No supe qué más hacer con la pequeñina, así que volví a cogerla en brazos y la llevé a mi celda. No se despertó cuando la dejé sobre el camastro. Busqué en mi bolso una labor de bordado, volví a salir y me senté en otro banco a la sombra. No me gusta mucho bordar, pero no había dónde elegir. Aquí no se puede ni montar a caballo, ni bailar, ni cantar, ni jugar a las tablas reales con Jeanne, ni hay clases de caligrafía, ni se puede adiestrar a los halcones con mamá en los campos más allá de Saint-Germain-des-Prés, ni ir a visitar a mi abuela en Nanterre. No hay ferias ni mercados a los que ir, ni bufones ni juglares para distraerse. No hay fiestas: de hecho no hay alimento alguno que me sea posible comer. Me habré convertido en un saco de huesos cuando llegue el momento de marcharme, cuando quiera que sea. Béatrice no me lo quiere decir.
No hay hombres que mirar, ni siquiera un viejo jardinero encorvado empujando una carretilla. Ni siquiera un mayordomo desconfiado. Nunca creí que llegara a alegrarme de ver al miserable mayordomo de mi padre, pero si ahora atravesara la puerta del convento le sonreiría y le daría la mano para que me la besase, pese a la paliza que le propinó a Nicolas.
No hay otro espectáculo que unas cuantas mujeres, y bien aburridas por añadidura, con rostros que me miran desde blancos marcos ovalados, sin cabellos ni joyas para suavizarlos. Caras ásperas y coloradas, con mejillas, barbillas y narices que sobresalen como un revoltijo de zanahorias, y con ojos tan pequeños como pasas de Corinto. Aunque, pensándolo bien, las monjas no están hechas para ser guapas.
Béatrice me dijo en una ocasión que mamá quiere, desde hace mucho tiempo, profesar en Chelles. No había vuelto a pensar en ello hasta verme aquí encerrada. Ahora no me imagino el rostro delicado de mi madre echado a perder con un hábito, ni la veo escardar entre los puerros y las coles, ni salir corriendo para rezar las horas ocho veces al día, ni vivir en una celda ni dormir sobre paja. Mamá cree que la vida en el convento es muy parecida a lo que hace cuando viene de visita y la abadesa la mima, preparándole platos exquisitos con alimentos que de ordinario las monjas venderían en el mercado. Imagino que también hay una habitación muy agradable para que repose, llena de cojines, tapices y crucifijos dorados. Si mi madre profesara y se convirtiera en esposa de Jesucristo, el convento recibiría una dote muy importante. Y por eso la abadesa es tan amable con mamá y con otras mujeres ricas que vienen de visita.
No hay cojines en los sitios donde me siento, ni tapices para calentar las paredes. Tengo que conformarme con cruces de madera, lana basta y zapatos sin adornos, potajes sin especias y pan hecho con gruesa harina morena. Todo aquello lo había deducido por mi cuenta después de pasar sólo cuatro días en el convento.
Miré disgustada el bordado. Estaba haciendo un halcón para la funda de un cojín, pero parecía más bien una serpiente con alas. Y había utilizado además un color equivocado, rojo donde tenía que ser marrón, y los hilos se me habían enredado. Suspiré.
Entonces oí pasos y alguien dijo:
– ¡Oh!
Levanté la vista. Al otro lado del claustro, frente a mí, vi a Marie-Céleste, muy desconcertada.
– Ah, Marie-Céleste, me alegro de que estés aquí -la llamé-. Me puedes ayudar a desenredar los hilos -era como si estuviésemos las dos en la rue du Four, cosiendo en el patio, mientras Jeanne y Geneviéve jugaban a maestro alrededor.
Pero no estábamos en París. Me erguí en el asiento.
– ¿Qué haces en este sitio?
Marie-Céleste me hizo una reverencia y luego se echó a llorar.
– Acércate, Marie-Céleste.
Estaba tan acostumbrada a obedecerme que ni siquiera ahora vaciló, si se exceptúa que eligió dar toda la vuelta alrededor del claustro en lugar de cruzar por el huerto. Cuando llegó a donde estaba yo, me hizo otra reverencia y se secó los ojos con la manga.
– ¿Has venido para sacarme de aquí? -le pregunté, ansiosa, porque no se me ocurría otra razón para su presencia en el convento.
Marie-Céleste pareció todavía más desconcertada.
– ¿Vos, mademoiselle? No sabía que estuvierais aquí. He venido a ver a mi hija.
– ¿No te ha mandado mi padre? ¿O mamá?
Marie-Céleste negó con la cabeza.
– Ahora no trabajo en vuestra casa, mademoiselle. Lo sabéis y también sabéis por qué -frunció el ceño de una manera que me resultó extrañamente familiar, como sentir de nuevo en la boca el gusto de un pastel de almendras que acabas de comer.
– ¿Qué otro motivo tendrías para venir, si no es por mí? -no podía renunciar a la idea de que fuese la solución para escaparme de Chelles.
Marie-Céleste miró a su alrededor.
– Mi hija…, me han dicho que estaba aquí. Sé que no debo venir y que la pequeña ni siquiera piensa en mí como su mamá, pero no lo puedo evitar.
La miré sorprendida.
– ¿La niñita es hija tuya?
Marie-Céleste pareció igualmente sorprendida.
– ¿No lo sabíais? ¿No os lo han dicho? Se llama Claude, igual que vos.
– Aquí no me cuentan nada. Alors está dormida allí -le señalé el corredor que llevaba a mi celda-. La cuarta puerta.
Marie-Céleste asintió.
– Sólo la veré un momento, mademoiselle. Pardon -atravesó el claustro y desapareció por el corredor.
Mientras la esperaba, recordé el día en que Mari-Céleste me dijo que pondría mi nombre a su niña. Luego me vino algo más a la memoria: me había comprometido a decirle a mamá que se había ido a cuidar de su madre y que volvería. Lo había olvidado por completo. Mamá me trató tan mal aquel día y todos los que siguieron que hablaba con ella lo menos posible. Y por eso Marie-Céleste ya no trabajaba en nuestra casa. No estoy acostumbrada a sentirme culpable, pero en aquel momento el peso de mi ingratitud me enfermó.
Cuando regresó Marie-Céleste me corrí hacia un extremo del banco.
– Ven a sentarte conmigo -le dije, dando palmaditas al espacio que había quedado libre.
Marie-Céleste pareció incómoda.
– Debería volver, mademoiselle. Mi madre no sabe que he venido aquí y me estará esperando.
– Sólo es un momento. Me puedes ayudar con el bordado. Regarde, llevo una cosa que hiciste tú -me alisé el corpiño.
Marie-Céleste se sentó de mala gana. Debía de estar enfadada conmigo. Tendría que hacer méritos si quería que me ayudara.
– ¿Cómo es que conoces este sitio? -le pregunté como si fuéramos dos buenas amigas haciéndose confidencias. Lo habíamos sido, en otro tiempo.
– Vengo desde niña. Vivimos muy cerca y mi madre trabajaba aquí. No era monja, por supuesto, pero ayudaba en los campos y en la cocina. Las monjas están tan ocupadas con sus rezos que necesitan ayuda.
Ahora lo entendía.
– Y mamá te encontró aquí.
Marie-Céleste asintió.
– Quería una doncella nueva y pidió a las monjas que se la buscaran. Vuestra madre venía tres o cuatro veces al año. Quería hacerse monja, pero, claro está, no era posible.
– Y tú le pusiste mi nombre a tu bebé.
– Sí -lo dijo como si lo lamentara, cosa que estaba del todo justificada.
– ¿La ha visto el padre?
– ¡No! -movió la cabeza con tanta violencia como si espantara una mosca-. No le importamos nada ni la niña ni yo. Me tuvo una vez, pero le traía sin cuidado lo que me sucediera. Dos años después se presentó a verme, el muy desvergonzado. Otra vez le interesaba, y tampoco le importaría que naciera otro bebé. Bueno, le di una lección, ¿no es cierto? -convirtió la mano en un puño-. Se merecía lo que le pasó. Si vos no os hubierais asomado a la ventana… -se interrumpió, los ojos asustados de repente.