– ¿Qué vas a hacer con Jacques le Boeuf? -me preguntó a continuación.
Luc se dio la vuelta en el catre y murmuró algo sin llegar a despertarse.
Reí sin alzar la voz.
– ¿Qué puedo hacer? No soy más que una ciega que tiene la suerte de que alguien quiera casarse con ella.
– Un individuo que huele a orines de oveja.
Me encogí de hombros, aunque mi despreocupación era fingida.
– Tu sais, Aliénor, hay algo que puedes hacer.
Le cambió la voz al decir aquello. Me quedé helada. Sabía qué era lo que estaba pensando. También a mí se me había ocurrido. Pero podía dejarme en peor situación que la de casarme con Jacques le Boeuf.
Nicolas no parecía tener dudas, sin embargo.
– Anímate, preciosa -dijo-, y te contaré toda la historia del cuerno del unicornio.
Pasé los dedos suavemente sobre las crestas de la urdimbre del tapiz, los bultos ásperos, uniformes, de lana y seda que me hacían cosquillas y dejé que mis manos descansaran allí un momento. Mamá y el cura decían que era pecado si no estabas casada, pero no me constaba que aquello hubiera detenido a muchas mujeres, ni siquiera a mamá. Aunque insistiera en que papá y ella se habían casado para unir los talleres de sus padres, mi hermano nació cuando sólo llevaban un mes compartiendo cama como marido y mujer. Ni a Madeleine ni a Georges le Jeune parecía preocuparles su pecado, como tampoco a Nicolas, ni a las parejas que oía en los callejones, ni a las mujeres que reían hablando de ello junto a la fuente o en el mercado.
Clavé la aguja en la boca de la dama para saber dónde tenía que reanudar el trabajo y luego extendí las manos hacia Nicolas. Después de tomarlas, tiró de mí, me levantó del asiento y me llevó, por encima de los que dormían, hasta el huerto. Me colgué de su cuello y hundí la nariz en su piel tibia, que olía maravillosamente.
Me tumbó sobre un lecho de flores: margaritas y claveles, nomeolvides y aguileñas. No me importaba lo que quedase aplastado, excepto el lirio del valle que se balanceaba por encima de mi cara. Requiere muchos cuidados, dura muy poco y su aroma es muy agradable. Me corrí hacia un lado. Ahora tenía la cabeza en un macizo de melisas que me rozaron la frente y las mejillas con sus hojas frescas y rugosas. Afortunadamente la melisa se recupera con facilidad incluso después de aplastarla.
Nunca habría creído que cuando por fin estuviese con un hombre fueran a preocuparme las plantas.
– ¿De qué te ríes, preciosa? -dijo Nicolas, su rostro exactamente encima del mío.
– De nada -dije, alzando una mano para tocarlo. Se apretó contra mí, sus piernas sobre mis caderas, su pecho sobre los míos, su entrepierna empujándome con fuerza. Nunca había tenido encima un peso semejante, pero no me asusté. Quería que me apretara más. Puso su boca en la mía, los labios moviéndose, su lengua me llenó tanto la boca que tuve otra vez ganas de reír. Era suave y al mismo tiempo dura, húmeda y en constante movimiento. Me sorbió la lengua hasta llevarla a su boca y era un sitio cálido, y sentí el sabor de la cerveza que había estado bebiendo, y de algo más que no conocía: su sabor. Me tiró de la ropa, levantándome la falda y apartando el corpiño. La piel se me estremeció al contacto con el aire frío y con la suya.
Todos los sentidos trabajaban, excepto uno. Me pregunté cómo sería ver mientras se hacía aquello. De lo poco que sabía sobre lo que pasaba entre hombres y mujeres -por haber oído a papá con mamá por la noche, o a Georges le Jeune con Madeleine en el huerto, o por las mujeres que bromeaban en el mercado, o que cantaban coplas alusivas-, siempre había pensado que se necesitaban ojos para disfrutarlo, que no se trataba de algo que estuviera a mi alcance, o sólo si era con alguien como Jacques le Boeuf y que en ese caso resultaría doloroso y que siempre me daría miedo. Pero ahora me dolió sólo un momento, cuando Nicolas me penetró la primera vez, y luego mi cuerpo lo sintió por todas partes, su sabor, su tacto, su olor, los ruidos que hacía.
– ¿Qué miras? -le pregunté a Nicolas mientras entraba y salía, y los dos estábamos muy húmedos y hacíamos ruidos de ventosa, como cuando se saca un pie del barro.
– Nada: tengo los ojos cerrados. Es mejor así, porque se siente más. Está demasiado oscuro para ver, de todos modos: no ha salido la luna.
De manera que no me perdía nada. Estaba verdaderamente con él, tanto como pudiera estarlo cualquier otra. Se trataba por tanto de un placer del que también yo podía disfrutar. Algo empezó a alzarse en mí, cada vez más intenso con el ritmo de sus movimientos, hasta que no pude resistir más, y grité al tiempo que mi cuerpo se tensaba y luego se relajaba, como una mano que se transforma en puño y luego se deja ir.
Nicolas me tapó la boca.
– ¡Calla! -susurró, pero también se estaba riendo-. ¿Quieres que te oiga todo el mundo?
Respiré hondo. Más que asustada estaba sorprendida.
Nicolas se movía cada vez más deprisa y hacía sus propios ruidos, la respiración acelerada como la mía, y luego algo caliente se esparció dentro de mi. Dejó de moverse y se me derrumbó encima, tan pesado su cuerpo que no me dejaba respirar. Al cabo de un momento se hizo a un lado. Oí el crujido de las plantas, olí el aroma del lirio de los valles y supe que lo había aplastado. Pero, después de todo, era demasiado dulce, como miel sola, sin pan en el que extenderla. Bajo aquel aroma empalagoso yo olía algo más, más real y semejante a la tierra. Era el olor a cama que había descubierto en otros, pero aquél más reciente, como de brotes nuevos y de tierra cuando acaba de llover.
Respiramos y soltamos el aire, una y otra vez al mismo tiempo, cada vez más despacio hasta quedarnos en silencio.
– ¿Es eso lo que haces con tus putas, entonces? -pregunté.
Nicolas resopló.
– Más o menos. Unas veces es mejor que otras. De ordinario es mejor cuando la mujer disfruta.
Yo había disfrutado.
– ¿Qué olor es ése? -preguntó.
– ¿Cuál?
– El dulce. El otro lo conozco.
– Lirio de los valles. Te has tumbado encima.
Rió entre dientes.
– Nicolas, quiero hacerlo otra vez.
– ¿Ahora? -rió con más fuerza-. Tendrás que darme un minuto, preciosa. Déjame descansar un poco, luego veré si estoy en condiciones de complacerte.
– Mañana -dije-. Y la noche siguiente y la otra.
Nicolas se volvió para mirarme.
– ¿Estás segura, Aliénor? ¿Sabes lo que puede pasar?
Asentí con la cabeza.
– Lo sé -también me lo habían enseñado las conversaciones, las coplas y los chistes. Sabía lo que quería. Era mucho lo que se me había ocultado a causa de mis ojos sin luz. Quería tener aquello y también sus consecuencias.
Durante dos semanas trabajamos juntos en el taller todos los días y yacimos juntos en el huerto por la noche, aplastando todas mis flores. Al final de aquel periodo la lana estaba ordenada, tejidas las damas de El Gusto y de Á Mon Seul Désir, y hablamos acabado. Papá introdujo un espejo bajo El Gusto para que Nicolas pudiera ver el rostro completo de su dama. Aquella noche me dijo adiós en el huerto. Después, con la cabeza sobre mi regazo, añadió:
– No te entristezcas, preciosa.
– No estoy triste -respondí-, y no soy preciosa.
Al día siguiente salió camino de París.
Christine du Sablon
Es un tipo listo, el tal Nicolas des Innocents. Eso se lo reconozco. Cometió su fechoría delante de nuestras narices y ni siquiera lo sospeché hasta mucho después de que se hubiera marchado. Tejer debe de haberme cegado. Estaba tan ocupada, con los ojos tan fijos en el trabajo, que no me di cuenta de lo que sucedía a mi alrededor. Me culpo por el pecado de orgullo en que se convirtió tejer, orgullo que acabó en arrogancia: eso y no ir a misa a la iglesia de Sablon durante la semana, como siempre había hecho antes. Descuidé a Nuestra Señora y a Nuestro Señor y se nos castigó por ello.