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Una mañana glacial, cuando tiritaba en la cama bajo muchas mantas y me preguntaba si merecía la pena levantarse, recibí un mensaje para reunirme con Léon le Vieux en Saint-Germain-des-Prés. No voy por allí desde hace tiempo, por temor a encontrarme con Geneviéve de Nanterre. Tenía, en cambio, escaso temor y ninguna esperanza de ver a su hija. Un amigo que mantiene los ojos abiertos en beneficio mío sobre lo que sucede en la rue du Four -donde no me atrevía a dejarme ver- me contó que a Claude la habían desterrado de París el verano pasado, aunque ninguno de los criados sabía dónde. También Béatrice había desaparecido.

Me puse toda la ropa que poseo y apresuré el paso hacia el sur, cruzando el Sena helado por el pont au Change y el pont Saint-Michel. No me paré en Notre Dame: hacía demasiado frío incluso para eso. Cuando llegué a Saint-Germain-des-Prés miré dentro de la iglesia con precaución, preguntándome si encontraría arrodillada a Geneviéve de Nanterre. Pero no había nadie: era un momento intermedio entre dos misas y el recinto estaba demasiado frío para entretenerse allí.

Finalmente encontré a Léon en el marchito jardín del claustro. Pocas cosas crecían en aquella época del año, aunque había unas cuantas campanillas de invierno y otros brotes que asomaban entre el barro. Ignoraba en qué podrían convertirse. Aliénor había tratado de instruirme acerca de las plantas, pero todavía necesitaba algo más que un bultito verde para discernir su futuro.

En invierno Léon le Vieux camina con un bastón para protegerse contra la nieve y el hielo. Ahora lo utilizaba para hurgar en las matas de espliego y romero. Alzó la vista.

– Siempre me sorprende lo resistentes que son en invierno, cuando todo lo demás está muerto -se agachó y arrancó unas hojas de cada una, luego las aplastó entre los dedos, que se llevó a la nariz-. Por supuesto que no son tan aromáticas ahora: para eso necesitan sol y calor.

– También dependerá del jardinero, non?

– Quizá -Léon le Vieux dejó caer las hojas y se volvió hacia mí-. Han llegado los tapices de Jean le Viste.

La noticia me produjo una inesperada oleada de alegría.

– ¡De manera que Georges consiguió terminarlos para la Purificación! ¿Habéis ido a Bruselas?

Léon le Vieux negó con la cabeza.

– Me niego a viajar en invierno dado el estado de los caminos; no lo haría ni aunque me lo pidiera el Rey.

A mi edad hay que estar sentado junto al fuego y no dedicarse a viajar día y noche por nieve y fango para traer los tapices a París a tiempo. Quiero morir en mi cama y no en una posada mugrienta, de camino para cualquier sitio. No; envié un mensaje con los soldados y le pedí a un mercader de Bruselas, conocido mío, que comprobara la calidad del trabajo. Y, por supuesto, el gremio de tejedores los aprobó: eso es lo importante.

– ¿Los habéis visto? ¿Qué aspecto tienen?

Léon le Vieux hizo un gesto con el bastón y empezó a caminar hacia el arco por donde se salía del claustro.

– Ven conmigo a la rue du Four y podrás verlos.

– ¿Seré bien recibido?

– Monseigneur Le Viste los ha colgado ya, y quiere que los examines para estar seguro de que la altura es la correcta -se volvió a mirarme y añadió-: Écoute, pórtate bien cuando estés allí -luego se echó a reír.

Ni siquiera en las fantasías más alcohólicas de mis veladas en Le Coq d'Or había soñado con que se me invitara a entrar sin problemas en casa de Claude le Viste. Allí estaba, sin embargo, con el mayordomo de gesto avinagrado dejándonos pasar. Si no me hubiera acompañado Léon le Vieux me habría lanzado contra él, para devolverle la paliza. Tuve, en cambio, que seguirlo mansamente mientras nos conducía a la Grande Salle y luego nos dejaba allí para ir en busca de su señor.

Me situé en el centro de la estancia, con Léon le Vieux a mi lado, y fui mirando a las diferentes damas, mis ojos de un lado a otro, tratando de captarlas todas a la vez. Las contemplé más tiempo del que he pasado nunca examinando cualquier cosa. Léon tampoco se movía ni hablaba. Era como si estuviéramos atrapados en un sueño. Y no estaba seguro de querer despertarme.

Cuando por fin Léon cambió de postura, abrí la boca para decir algo, pero lo que hice fue reírme. Fue una reacción inesperada. Sin embargo, seguía pensando ¿cómo he podido alguna vez preocuparme por leones con aspecto de perros, unicornios gordos y naranjas que parecían nueces, cuando estaban aquí estas damas? Todas ellas eran hermosas, y vivían tranquilas, satisfechas. Hallarse entre ellas era formar parte de su existencia mágica, llena de felicidad. ¿Qué unicornio no se dejaría seducir por ellas?

No eran sólo las damas lo que daba tanta fuerza a los tapices, sino también las millefleurs. Las faltas que pudiera haber en los dibujos se esfumaban en aquel campo azul y rojo con miles de flores. Tenía la sensación de hallarme en un prado estival, pese a que en París el día fuese frío y oscuro. Aquellas millefleurs completaban la habitación, y unían a las damas y a sus unicornios, a los leones y a las criadas, y también a mí. Sentí que estaba con todos ellos.

– ¿Qué te parecen? -me preguntó Léon.

– Gloriosos. Son incluso mejores de lo que nunca soñé que pudiera hacerlos.

Léon rió entre dientes.

– Veo que tu orgullo sigue incólume. Recuerda que sólo has sido una parte de su creación. Georges y su taller merecen los mayores elogios -era el tipo de comentario que a Léon le Vieux le gustaba hacer.

– Gracias a ellos a partir de ahora le irán muy bien las cosas a Georges.

Léon negó con la cabeza.

– No le enriquecerán: Jean le Viste es más bien tacaño. Y, por lo que he oído, es posible que Georges tarde en aceptar nuevos encargos. Mi amigo, el mercader de Bruselas, me ha dicho que sólo lo vio borracho o dormido, y que ahora bizquea. De hecho, fue el cartonista quien ayudó a Christine a coser el dobladillo del último tapiz: Georges estaba borracho y la hija acababa de dar a luz -me miró entornando los ojos-. ¿Sabes algo de eso?

Me encogí de hombros, aunque sonreí para mis adentros: Aliénor había conseguido de mí lo que quería.

– No he estado en Bruselas desde mayo pasado, ¿cómo podría saberlo?

– No has estado en Bruselas desde hace nueve meses, ¿eh? -Léon le Vieux movió la cabeza-. Es iguaclass="underline" Aliénor se ha casado con el cartonista.

– Ah.

Mi sorpresa fue mayor de lo que dejé traslucir. Philippe no era tan tímido con las mujeres como yo creía. Sin duda había sido una ayuda presentarle a la prostituta. De todos modos, me alegraba por Aliénor. Philippe era un hombre bueno, bien distinto de Jacques le Boeuf.

– No habéis dicho lo que pensáis de los tapices -comenté-. Vos, que queréis que vuestras mujeres sean reales. ¿Os he…, os hemos hecho cambiar de idea, Georges y yo, y también Philippe?

Léon recorrió otra vez toda la sala con los ojos; luego se encogió de hombros y apareció en sus labios una sonrisa.

– Hay algo en ellas que no había visto ni sentido antes. Entre todos habéis creado, para que vivan esas damas, un mundo completo, aunque no sea nuestro mundo.

– ¿Os tientan?

– ¿Las damas? Non.

Reí entre dientes.

– De manera que no os hemos convertido, a pesar de todo. Las damas no son tan poderosas como creía.

Se oyó un ruido del otro lado de la puerta y Jean le Viste y Geneviéve de Nanterre entraron en la Grande Salle. Hice deprisa una reverencia para esconder mi sorpresa, porque no esperaba ver a la señora de la casa. Al alzar los ojos vi que me sonreía como lo había hecho el día que la conocí, cuando por primera vez coqueteé con Claude: me sonreía como si ya conociera mis pensamientos.