Sabía ya hacia dónde me llevaba el río de palabras en el que flotaba. Lo que no sabía era qué sucedería cuando atracase.
– Se ofendería, madame. Y también su esposa.
Geneviéve de Nanterre asintió con la cabeza.
– Efectivamente. Eso es lo que pasaría.
– Pero no es razón…
– De plus, no quiero que mis hijas tengan que contemplar una carnicería mientras hacen de anfitrionas en una fiesta. Habéis visto a Claude, ¿queréis que, mientras come, vea un tajo profundo en el costado de un caballo o un hombre degollado?
– No, madame.
– No tendrá que hacerlo.
En su rincón, las damas de honor se sonreían con suficiencia. Geneviéve de Nanterre me había llevado exactamente a donde quería. Era más inteligente que la mayoría de las damas de la nobleza que había pintado. Debido a ello descubrí que deseaba agradarla. Y un deseo así podía ser peligroso.
– No estoy en condiciones de oponerme a los deseos de monseigneur, madame.
Geneviéve de Nanterre volvió a sentarse en su silla.
– Decidme, Nicolas, ¿sabéis quién os eligió para diseñar esos tapices?
– No, madame.
– He sido yo.
Me quedé mirándola.
– ¿Por qué, madame?
– He visto vuestras miniaturas de las damas de la Corte. Sabéis captar en ellas algo que me agrada.
– ¿De qué se trata, madame?
– De su naturaleza espiritual.
Le hice una reverencia, sorprendido.
– A Claude no le vendrían mal otros ejemplos de esa naturaleza espiritual. Lo intento, pero no escucha a su madre.
Callamos los dos. Pasé a apoyar el peso del cuerpo en el otro pie.
– ¿Qué…, qué querríais que pintara en lugar de una batalla, madame?
Los ojos de Geneviéve de Nanterre brillaron.
– Un unicornio.
Sentí terror.
– Una dama y un unicornio -añadió.
Tenía que haberme oído mientras hablaba con Claude: de lo contrario no lo habría sugerido. ¿Estaba escuchando mientras intentaba seducir a su hija? Traté de adivinarlo por su rostro. Parecía complacida consigo misma, traviesa incluso. Si lo sabía, podía hablar con Jean le Viste de mi increíble audacia, si es que Claude no lo había hecho ya, y perdería el encargo. No sólo eso: con una palabra, Geneviéve de Nanterre podía destruir mi reputación en la Corte y nunca volvería a pintar otra miniatura.
No me quedaba más remedio que tratar de ablandarla.
– ¿Os gustan los unicornios, madame?
A una de las damas de honor se le escapó una risita. Geneviéve de Nanterre frunció el ceño y la muchacha guardó silencio.
– ¿Cómo podría saberlo, si nunca los he visto? No; pienso en Claude. A ella le gustan, y por ser la primogénita, un día heredará los tapices. Más valdrá que sea algo que le guste.
Había oído hablar de la ausencia de un heredero varón en aquella familia, de cuánto tenía que desagradar a Jean le Viste no contar con un hijo a quien transmitir su amado escudo de armas. La culpa de ser padre de tres hijas recaía pesadamente sobre los hombros de su esposa. La miré con un poco más de simpatía.
– ¿Qué queréis que haga el unicornio, madame?
Geneviéve de Nanterre agitó una mano.
– Sugeridme lo que podría hacer.
– Podría ser cazado. A monseigneur le gustaría eso.
Agitó la cabeza.
– No quiero ni caballos ni sangre. Y a Claude no le gustaría que se matara al unicornio.
No podía arriesgarme a sugerir la historia de los poderes mágicos del cuerno del animal. Tendría que utilizar la idea de Claude.
– La dama podría seducir al unicornio. Cada uno de los tapices representaría una escena de los dos en el bosque, la dama tentándolo con música y comida y flores, y al final el unicornio descansaría la cabeza en su regazo. Es una historia popular.
– Quizá. Por supuesto a Claude le gustaría eso. Es una muchacha que está empezando a vivir. Sí, la virgen que doma al unicornio puede ser la solución. Aunque a mí me puede apenar tanto contemplar eso como las escenas de una batalla -lo último lo dijo casi para sus adentros.
– ¿Por qué, madame?
– Estaré rodeada de seducción, de juventud, de amor. ¿Qué interés tiene todo eso para mi? -trataba de adoptar una actitud desdeñosa, pero parecía más bien nostálgica.
No comparte el lecho de su marido, pensé. Ha tenido a sus hijas y ha cumplido su misión. Tampoco bien, claro, sin hijos varones. Ahora está apartada de Jean le Viste y no le queda nada. No era costumbre mía compadecerme de las damas de la nobleza, con habitaciones bien calientes, el estómago lleno y damas de honor para servirlas. Pero en aquel momento me apiadé de Geneviéve de Nanterre. Porque tuve una repentina imagen de mí mismo al cabo de diez años -después de largos viajes, inviernos rigurosos, enfermedades- solo en una cama fría, los miembros doloridos, las manos agarrotadas e incapaces de sostener el pincel. Cuando dejara de ser útil, ¿quién se iba a acordar de mi? La muerte sería bienvenida. Me pregunté si también ella habría pensado en eso.
Me miraba con ojos tristes, inteligentes.
Algo de los tapices sería suyo, pensé de repente. No tratarían sólo de seducción en un bosque, sino también de algo más, no sólo de una virgen sino de una mujer que sería de nuevo virgen, de manera que los tapices fueran sobre toda la vida de una mujer, su comienzo y su final. Todas sus elecciones reunidas en una. Sería eso lo que hiciera. Le sonreí.
En la torre de Saint-Germain-des-Prés tocó una campana.
– Sexta, mi señora -dijo una de las damas.
– Iré ahora -respondió Geneviéve de Nanterre-. Nos hemos perdido los otros oficios y esta tarde no puedo ir a vísperas: me esperan en la Corte con mi señor -se levantó de la silla mientras otra dama le traía el cofre. Alzó los brazos, soltó el broche del collar y se lo quitó, permitiendo que las joyas brillaran un momento en sus manos antes de guardarlas en el interior del cofre. Su dama de honor alzó una cruz salpicada de perlas, con una larga cadena y, cuando Geneviéve de Nanterre hizo un gesto de asentimiento, la pasó por encima de la cabeza de su señora. Las otras damas empezaron a recoger su costura y sus objetos personales. Supe que iba a ser despedido.
– Pardon, madame, pero aceptará monseigneur unicornios en lugar de batallas?
Geneviéve de Nanterre estaba arreglándose el cinturón de hábito que utilizaba al tiempo que una de sus damas retiraba los alfileres de su sobrefalda de color rojo oscuro para que sus pliegues cayeran hasta el suelo y cubrieran las hojas y las flores verdes y blancas.
– Tendréis que convencerlo.
– Pero… sin duda debéis decírselo vos misma, madame. Después de todo, lograsteis que aceptara llamarme a mí para los diseños.
– Ah, eso fue fáciclass="underline" las personas le tienen sin cuidado. Uno u otro artista significan muy poco para él, con tal de que la Corte los acepte. Pero el tema del encargo queda entre vos y él; me propongo no tener nada que ver con ello. Será mejor que lo sepa por vos.
– Quizá Léon le Vieux tendría que hablar con él.
Geneviéve de Nanterre resopló.
– Léon nunca se opondrá a los deseos de mi marido. Sabe guardarse las espaldas. Es inteligente pero no astuto; y lo que se necesita para convencer a Jean es astucia.
Procuré ocultar mi desagrado. El brillo de los dibujos que tendría que hacer me había cegado, pero ahora empezaba a percatarme de lo difícil de mi situación. Prefería, desde luego, pintar una dama y un unicornio en lugar de una batalla con sus muchos caballos, pero tampoco me apetecía ir en contra de los deseos de Jean le Viste. De todos modos, parecía no tener elección. Estaba atrapado en una red tejida entre Jean le Viste, su mujer y su hija, y no sabía cómo escapar. Aquellos tapices iban a crearme muchos problemas, pensé.