– Bueno, preciosa, ¿qué tengo que hacer? Enséñame. Aquí están mis manos -las colocó sobre las mías. Todo él olía a cama poco limpia.
Retiré las manos.
– No me toquéis.
Nicolas rió.
– ¿No estarás celosa de una puta, verdad? Creía que yo ni siquiera te gustaba.
– ¡Mamá!
Pero mi madre comentaba algo con Georges le Jeune y reía en voz baja. Había olvidado su enfado con Nicolas, tan contenta estaba de empezar a tejer ya. Tendría que defenderme sola de Nicolas.
Me volví de espaldas y coloqué las manos en la devanadera abandonada por mamá, tirando de los tensos hilos con los dedos.
– Enrollamos esta lana en madejas -dije con decisión-. Luego preparamos los carretes a partir de ellas. Tiens, tendremos que desenrollar lo que mamá ha hecho y empezar otra vez. Sostened aquí y enrollaos el hilo alrededor de las manos mientras lo saco de la devanadera. No lo dejéis caer al suelo porque se mancharía.
Nicolas recogió el hilo y empecé a girar la devanadera, cada vez más deprisa de manera que no pudiera seguirme.
– ¡Cuidado! -exclamó-. Recuerda que nunca he manejado lana. Habrás de tener paciencia conmigo.
– No disponemos de tiempo para eso. Vos y Jean le Viste os habéis encargado de que así sea. Seguid a mi ritmo.
– De acuerdo, preciosa. Como quieras.
Al principio me cuidé de mantenerme todo lo lejos de Nicolas que pude, sin permitir que nuestras manos se tocaran, algo que no es fácil cuando se trabaja con lana. No conversaba con él y respondía a sus preguntas con las palabras imprescindibles. Lo criticaba en cuanto tenía ocasión y nunca lo alababa.
En lugar de enfadarse o distanciarse, mi reserva parecía atraerlo aún más. Empezó a llamarme Señora de la Lana, y me hacía más preguntas a medida que mis respuestas se acortaban. Incluso después de que hubiera aprendido a hacer una madeja uniforme con la devanadera, con frecuencia se le enredaban los hilos, por lo que tenía que ayudarle a deshacer los nudos y le tocaba los dedos. Era un buen alumno. A los pocos días podía hacer madejas y preparar carretes casi tan bien como mamá o como yo. En ocasiones le dejaba incluso que trabajase solo mientras me ocupaba de mis plantas: mayo no es época en la que se pueda descuidar un huerto.
Nicolas tenía un ojo excelente para el color y separaba la lana en más madejas de tonos diferentes de lo que mamá lo hubiera hecho. Se dio cuenta incluso de que un lote de lana roja era en realidad dos, teñidos por separado y mezclados, de manera que no hacían juego por completo. Papá devolvió el lote y pidió una indemnización al tintorero a cambio de no presentar una reclamación ante su gremio. Para celebrarlo, aquella noche llevó de nuevo a la taberna a Nicolas, que no reapareció hasta bien entrada la mañana. Esta vez nadie lo reprendió. Me limité a pasarle el carrete que había estado preparando y escapé al huerto para no tener que soportar el olor a prostituta que llevaba encima.
Ahora que se había quedado a ayudarnos, a mamá le preocupaba menos que Nicolas estuviera conmigo, dado que eso le permitía tejer a ella. Nunca la he sentido tan feliz como cuando trabajaba en el telar. No nos prestaba apenas atención ni a Madeleine ni a mí, a no ser que Nicolas o yo le pidiéramos ayuda con la lana. Durante el día trabajaba en silencio con tanta eficacia como cualquiera de los otros tejedores y de noche, cuando me ocupaba de coser lo que había tejido, comprobaba que era de buena calidad, tenso y uniforme. Después de la cena se sentaba con papá y hablaba de lo que ya había hecho y de lo que aún podría hacer. Papá no intervenía mucho cuando se explayaba así, excepto para decir «no» al mencionar mi madre que le gustaría aprender a hacer sombreado.
Nicolas iba a Le Vieux Chien casi todas las noches, aunque no siempre se quedaba hasta la mañana siguiente. Georges le Jeune lo acompañaba a veces, pero no Luc, que había escarmentado con la cerveza de aquella primera noche. Lo más frecuente, sin embargo, era que Nicolas fuese solo. Más tarde le oía regresar calle adelante, cantando o hablando con los individuos que había conocido en la taberna. Me sorprendió que encontrara acomodo entre las gentes de aquí con tanta facilidad. Cuando estuvo con nosotros el verano anterior no se había mostrado tan amable y cordial con otras personas, siempre en su papel de arrogante artista parisiense. Ahora había hombres -y también mujeres- que iban a buscarlo y que nos preguntaban por él en el mercado.
A menudo aún seguía cosiendo cuando él regresaba. Tenía incluso más trabajo, porque mamá no me ayudaba ya: estaba cansada después de tejer todo el día y necesitaba descansar los ojos para el día siguiente. Nicolas se alojaba con nosotros esta vez, para ahorrarse el precio de la posada, y cuando regresaba de la taberna se tumbaba en su catre cerca del telar donde se tejía El Gusto. Siempre que yo trabajaba en ese tapiz, Nicolas yacía casi a mis pies. Noche tras noche estábamos juntos de esa manera en la oscuridad. No hablábamos apenas, porque yo no quería despertar a Georges le Jeune y a Luc. Pero algunas veces sentía que estaba vuelto hacia mí. Si ver es como un hilo de urdimbre atado entre dos barras de un telar, yo sentía su hilo, muy tenso.
Una noche regresó muy tarde. Todo el mundo se había acostado hacía tiempo, excepto yo. Cosía el rostro de la dama en El Gusto, con cuidadosas puntadas alrededor de un ojo. La cara estaba a medio terminar: Nicolas satisfaría pronto su deseo de verla.
Cuando se tumbó en el catre a mis pies sentí que se tensaba el hilo que nos unía. Nicolas quería decir algo, pero se contuvo. El silencio pesaba mucho. Esperé hasta que no pude aguantar más.
– ¿De qué se trata? -susurré en el taller en calma, con la sensación de que por fin me rascaba la picadura de una pulga.
– Algo que quiero decirte desde hace mucho, preciosa. Desde el verano pasado.
– ¿Lo que hizo que os marcharais?
– Sí.
Contuve el aliento.
– Jacques le Boeuf ha estado esta noche en la taberna.
Apreté los dientes.
– Alors?
– Es de una zafiedad espantosa.
– Eso no es ninguna novedad.
– No soporto la idea…
– ¿Qué idea?
Nicolas hizo una pausa. Recorrí con los dedos la hendidura del ojo de la dama y clavé la aguja con fuerza.
– El verano pasado oí hablar a tus padres de Jacques le Boeuf. Georges había llegado a un acuerdo con él. Sobre ti.
No le resultaba nada fácil, pero no dije nada para ayudarle.
– Vas a casarte con él. Para Navidad, tal era el acuerdo, aunque quizá eso cambie ahora que los tapices se necesitan antes. Imagino que cuando los terminéis. Para Cuaresma, diría yo.
– Estoy al corriente.
– ¿Lo sabes?
– Me lo dijo Madeleine. Se lo oyó a mi hermano. Esos dos… -agité la mano y no terminé de decir lo que Georges le Jeune y Madeleine hacían. Nicolas se lo podía imaginar-. Aunque me aseguró que no se lo contaría a nadie, es probable que lo sepa todo Bruselas. Pero ¿qué os importa lo que me suceda? No soy nada para vos: tan sólo una chica ciega que no puede admirar vuestra apostura.
– No me gusta que una muchacha bonita tenga que casarse con una bestia, c’est tout -su tono de voz no me dio la impresión de que aquello fuera todo. Esperé.
– Es extraño -continuó-. Esos tapices: es como si me hicieran ver a las mujeres de otra manera. Algunas mujeres.
– Pero no son mujeres de verdad haciendo cosas de verdad.
Nicolas rió entre dientes.
– Las caras, sin embargo, son de verdad: al menos algunas de ellas. Por eso se me conoce, después de todo: por pintar retratos de damas. Y ahora, tapices.
– ¿Os ha ido bien con esos diseños, alors?
– Mejor que a tu padre, por lo que parece.
– Al pobre papá lo está destrozando vuestro Jean le Viste.
– Lo siento mucho.
No dijimos nada durante un rato. Escuché su respiración regular.