Jean estaba en su cámara con el mayordomo, repasando las cuentas de la casa. Es una tarea que me corresponde a mí, pero de la que Jean prefiere ocuparse, como de todo lo demás. Hice una profunda reverencia ante la mesa donde estaban sentados.
– Monseigneur, me gustaría hablar con vos. A solas.
Jean y el mayordomo alzaron la cabeza y fruncieron el ceño al unísono, como si fueran marionetas dirigidas por el mismo titiritero. Por mi parte, mantuve los ojos fijos en el cuello de piel de la túnica de Jean.
– ¿No podéis esperar? El mayordomo ha estado fuera y acabamos de sentarnos.
– Lo siento, monseigneur, pero es urgente.
Al cabo de un instante, Jean le dijo al mayordomo:
– Espera fuera.
El otro asintió con un gesto de cabeza, pero dio la sensación de haber dormido mal y de tener tortícolis. Me alcé al levantarse él. Después de dirigirme una breve reverencia, nos dejó solos.
– ¿De qué se trata, Geneviéve? Estoy muy ocupado.
Tendría que andarme con pies de plomo.
– Se trata de Claude. Se prometerá el año que viene, como es lo adecuado, y decidiréis pronto, o quizá lo hayáis decidido ya, quién será su señor y esposo. He empezado a prepararla para su nueva vida, enseñándola a comportarse y vestirse, a llevar a los criados y las cuestiones relacionadas con la casa, a atender a los invitados y bailar. Progresa adecuadamente en todas esas cosas.
Jean no dijo nada pero golpeó repetidamente la mesa con un dedo. Su silencio me obliga con frecuencia, al tratar de llenarlo, a utilizar más palabras de las necesarias. Luego se limita a mirarme, y todo lo que he dicho parece no tener más valor que las bromas de un bufón en el mercado. Empecé a pasear de un extremo a otro de la habitación.
– Existe un terreno, sin embargo, en el que necesita más dirección de la que puedo darle. No ha asimilado de verdad los principios de la Iglesia, ni el amor a Nuestra Señora y a Nuestro Señor Jesucristo.
Jean agitó la mano. Conozco bien ese gesto de impaciencia, lo he visto cuando la gente le habla de cosas que no le interesan. La indiferencia de Claude hacia la Iglesia quizá sea consecuencia de la de su padre: siempre ha descartado que tenga importancia para su alma, y sólo le preocupa por su influencia sobre el Rey. Para él los sacerdotes no son más que hombres con quienes hay que hacer tratos, y el momento de la misa, una ocasión de reunirse y hablar de asuntos de la Corte.
– Para una aristócrata es importante tener una fe sólida -dije con energía-. Nuestra hija ha de ser pura de espíritu, no sólo de cuerpo. Cualquier noble auténtico esperará eso de ella.
Jean frunció el ceño, y temí haber ido demasiado lejos. No le gusta que se le recuerde que algunos no le consideran un auténtico aristócrata. Me vino entonces a la memoria el desconsuelo que sentí cuando mi padre me anunció que contraería matrimonio con Jean le Viste. Mi madre se había encerrado en su habitación y lloraba, pero, por mi parte, tuve buen cuidado de no mostrar lo que sentía al verme ligada a un hombre cuya familia había comprado su elevación a la aristocracia. Mis amigas se mostraron amables, pero sabía que se reían a mis espaldas y que me compadecían: pobre Geneviéve, un peón en la partida de su padre con la Corte. Nunca supe qué ventajas obtuvo mi padre entregándome a Jean le Viste. Desde luego, mi marido salió beneficiado: el apoyo de mi familia paterna fue decisivo para él. Fui yo quien perdió. Había sido una chica alegre, no muy distinta de Claude a su edad. Pero años de convivencia con un hombre tan frío acabaron con mis sonrisas.
– Concretad -dijo Jean.
– Claude está inquieta y puede ser difícil en ocasiones -expliqué-. Creo que le haría bien retirarse a un convento hasta sus esponsales.
– ¿Un convento? No quiero una hija monja.
– Por supuesto que no. Pero una estancia allí la ayudará a conocer el valor de la misa, las oraciones, la confesión, la comunión. Ahora masculla en lugar de rezar, el sacerdote dice que no es sincera cuando se confiesa, y no estoy segura de que se prepare bien cuando recibe la sagrada comunión.
Jean no parecía nada convencido y recurrí a algo más cercano a la verdad.
– Hay un desenfreno en ella que ningún marido aprobaría. Temo que pueda perjudicarla. El convento la calmará. Hay uno a las afueras de París, en Chelles, donde estoy segura de que las monjas podrán ayudarla.
Jean se estremeció.
– Nunca me han gustado las monjas; ni que mi hermana se hiciera monja.
– No se trata de que nuestra hija profese. Allí estará segura y no podrá hacer ninguna de las suyas. Los muros son muy altos.
No deberla de haber dicho aquello último. Jean se irguió en el asiento y, sin querer, tiró al suelo un documento.
– ¿Acaso Claude ha salido sola?
– Por supuesto que no -dije, inclinándome para recoger lo que se había caído. Jean lo alcanzó antes que yo, con crujidos en las rodillas-. Pero creo que le gustaría. Cuanto antes se case, mejor.
– ¿Por qué no la vigiláis más de cerca, en lugar de encarcelarla con unas monjas?
– La vigilo con el mayor cuidado. Pero en una ciudad como París abundan las distracciones. Y así completaremos de paso su educación religiosa.
Jean tomó una pluma de ave e hizo una señal en el papel.
– La gente pensará que no podéis controlar a vuestra hija, o que tenéis que ocultarla porque hay algo que no marcha como debiera.
Quería decir que quizá estuviera embarazada.
– No está mal visto que una dama pase una temporada en un convento antes de sus esponsales. Lo hizo mi abuela, y también mi madre. Y Claude podrá visitarnos de cuando en cuando, en algunas de las fiestas, la Asunción de Nuestra Señora, el día de Todos los Santos, el comienzo del Adviento, de manera que la gente vea que todo marcha como es debido -no conseguí borrar el desprecio de mi voz.
Jean se limitó a mirarme.
– O podemos adelantar los esponsales, si lo preferís -dije enseguida-, en el caso de que hayáis concluido las conversaciones con la familia del elegido. Hacedlos ahora mejor que la primavera próxima. Quizá la fiesta no sea tan magnífica con menos tiempo para los preparativos, pero eso carece de importancia.
– No. No parecería correcto precipitar tanto la boda. Y los tapices no estarán listos hasta Pascua.
Los tapices de nuevo. Tuve que morderme los labios para no escupir.
– ¿Es realmente necesario que los tapices estén colgados para los esponsales? -traté de parecer despreocupada-. Podríamos celebrarlos en San Miguel, de vuelta de D'Arcy, y más adelante, cuando estén listos, dar los tapices a Claude como regalo de boda.
– No -Jean abandonó la pluma y se puso en pie-. Los tapices no son un regalo de boda; si lo fueran tendrían que lucir también el escudo de armas del esposo. No; son para celebrar mi posición en la Corte. Quiero que mi nuevo yerno vea en ellos las armas de Le Viste y recuerde la familia con la que se casa. De manera que no se le olvide nunca -fue hasta la ventana y miró hacia el exterior. El tiempo había sido bueno antes, pero estaba empezando a llover.
Guardé silencio. Jean contempló mi expresión glacial.
– Podríamos adelantar los desposorios un mes o dos -dijo para aplacarme-. ¿No hay un día de febrero que esté indicado para ese fin?
– La fiesta de San Valentín.
– Sí. Podríamos celebrarlos entonces. Léon le Vieux me dijo el otro día que el taller de Bruselas se ha retrasado un poco en la confección de los tapices. Lo enviaré para presionarlos y adelantar dos meses la entrega; eso les hará trabajar más. Nunca he entendido por qué se tarda tanto en hacer unos tapices. No es más que tejer, después de todo. Trozos de hilo que se meten y se sacan: hasta las mujeres lo hacen -se apartó de la ventana-. Enviadme a Claude antes de llevárosla al convento.
Le hice una reverencia.
– Sí, mi señor -al erguirme lo miré directamente a los ojos-. Gracias, Jean.