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– A mi hija no le preocupa ningún ajuar, sino esos tapices, como a todos nosotros -murmuré-. Y ahora que nos quitan otros dos meses aún será peor -no tenía intención de que se me escapara, pero Nicolas me había puesto tan nervioso que no pude contenerme. Georges le Jeune se me quedó mirando.

– ¿Por qué nos quitan dos meses? Ya tenemos bastantes problemas con el retraso actual.

– Pregúntale a Nicolas.

Todos -mi hijo, Luc, Philippe y yo- miramos a Nicolas, que se retorció molesto y contempló su jarra de cerveza.

– Ignoro el motivo -dijo por fin-. Léon sólo mencionó que Jean le Viste quiere los tapices antes, pero no el porqué.

Si ni siquiera sabía eso, era bien poco el margen de maniobra que teníamos.

– Seguro que Léon lo sabe -dije, la voz llena de desprecio-. Lo sabe todo. ¿Por qué no ha venido? No me digas que está demasiado ocupado: eso nunca le ha impedido venir, sobre todo si se trata de un encargo de Jean le Viste.

Nicolas me miró desafiante: no le gusta que se le desdeñe. Alzó la jarra y apuró la cerveza. Todos contemplamos cómo se la llenó de nuevo y se la bebió de un tirón. Me clavé las uñas en la palma de la mano, pero no dije nada, aunque nos estaba dejando a los demás sin nada.

Nicolas eructó.

– La esposa de Jean le Viste le dijo a Léon que me mandara a mí. Quería alejarme de París.

– ¿Qué le habías hecho? -preguntó Philippe. Habla muy bajo, pero le oímos perfectamente.

– Traté de ver a su hija.

– Insensato -murmuré.

– No pensaríais así si la vierais.

– Georges la ha visto -dijo Philippe-. La hemos visto todos, en El Gusto.

– Ahora, gracias a tu estupidez, vamos a pagar justos por pecadores -dije-. Si Léon estuviera aquí hablaría con él de las condiciones. Se podría hacer que Jean le Viste atendiera a razones. Pero tú no eres más que el mensajero. No hay nada que tratar contigo.

– Lo siento, Georges -dijo Nicolas-, pero dudo que Léon le Vieux pudiera ayudar. Jean le Viste es un hombre difíciclass="underline" una vez que ha decidido algo, casi nunca cambia de idea. Lo conseguí una vez, cuando se suponía que los tapices iban a ser sobre una batalla. Pero no creo que yo, ni tampoco Léon, pudiéramos lograrlo de nuevo.

– ¿Hiciste que cambiara los tapices para que representaran unicornios? Tendría que habérmelo imaginado, dado lo mucho que te gustan las aristócratas.

– Fue su esposa quien tuvo la idea. En fait, debéis culparla a ella. Culpad a las mujeres -alzó la jarra para saludar a una prostituta vestida de amarillo al otro lado de la taberna. Ella le sonrió. A las putas de Bruselas les gustan los extranjeros: piensan que un tipo de París pagará mejor y será más delicado. Quizá tengan razón. Ya empezaban a dar vueltas en torno a Nicolas como gaviotas ante tripas de pescado. Sólo he estado una vez con una prostituta, antes de casarme con Christine, pero había bebido tanta cerveza que no consigo recordar lo que hice con aquella mujer. Las putas se me sientan en las rodillas alguna que otra vez, cuando no hay asientos libres o la noche está poco animada. Pero les consta que de mí no sacarán nada en limpio.

– Écoutez, Georges -dijo Nicolas-. Siento lo que ha pasado. Os echaré una mano en el taller durante algún tiempo si eso ayuda.

Resoplé.

– Tú… -luego me callé. Casi oía a Christine susurrándome al oído: «Acepta toda la ayuda que te ofrezcan». Asentí con la cabeza-. Ha llegado una nueva partida de lana que habrá que clasificar. Puedes ayudar en eso.

– No has preguntado por los dos primeros tapices -dijo Philippe-. El Olfato y El Oído. La dama de El Gusto no es la única mujer sobre la tierra, después de todo.

El Olfato y El Oído estaban enrollados, con romero dentro para mantener lejos a las polillas, y guardados en una caja larga de madera en un rincón del taller. Nunca concilio igual de bien el sueño cuando hay en casa tapices acabados. Incluso aunque Georges le Jeune y Luc duermen cerca, para mí cualquier ruido de pasos en el exterior es un ladrón que viene a llevárselos, cualquier fuego en la cocina es una hoguera que va a destruirlos.

– ¿No los habéis cambiado, verdad? -preguntó Nicolas.

– No, no; están como los pintamos. Y colgados de la pared resultan espléndidos. Cada uno de ellos es un mundo en pequeño.

– ¿Es eso lo que las aristócratas hacen todo el día? -preguntó Georges le Jeune-. ¿Tocar algún instrumento, dar de comer a las aves y lucir piedras preciosas en medio del bosque?

Nicolas resopló.

– Algunas quizá -echó mano de la cerveza. Al agitar el recipiente no se oyó ruido alguno.

– Luc, ve a por más cerveza -dije. Había renunciado a enfadarme con Nicolas. Tal vez tenía razón: Jean le Viste quería lo que quería y no había más que hablar.

Luc agarró la jarra grande y se dirigió al encargado del barril en el rincón. Mientras esperaba a que se la llenaran, la puta vestida de amarillo empezó a hablarle, señalando a Nicolas. A Luc se le abrieron mucho los ojos -todavía no está acostumbrado a las atenciones de las mujeres- y negó con la cabeza.

– ¿Has visto alguna vez un unicornio, entonces? -preguntó Georges le Jeune a Nicolas.

– No -respondió el otro-. Pero tengo un amigo que vio uno en el bosque, a dos días de París.

– ¿En serio? -siempre había pensado que los unicornios vivían muy lejos, hacia levante, junto con los elefantes. Pero soy un lego en la materia, de manera que no abrí la boca.

– Dijo que corría muy deprisa, como una luz blanca y brillante entre los árboles, y que apenas pudo distinguir sus rasgos a excepción del cuerno, aunque afirmaba que tuvo la sensación de que le sonreía. Ésa es la razón de que lo haya pintado tan contento en los tapices.

– ¿También las damas están todas contentas? -preguntó Philippe.

Nicolas se encogió de hombros.

La gran jarra estaba llena, pero el encargado se la pasó a la prostituta en lugar de a Luc, que se limitó a seguirla mientras ella abrazaba el recipiente y se dirigía hacia donde nos encontrábamos.

– Vuestra cerveza, caballeros -dijo, situándose delante de Nicolas e inclinándose para mostrar el pecho mientras colocaba la jarra sobre la mesa-. ¿Hay sitio aquí para mí?

– Por supuesto -dijo Nicolas, sentándola a su lado en el banco-. Una mesa no está completa sin una puta o dos.

Nunca le diría nada parecido a una mujer, ni siquiera a una mujer de la calle, pero la fulana de amarillo se limitó a reír.

– Voy a llamar a mis amigas, entonces -dijo. Al cabo de un momento dos más se habían unido a nosotros y nuestro rincón era el más animado de la taberna.

No me quedé mucho más tiempo después de aquello. Las prostitutas son una diversión para jóvenes. Cuando me marchaba, la de amarillo estaba sentada en el regazo de Nicolas, la de verde rodeaba con el brazo a un Georges le Jeune con el rostro encendido y una tercera, vestida de rojo, provocaba a Luc y a Philippe.

Durante el camino de vuelta oriné la mayor parte de la cerveza. Al llegar a casa, Christine estaba levantada, esperándome. No preguntó nada: ya sabía yo lo que quería oír.

– Tejerás -le anuncié-. Es la única manera de acabarlos. Pero ni una palabra a nadie.

Christine asintió con la cabeza. Luego sonrió. Y a continuación me besó y me llevó hacia nuestra cama. Sí; las putas es mejor dejárselas a los jóvenes.

Aliénor de la Chapelle

Nunca pensé que volviera a quedarme a solas en el huerto con Nicolas des Innocents. Mis padres nos dejaron allí, tan preocupados por las noticias que el pintor traía de París que mamá ni siquiera me dijo que entrara en casa. Me senté sobre los talones, con cuidado para no aplastar el lirio de los valles que crecía cerca. Se balanceaba cerca de mis piernas y cada vez que las rozaba un aroma muy agradable llenaba el aire.