Casi habíamos terminado el dobladillo cuando reuní el valor suficiente para preguntarle algo más importante. Contemplé el enorme bulto del regazo, sobre el que descansaban sus manos como sobre una mesa, y el tapiz que lo cubría.
– ¿Cómo vamos a llamar al niño? -le dije en voz muy baja para que no nos oyeran los demás.
Aliénor dejó de coser, la aguja detenida sobre la tela. Como sus ojos están muertos, no basta con mirarle a la cara para saber lo que piensa. Hay que esperar a escuchar su voz. Esperé mucho tiempo. Cuando por fin respondió, el tono no era tan triste como yo esperaba.
– Etienne, por tu padre. O Tiennette, si es niña.
Sonreí.
– Merci, Aliénor.
Mi mujer se encogió de hombros. Pero no empezó a coser enseguida. Clavó la aguja en la costura y la dejó allí. Luego se volvió hacia mí.
– Me gustaría tocarte la cara, para saber cómo es mi marido.
Me incliné hacia ella y puse sus manos en mis mejillas. Aliénor empezó a restregarme y pellizcarme toda la cara.
– ¡Tienes la barbilla tan puntiaguda como mi gato! -exclamó. Le tiene afecto a su gato: la he visto acariciarlo durante horas cuando se le tumba en el regazo.
– Sí -dije-. Como tu gato.
Una semana antes de la Purificación, Georges terminó la última curva de la cola del león. Tres días antes, primero Christine y luego Luc, llegaron al borde del tapiz. Georges trabajaba todavía en un conejo -su firma, que consiste en uno de esos animales llevándose una pata al hocico-, mientras Georges le Jeune terminaba el rabo de un perro. Aliénor se unió entonces a su padre y a su hermano para coser las hendiduras, aunque su vientre abultaba tanto que la obligaba a quedarse lejos del tapiz. Mientras la estaba mirando se detuvo por un momento, las manos apretadas contra el vientre, la frente llena de surcos. Luego empezó otra vez a coser. Unos minutos más tarde hizo lo mismo una segunda vez y supe que estaba empezando el parto.
Si Aliénor guardaba silencio, tampoco querría que yo lo mencionara. De manera que hice un aparte con Christine y le señalé en silencio lo que sucedía.
– Creíamos que faltaban aún varias semanas: se está adelantando -comentó Christine.
– ¿No debería acostarse? -pregunté.
Christine negó con la cabeza.
– Todavía no. Ya tendrá después tiempo de sobra. Puede que tarde aún varios días. Déjala que trabaje si quiere: eso hará que no piense en el dolor.
De manera que Aliénor cosió durante muchas horas aquel día, incluso después de que anocheciera y de que los tejedores hubieran dejado de trabajar. Y aún siguió cosiendo cuando todos dormían ya. Yo me quedé con ella, despierto, tumbado en un catre y oyéndola moverse y ponerse tensa en el banco. Por fin, muy avanzada la noche, me dijo entre gemidos:
– Philippe, busca a mamá.
La acostaron en la cama de sus padres y Georges pasó a dormir al taller. Por la mañana, Luc, a quien Christine había mandado a buscar a la comadrona, regresó precipitadamente al taller poco después.
– ¡Los soldados de Jean le Viste están aquí! -exclamó-. Lo he oído en la calle. Han ido al Gremio en la Grand-Place para preguntar por vos.
Georges y su hijo alzaron la vista del trabajo.
– Todavía quedan dos días para la Purificación -dijo Georges. Se miró las manos-. Acabaremos hoy, pero todavía falta el dobladillo y las mujeres están ocupadas -miró hacia el interior de la casa, desde donde nos llegó un largo gemido que terminó en un grito.
– El dobladillo lo puedo hacer yo -dije muy deprisa, contento de ser útil por fin.
Georges me miró.
– Bon -dijo. Por primera vez desde que Aliénor y yo nos habíamos casado sentí que colaboraba de verdad con el taller.
– No te preocupes, muchacho -añadió Georges dirigiéndose a Luc, que no lograba estarse quieto-. Los soldados esperarán. Tiens, ve a decir a Joseph y a Thomas que vengan esta tarde para el corte del tapiz: querrán estar aquí. No podemos hacer nada por las mujeres -otro gemido procedente del interior hizo que padre e hijo hundieran sus cabezas en el trabajo y que Luc saliera corriendo del taller.
Aliénor gritaba cuando separamos La Vista de su telar. Se supone que el corte de un tapiz es un momento de alegría, pero sus alaridos nos empujaron a cortarlo lo más deprisa que pudimos. Sólo cuando le dimos la vuelta y lo vimos entero por primera vez dejé de prestar atención a los gritos de Aliénor.
Georges lo miró y se echó a reír. Era como si hubiera contenido el aliento durante meses y de repente pudiera por fin respirar de nuevo. Mientras Georges le Jeune y Luc y Thomas se daban unos a otros palmadas en la espalda, Georges rió y rió, con Joseph haciéndole compañía. Rieron tanto que tuvieron que sujetarse el uno con el otro, mientras lloraban a lágrima viva. Era una extraña respuesta a un largo viaje, pero descubrí que también reía yo. Habíamos recorrido, desde luego, mucho camino juntos.
Aliénor gritó de nuevo y todos nos detuvimos. Georges se secó los ojos, me miró y dijo:
– Estaremos en Le Vieux Chien. Hazme saber quién llega primero, si el niño o los soldados.
Luego, después de casi dos años de un trabajo que lo había encanecido, que lo había cargado de hombros y le había hecho empezar a bizquear, el lissier se alejó del tapiz sin volverse siquiera a mirarlo. Creo que lo hizo deliberadamente.
Cuando se hubieron marchado, estudié La Vista durante mucho tiempo. La dama está sentada, y el unicornio descansa en su regazo. Podría pensarse que se aman. Quizá sea así. Pero la dama sostiene un espejo y el unicornio podría muy bien contemplarse con ojos amorosos en lugar de mirar a la dama, que tiene los ojos torcidos y le pesan los párpados. Su sonrisa está llena de aflicción. Puede que ni siquiera vea al unicornio.
Eso es lo que pienso.
Me alegré de que Georges me confiara el dobladillo. Busqué la tira de lana marrón, aguja e hilo y, con mucho cuidado, recogí los hilos de la urdimbre como les había visto hacerlo a Aliénor y a Christine. Luego me senté junto a la ventana y di primero una puntada y luego otra. Cosí tan despacio como si estuviera contando los cabellos de un bebé dormido. Cada vez que oía gritar a Aliénor, apretaba los dientes y luchaba contra el temblor que se apoderaba de mis manos.
Había cosido la mitad de un lado del tapiz cuando cesaron los alaridos. También me detuve yo y me limité a esperar. Aunque debería haber rezado, estaba demasiado asustado para hacer hasta eso.
Finalmente, Christine apareció en el umbral con un atadijo de tela suave en los brazos y me sonrió.
– ¿Aliénor? -pregunté.
A Christine le hizo reír la expresión de mi cara.
– Tu esposa está bien. Todas las mujeres gritan. Los partos son así. Pero ¿no quieres saber qué te ha nacido? Te presento a un nuevo tejedor -me mostró a su nieto. Tenía la cara aplastada y roja y ni un solo pelo en la cabeza.
Me aclaré la garganta y extendí los brazos para recibir a Etienne.
– Habéis olvidado quién es su padre -dije-. Este niño será pintor.
5. París
Nicolas des Innocents
Nunca me han gustado las semanas que preceden a la Cuaresma. Hace frío: un frío que ha durado demasiado, un frío que se me ha metido en los huesos. Estoy cansado de sabañones, de articulaciones que crujen, y de la manera en que mantengo tenso el cuerpo, porque si me dejo ir siento aún más frío. Hay poco que comer y lo que queda no es nada apetitoso: está escabechado y salado y es seco y duro. Echo de menos las lechugas recién cortadas, la caza recién muerta, una ciruela o una fresa.
No trabajo mucho durante Septuagésima: tengo las manos agarrotadas por el frío y no soy capaz de empuñar un pincel. Y tampoco encuentro mujeres que me agraden. Espero. Prefiero la Cuaresma, pese a sus rigores. Al menos cada día que pasa hace más calor y hay más luz, aunque todavía escasee la comida.