Mi hermana Jeanne tiene un juguete que le divierte mucho: una copa de madera en el extremo de un palo, con una pelota atada al palo con una cuerda. Lanza la pelota a lo alto y trata de cogerla con la copa. Sentí como si hubiera estado lanzando la pelota una y otra vez y, de repente, la capturase con el clic de madera contra madera.
Quizá el convento empezaba a afectarme. Si hubiera estado en cualquier otro sitio y hubiese descubierto una cosa así me habría puesto a gritar. Ahora, sin embargo, sentada en aquel tranquilo huerto, ni grité, ni le saqué los ojos a Marie-Céleste, ni lloré. Me limité a preguntar en voz baja:
– ¿Nicolas des Innocents es el padre de Claude?
Marie-Céleste asintió.
– Sólo estuvimos juntos una vez, cuando fue a ver a vuestro padre para algún encargo. Eso fue todo.
– Entonces, ¿por qué estabas con él en el patio el otro día? Para que le dieran una paliza, me pareció.
Marie-Céleste me miró con miedo y empezó otra vez a llorar.
Apreté los dientes.
– Basta. ¡Deja de llorar!
Tragó saliva, se secó los ojos y luego se sonó la nariz en la manga del vestido. Marie-Céleste es realmente muy estúpida. Si estuviéramos en París iría directamente al cepo -o algo todavía peor- por un delito así. Pero yo estaba atrapada en el convento: no me era posible hacer nada para castigarla.
Algo parecido se le ocurrió también a ella, porque cuando dejó de llorar me miró de reojo.
– ¿Qué estáis haciendo aquí, mademoiselle? No me lo habéis dicho.
No podía, por supuesto, decirle nada de Nicolas. Marie-Céleste ignoraba lo que sentía por él y lo que había hecho con el, o lo que había intentado al menos, y que ella, en cambio, sí había hecho. Ahora me resultaba odiosa, pero no podía dejárselo ver. Tendría que dar la sensación de que estaba voluntariamente en el convento. Retomé el bordado, para tener algo que mirar todo el tiempo.
– Mamá y papá decidieron que me convenía pasar aquí los últimos meses antes de mis esponsales, para aprender mejor las enseñanzas de la Iglesia. Cuando una mujer se casa, pierde la pureza de su vida de doncella. Es importante que su espíritu siga siendo puro, que no se deje seducir por la carne y no se olvide de Nuestra Señora ni del sacrificio de Nuestro Señor Jesucristo en la cruz.
Hablé casi como mamá, aunque no con tanta convicción. Marie-Céleste no se lo creyó: lo noté enseguida porque puso los ojos en blanco. Aunque, por otra parte, había perdido la virginidad hacía mucho tiempo, y no le daba tanto valor a la suya como mi familia a la mía.
– Me preguntó por vos -anunció Marie-Céleste de repente.
– ¿Quién? -el corazón me latió más deprisa. Clavé con fuerza la aguja en el bordado.
Marie-Céleste miró, desaprobándola, la confusión que había logrado con los hilos. Extendió la mano y se lo entregué.
– Ese cabrón de artista -dijo, tirando de los hilos para desenredarlos-. Quería saber cómo ibais vestida y cuándo visitaríais a los Belleville.
De manera que, efectivamente, Nicolas fue a verme a la rue des Cordeliers. Estaba segura de que no había podido ser por Marie-Céleste. Contemplé su cabeza inclinada sobre mi bordado, rectificando hábilmente todos mis errores. ¿Cómo podía comunicarme con Nicolas por mediación suya sin despertar sospechas? Marie-Céleste era estúpida pero con frecuencia adivinaba si yo mentía.
Desde mi celda nos llegó una tos y un grito. Marie-Céleste me miró preocupada.
– Id con ella, mademoiselle -me suplicó.
– Pero ¡tú eres la madre!
– No lo sabe. Vengo a verla, pero no hablo con ella ni la cojo en brazos. Sufro demasiado después.
Se oyó otra tos, y Marie-Celeste se estremeció como si la hubieran pisado. Sólo por un momento me dio pena.
Llegué hasta la puerta de mi celda y miré dentro. Claude agitaba la cabeza, dormida, moviéndola sobre la almohada. Frunció el ceño y luego, de repente, terminó de soñar y el rostro se le dulcificó con una sonrisa. Ahora que lo sabía, me asombró que no hubiera reconocido a Nicolas en la niña: los ojos hundidos, el pelo castaño, la mandíbula poderosa. Al sonreír se parecía a Nicolas, y a su madre cuando fruncía el ceño.
– Está bien -dije cuando volví junto a Marie-Céleste-. Algún demonio la estaba visitando en sueños, pero ya se ha ido -no me senté, sino que restregué el pie sobre los guijarros.
Marie-Céleste asintió. Había bordado con aplicación, y mi halcón parecía menos una serpiente y más un ave de presa.
Contemplar a la pequeña me había dado una idea.
– ¿Te ha ayudado Nicolas con la niña?
Marie-Céleste resopló.
– Me tiró unas monedas. Nada, en realidad.
Me daba igual lo que Nicolas hiciera o dejara de hacer por su hija: tal como yo lo veía, Marie-Céleste se había buscado el problema. No se lo dije, sin embargo.
– Debería darte más que unas monedas -dije, paseándome por delante del banco-. Ha dibujado tapices para mi padre, no sé si lo sabes, que le producirán dinero y con toda seguridad también lo harán famoso. Debería aportar algo para el cuidado de tu hija -la dejé que pensara en aquello mientras me daba una vuelta en torno a la rosaleda. El pulgar me dolía agradablemente en el sitio donde me había clavado la espina. Cuando volví al banco dije-: Quizá te pueda ayudar a conseguir dinero; a hacer que Nicolas des Innocents pague por Claude para que saques de aquí a tu hija y pueda quedarse contigo y con tu madre.
– ¿Cómo? -preguntó enseguida Marie-Céleste.
Me espanté una mosca de la manga.
– Le diría que mi padre no le pagará los tapices hasta que cumpla con vosotras dos.
– ¿De verdad lo haríais, mademoiselle?
– Le escribiré una nota y se la puedes llevar tú.
– ¿Yo? -Marie-Céleste pareció ofenderse-. ¿Por qué no vos, mademoiselle? ¿O una de vuestras damas? -miró alrededor-. Debéis de tener alguna aquí. Béatrice, probablemente: vuestra madre siempre pensó en cedérosla, ¿no es cierto? Le habrá sorprendido vivir aquí de nuevo.
– ¿De nuevo? ¿Ya había vivido antes?
Marie-Céleste se encogió de hombros.
– Bien sûr. Creció aquí, igual que yo.
No lo había pensado hasta entonces, pero era verdad que Béatrice parecía conocer el convento y sus costumbres: sabía dónde estaban las cosas y conocía incluso a algunas de las monjas.
– Puede encargarse de llevar vuestra nota, mademoiselle -añadió Marie-Céleste.
Había olvidado que Marie-Céleste no estaba al corriente de mi encierro: pensaba que Béatrice y yo podíamos ir y venir a nuestro antojo. Y tenía que seguir ignorándolo. De lo contrario quizá no me ayudara.
– No debo salir de aquí -dije-. Tampoco Béatrice. Es parte de la purificación del alma antes de los esponsales. No he de tratarme con otras personas, en especial hombres.
– Pero no puedo ir a verlo…, no después de lo que pasó. Podría pegarme, o algo peor.
Nada más que lo que te mereces, pensé.
– Deja la nota en su habitación cuando no esté él -sugerí. Al ver que seguía dubitativa, añadí-: ¿Quieres que le cuente a mi padre que su mayordomo y tú habéis maltratado precisamente al artista que más admira?
Marie-Céleste sabía que estaba atrapada. Dio la sensación de que podía echarse a llorar de nuevo.
– Dadme la nota -murmuró.
– Espera aquí -corrí a mi celda antes de que cambiara de idea. Busqué en mi bolsa más papel; a continuación me arrodillé en el suelo y escribí rápidamente una nota, diciéndole a Nicolas dónde estaba y suplicándole que me rescatara. Carecía de lacre, pero no importaba mucho: Marie-Céleste, desde luego, no sabía leer, y dudaba de que conociera a alguien que supiese.