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– ¿Cuándo se lo dirás a tu hija? -pregunté. Aliénor no sabía aún lo que planeábamos.

Georges se encogió de hombros. No es cobarde, pero no le gustaba nada la idea de hacerla tan desgraciada. Tampoco yo soy cobarde, pero ni le conté lo que sospechaba ni le pedí a Aliénor que confirmara mis sospechas. Debería haberlo hecho, por supuesto, pero no quería echar a perder la paz de que disfrutábamos en el taller. Durante todos aquellos meses consagrados a los tapices, Georges y yo habíamos dejado a un lado los problemas, pensando en volver a ocuparnos de ellos cuando hubiésemos terminado aquel encargo. Todo estaba detenido: la casa, sucia; el huerto de Aliénor, descuidado; Georges no se ocupaba de buscar nuevos encargos para el año siguiente; yo no iba al mercado ni estaba al tanto de lo que pasaba en el mundo. Me avergüenza decir que incluso nuestras oraciones eran más breves y que descuidábamos los días de fiesta. Sé que trabajamos la tarde de Todos los Santos y la del día de los Difuntos cuando deberíamos habernos quedado en la iglesia.

Pero el problema de Aliénor no podía esperar. Un bebé no se puede dejar para el día siguiente.

Fue Thomas quien lo descubrió. De entre todos los tejedores, sus ojos eran los que más se paseaban, los que no podían quedarse pegados al trabajo que tenía entre los dedos. Si alguna persona se movía por el taller -en especial Aliénor o Madeleine- sus ojos la seguían. Una mañana, Aliénor se detuvo junto a uno de los telares, para pasarle un carrete de lana blanca a Georges, que estaba empezando precisamente el rostro de la dama en La Vista. Joseph y Thomas se hallaban a ambos lados. Al inclinarse sobre el telar, la forma del vientre de Aliénor quedó de manifiesto para quien quisiera verla. Nadie se fijó, excepto Thomas, sentado muy cerca, y en busca de una excusa para dejar de trabajar.

– Vaya, Señora de la Lana -dijo, imitando a Nicolas, aunque sin su encanto-, veo que te estás redondeando. ¿Para cuándo es la cosecha?

Empujé con fuerza los pedales hasta conseguir que traqueteara todo el telar, pero el ruido no impidió que se oyeran sus palabras. Cuando mi telar se inmovilizó, el taller entero quedó en silencio.

Aliénor dejó caer el carrete sobre la urdimbre y dio un paso atrás. Luego se apretó los costados con las manos, pero aquel movimiento le estiró la falda sobre el vientre, de manera que si alguien no había entendido aún las palabras de Thomas, lo hizo entonces.

Fue mi marido, al parecer, quien más tardó en darse cuenta. Cuando Georges teje, se enfrasca en su trabajo y no pierde la concentración con facilidad. Se quedó mirando a Aliénor pero parecía no verla, aunque la tenía delante, las manos apretándose los costados, la cabeza inclinada. Cuando por fin entendió, me miró, y el gesto adusto de mi boca confirmó sus sospechas. Se puso en pie, el banco crujió, Joseph y Thomas se apartaron para hacerle sitio.

– ¿Tienes algo que decirme, Aliénor? -preguntó sin alzar la voz.

– No -la respuesta de nuestra hija fue todavía más sosegada.

– ¿Quién es el responsable?

Silencio.

– Dime quién es.

Ni se movió ni habló. Tenía el rostro descompuesto.

Georges pasó por encima del banco y la derribó de un golpe violento. Como cualquier madre, Aliénor protegió a su hijo, cruzando las manos sobre el vientre mientras caía. Se dio con la cabeza contra el banco del telar. Me levanté de mi asiento y fui a colocarme entre los dos.

– No, Christine -dijo Georges. Me detuve. Hay ocasiones en las que una madre no puede proteger a su hija.

Hubo un movimiento en el umbral. Madeleine había estado mirando lo que sucedía y acto seguido desapareció. Un momento después pasó corriendo por delante de las ventanas del taller.

Aliénor se incorporó. Sangraba por la nariz. Quizá el espectáculo de aquel rojo intenso detuvo la mano de Georges. Nuestra hija se puso de pie tambaleante, luego se dio la vuelta, cruzó el taller cojeando y salió al huerto. Georges miró a su alrededor: Joseph, Thomas, Georges le Jeune y Luc, sentados en hilera como jueces, lo miraban fijamente.

– Volved al trabajo -les dijo.

Lo hicieron, uno a uno, inclinando la cabeza sobre los tapices.

Georges me miró y su rostro sólo reflejaba desesperación. Le hice un gesto con la cabeza, y me siguió al interior de la casa. Nos quedamos uno al lado del otro delante del fuego. Hasta que no sentí el calor de la lumbre no me di cuenta de lo fría que me había quedado en el taller.

– ¿Quién crees que es el padre? -preguntó Georges, que no había relacionado lo que hacía la dama de La Vista con el problema de Aliénor. En cierta manera, yo abrigaba la esperanza de que no lo averiguara nunca.

– No lo sé -mentí.

– Quizá se trate del mismo Jacques le Boeuf -Georges trataba de mostrarse esperanzado.

– Sabes que no. Tu hija nunca se habría prestado a eso con él.

– ¿Qué vamos a hacer, Christine? Jacques no la querrá ya. Probablemente nunca volverá a teñir lana para nosotros. Y está el dinero de la cama que ya he pagado y que es suyo.

Pensé en Aliénor, estremecida en la iglesia de Sablon cuando hablaba de Jacques le Boeuf, y una parte de mí se alegró de que se librara de compartir cama con el tintorero, aunque, por supuesto, tenía que callármelo.

Antes de que pudiera responder se oyeron pasos fuera y entró Madeleine, con Philippe de la Tour pisándole los talones. Suspiré: otra persona más, ajena a la familia, que iba a ser testigo de nuestra vergüenza y de la humillación de Aliénor.

– Márchate -le dijo Georges a Philippe antes de que abriera la boca-. Estamos ocupados.

Philippe hizo caso omiso de su descortesía.

– Quiero hablar con vos -dijo. Luego pareció perder el valor. Madeleine le dio un empujón-. Sobre…, sobre Aliénor -continuó.

Georges cerró los ojos un instante y gruñó.

– De manera que te ha faltado tiempo para contárselo a todo el mundo, ¿no es eso? -le dijo a Madeleine-. ¿Por qué no vas a gritarlo al mercado? O, mejor aún, busca a Jacques le Boeuf y tráelo de la mano, para que vea por sí mismo lo que ha pasado aquí.

Madeleine lo miró con el ceño fruncido.

– Estáis todos ciegos -dijo-. Nunca habéis entendido cuánto la quiere.

La miramos asombrados. Madeleine nunca se atreve a contradecirnos. ¿Podía estar hablando de Jacques le Boeuf? No era la clase de persona que quiera a nadie.

– No os enfadéis, Georges: la intención de Madeleine es buena -dijo Philippe, la voz transida por el miedo-. No he venido a burlarme. Es sólo que… -se detuvo, como si el terror lo ahogara.

– ¿Qué sucede, entonces? ¿Qué servicio nos puedes prestar ahora?

– Soy…, soy yo el padre.

– ¿Tú?

Philippe me miró desesperado. De repente entendí. Hice un leve gesto de asentimiento para darle valor y permitirle seguir adelante. Madeleine debía de tener razón: Philippe quería a Aliénor. Estaba dispuesto a ayudarla: a ella y también a nosotros.

Philippe tragó saliva y, para mantenerse sereno, no apartó los ojos de mi cara.

– Soy el padre y me casaré con Aliénor si ella me acepta.

Philippe de la Tour

Mi esposa es una mujer callada. Eso no es mala cosa: las mujeres calladas no chismorrean y es poco probable que sean motivo de habladurías.

De todos modos me gustaría que conversara más conmigo.

No dijo nada cuando nos casamos, excepto responder a la pregunta del sacerdote. Nunca me habló del hijo que llevaba en el vientre ni de Nicolas. Nunca me dio las gracias. En una ocasión le dije que me alegraba de haberla salvado.

– Me salvé yo -fue su respuesta, antes de darme la espalda.

No vivíamos aún con mis padres, ni lo haríamos hasta que se terminaran los tapices. La necesitaban para coser de noche, no para que durmiera conmigo. Pese a habernos arrodillado ante el sacerdote en la iglesia de Sablon, no habíamos estado juntos aún, y no habíamos hecho las cosas que la prostituta me enseñó durante el verano. Aliénor estaba demasiado hinchada, y poco dispuesta todavía. Todo a su tiempo, era mi esperanza.