De dónde procede esto?
– De Jerusalén.
Alcé las cejas.
– Quizá debiera ir allí.
Léon rió a carcajadas.
– Eso me gustaría verlo, Nicolas des Innocents. Tiens, hablas de viajar. Los caminos entre París y Bruselas ya están expeditos y me han llegado noticias sobre tus tapices gracias a un mercader que conozco. Pasó por el taller de Georges a petición mía.
Léon y yo llevábamos meses sin hablar de los tapices. A comienzos de Adviento los caminos estaban demasiado mal para hacer sin problemas el viaje de París a Bruselas. Léon no sabía nada de Georges y su taller, y yo había renunciado a preguntarle. Dejé la caja para especias.
– ¿Qué ha contado?
– Terminaron los dos primeros después de Navidad y empezaron los dos siguientes para Epifanía: los dos más largos. Pero van con retraso. Han tenido enfermos en la casa.
– ¿Quiénes?
– Georges le Jeune y uno de los tejedores de fuera que han contratado. Ya están mejor, pero se perdió tiempo.
Me tranquilicé al oír que no se trataba de Aliénor, y mi reacción me sorprendió. Empuñé el carboncillo y dibujé la cabeza y el pico del halcón.
– ¿Qué le parecieron los tapices?
– Georges le mostró los dos primeros: El Oído y El Olfato. Mi conocido dijo que eran muy hermosos.
Añadí un ojo a la cabeza del halcón.
– ¿Y los dos que hacen ahora? ¿Hasta dónde han llegado?
– Estaban tejiendo el perro sentado en la cola del vestido de la dama en El Gusto. Y en Á Mon Seul Désir han llegado a la criada. Por supuesto, sólo se ve una estrecha tira del trabajo que están haciendo -sonrió-. Una mínima parte del conjunto.
Traté de recordar los detalles de los cartones. Durante mucho tiempo me los sabía tan bien que podía dibujarlos con los ojos cerrados. Me sorprendió haberme olvidado del perro sentado en el vestido de la dama.
– Léon, mostradme las pinturas. Quiero verlas.
Léon rió entre dientes.
– Llevabas algún tiempo sin pedírmelo -dijo, mientras se sacaba las llaves del cinturón y abría el arcón de teca. Sacó los diseños y los colocó sobre la mesa.
Busqué el perro de El Gusto y empecé a calcular cuánto tardarían en llegar al rostro de la dama. El rostro de Claude.
Llevaba meses sin verla. No había vuelto a entrar en la casa de la rue du Four desde mi regreso de Bruselas durante el verano. No tenían nada nuevo que encargarme y la familia se había trasladado a su castillo cerca de Lyon. A finales de septiembre oí que habían regresado, y a veces me apostaba por los alrededores de Saint-Germain-des-Prés, con la esperanza de vislumbrar a Claude. Un día la vi en la rue du Four con su madre y sus damas de honor. Al pasar ella, empecé a caminar, manteniéndome a la misma altura, al otro lado de la calle, con la esperanza de que mirase en mi dirección y me viera.
Así sucedió. Se detuvo entonces, como si se hubiera hecho daño en un pie. Las damas la fueron dejando atrás, hasta que en la calle, a mi altura, sólo quedaron ella y Béatrice. Claude hizo un gesto a su dama para que siguiera adelante y se arrodilló como para ajustarse el zapato. Dejé caer una moneda cerca de donde se había detenido y di unos pasos para recogerla. Al arrodillarme a su lado, nos sonreímos. No me atreví a tocarla, de todos modos: un hombre como yo no toca en la calle a una muchacha como ella.
– Quería verte -susurró Claude.
– Y yo a ti. ¿Vendrás a mi casa?
– Lo intentaré, pero…
No pudo terminar la frase ni decirle yo dónde me alojaba, porque Béatrice y el lacayo que les daba escolta se acercaron corriendo.
– ¡Marchaos -susurró Béatrice- antes de que os vea dame Geneviéve!
El lacayo me agarró y me alejó de Claude, que me fue siguiendo con la vista, todavía rodilla en tierra. Después de aquello la vi una o dos veces desde lejos, pero apenas podía hacer nada. Era una aristócrata, sencillamente: no se me podía ver con ella por la calle. Aunque anhelaba tenerla en mi cama, dudaba de que pudiera burlar la vigilancia de las damas de honor. Estuve con otras mujeres, pero ninguna me satisfizo. Todas las veces terminaba con la sensación de no haberme vaciado del todo, como una jarra de cerveza a la que todavía le queda un sorbo en el fondo. Contemplar ahora a la dama en El Gusto hizo que sintiera lo mismo. No era suficiente.
Léon extendió el brazo para recoger las pinturas.
– Un moment -dije, reteniendo Á Mon Seul Désir, la mano sobre la dama inmóvil, con las joyas entre los dedos. ¿Se las ponía o se las quitaba? No siempre estaba seguro.
Léon chasqueó la lengua y cruzó los brazos sobre el pecho.
– ¿No queréis mirarlos? -pregunté.
Léon se encogió de hombros.
– Ya los he visto.
– En realidad no os gustan, aunque habléis tan elogiosamente de ellos ante otras personas.
Léon recogió la caja de especias con la que yo había estado jugueteando y la volvió a colocar en el estante con las demás.
– Son buenos para los negocios. Y harán que la Grande Salle de Jean le Viste sea digna de las fiestas que allí se celebren. Pero no; no me seducen tus damas. Prefiero cosas útiles: bandejas, armarios, candelabros.