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Cuando Nicolas se marchó el verano pasado pensé que no regresaría nunca. Se había sentido a gusto con nosotros al principio, pero de repente dejó de coquetear conmigo y empezó a mostrarse brusco con papá y mamá. También se puso a pintar más deprisa. Luego un día no vino al taller y Philippe nos dijo que se había ido y le había encargado que terminara solo el último cartón. Quizá lo habíamos ofendido con nuestras sencillas costumbres de Bruselas. Tal vez no elogiamos lo suficiente su trabajo. Algunas veces venían amigos de papá y lo contemplaban mientras pintaba y señalaban los errores: el unicornio se parecía demasiado a un caballo, o a una cabra, o el león parecía un perro, o la jineta un zorro, o el naranjo un nogal. A Nicolas aquello le molestaba mucho.

Ahora estaba a mi lado. Me puse en pie. No me alejé, sino que me quedé muy cerca de él, tan cerca que sentía el calor de su túnica, olía el cuero de las riendas en sus manos, el sudor en sus cabellos y la piel del cuello, calentada por el sol.

– Pareces cansada, preciosa.

– Velo la mitad de la noche para coser. Ahora, con vuestras noticias, pasaré despierta toda la noche.

– Lo siento. No me gusta dar malas noticias a nadie.

Retrocedí un paso.

– ¿Por qué os fuisteis sin decir adiós el verano pasado?

Nicolas resopló.

– Eres como tu padre; sincera hasta decir basta.

No respondí.

– Tenía trabajo en París que me hizo volver.

– Noto en la voz cuándo una persona miente.

Nicolas hizo ruido con los pies en el camino.

– ¿Qué más te da, preciosa? Para ti y para tu familia no era más que un molesto artista de París.

Sonreí.

– Eso es posible, pero siempre esperamos la cortesía de una despedida.

Aunque a él no se lo contaría nunca, estuve tres días sin hablar cuando se marchó. Nadie lo notó -soy una chica callada- a excepción de mamá, que no dijo nada pero que me besó en la frente cuando por fin abrí la boca de nuevo. Muy pocas veces besa a nadie.

Nicolas suspiró.

– Me enteré de cosas que hubiera preferido no saber. Quizá te lo cuente algún día. Ahora no.

Antes de que pudiéramos continuar, mamá nos llamó para comer. Después Nicolas se marchó y no regresó hasta que las campanadas de la tarde señalaron el fin de la jornada de trabajo. Papá y los muchachos se lo llevaron a la taberna mientras mamá cosía El Gusto y yo Á Mon Seul Désir. Estuvimos muy calladas: a mamá le preocupan los tapices y ni siquiera me preguntó qué opinaba de la reaparición de Nicolas.

Más tarde papá regresó y entró en casa con mamá mientras yo me quedaba cosiendo. Mucho después regresaron Luc y mi hermano. A Luc lo había mareado mucho la cerveza y tuvo que salir varias veces a la calle.

No quería manifestar interés, pero fue mas fuerte que yo.

– ¿Nicolas no ha venido con vosotros? -le pregunté a Georges le Jeune, que se había tumbado en su catre, cerca de mis pies. Olía a cerveza, al humo del hogar de la taberna y, arrugué la nariz, a un agua de flores barata que las prostitutas compran en el mercado.

Mi hermano soltó una gran carcajada, como si hubiera bebido demasiado para darse cuenta de que hacía mucho ruido. Lo hice callar para que no despertara a nuestros padres o a Madeleine.

– No creo que vuelva esta noche. Ha encontrado su propio catre, y es amarillo -a continuación rió de nuevo.

Me levanté y pasé por encima de él para entrar en casa. Prefería volver a mi cama y no seguir en el taller, con su peste a cerveza y sus tonterías, aunque me quedara trabajo pendiente. Me levantaría pronto y cosería mientras los hombres dormían aún.

Nicolas no regresó hasta bien avanzada la mañana, cuando llevábamos horas trabajando, a excepción de Luc, todavía tan mareado que no servía para nada y dormía en casa. Los tejedores estaban en sus telares. Mamá y yo trabajábamos con la remesa de lana nueva que acababa de llegar: en parte para los tapices que estábamos haciendo, el resto para preparar los dos últimos. Mamá la clasificaba, y utilizaba una devanadera para formar madejas con el hilo de lana, que luego colgaba por colores sobre rodillos. Yo preparaba carretes uniendo hebras de hilo de los rodillos y enrollándolas, de manera que quedaran ya listos para que los usasen los tejedores.

– ¿Por qué no aparece? -preguntaba mamá una y otra vez, mientras tiraba de la lana.

Papá no parecía preocupado.

– Vendrá cuando esté listo.

– Lo necesitamos ahora.

No entendía por qué se enfadaba tanto. Nicolas no nos debía nada y tampoco lo necesitábamos. Si quería pasar la mañana durmiendo con su puta, estaba en su derecho. No tenía que importarnos su paradero.

Finalmente se presentó, casi tan maloliente como Jacques le Boeuf. Pero aún estaba alegre después de una noche en Le Vieux Chien, mientras que los demás callaban, con su resaca a cuestas. Palmeó a papá y a Georges le Jeune en la espalda y luego se dirigió a mamá y a mí.

– ¿Sabéis -dijo- que Philippe ya ha conocido los placeres de la carne? Anoche encontró el camino con una prostituta o, más bien, ella se lo enseñó. Ahora sabrá ya lo que tiene que hacer -aquellas últimas palabras me parecieron otras tantas flechas dirigidas contra mí desde el lado opuesto del taller. Agaché la cabeza sobre el carrete y enrollé el hilo más deprisa.

Mamá me puso una mano sobre las mías para que no corriera tanto. Sentí la indignación en su manera de tocarme.

– No habléis de pecar con tanta desvergüenza delante de Aliénor -murmuró-. Podéis volveros directamente a París con vuestras fornicaciones.

– Christine… -dijo papá.

– No voy a tolerar semejante porquería en mi casa. Me da lo mismo lo mucho que necesitemos su ayuda.

– Cállate ya -dijo papá.

Mamá se calló. Cuando mi padre utiliza un determinado tono de voz siempre lo hace. Papá se aclaró la garganta y yo dejé de enrollar el hilo: de ordinario hace ese ruido cuando se dispone a decir algo que merece la pena escuchar.

– Veamos, Nicolas -empezó papá-, anoche dijiste que nos ayudarías durante algún tiempo. Quizá la cerveza se haya llevado esas palabras, de manera que las repito para que las recuerdes. Nos puedes ayudar con esta nueva entrega de lana: Aliénor y tú la prepararíais, para que Christine se dedique a otras cosas. Aliénor te enseñará lo que hay que hacer y tú podrás ser sus ojos.

Me recosté sorprendida. No quería tenerlo sentado junto a mí, con olor a otras mujeres.

Luego papá nos sorprendió todavía más.

– Christine, teje en lugar de Luc por el momento. Cuando ese muchacho esté otra vez bien, ocuparás el sitio de tu hijo. Georges le Jeune, tú harás las figuras en Á Mon Seul Désir.

– ¿Las figuras? -dijo mi hermano-. ¿Qué partes?

– Todas. Empieza con la cara en cuanto esté lista la lana. Tienes la preparación necesaria para hacer ese trabajo sin que yo te supervise.

Georges le Jeune movió los pedales con estrépito.

– Gracias, papá.

– Vamos, Christine -dijo papá.

El banco crujió cuando mamá y Georges le Jeune se sentaron uno al lado del otro. Por lo demás el taller permaneció en silencio.

– No nos queda otro remedio que hacer estos cambios -dijo papá-. De lo contrario nunca terminaremos los tapices a tiempo. Ni una palabra de todo esto fuera del taller. Si el Gremio tuviera noticia de que Christine está tejiendo podría multarnos o incluso cerrarnos los telares. Mi mujer trabajará siempre en el telar de atrás, junto a la puerta del huerto, de manera que nadie la vea al mirar por la ventana que da a la calle. Joseph y Thomas, al final habrá una bonificación para los dos por tener la boca cerrada.

Joseph y Thomas no dijeron nada. ¿Qué podían decir? Sus empleos dependían de que mamá trabajara también. Como había explicado papá, no nos quedaba otro remedio.

Nicolas se me acercó.