– Veamos, ¿qué opina el pintor de los tapices? -quiso saber Jean le Viste. Me pregunté si había olvidado mi nombre. Antes de que pudiera hablar, añadió-¿Cuelgan a la altura conveniente? Se me ha ocurrido que quizá estuvieran mejor a una braza más por encima del suelo.
Era una suene que no hubiera hablado, porque me di cuenta de que Jean le Viste no quería hablar de la belleza de los tapices ni de la habilidad de los tejedores, sino, más bien, de en qué medida realzaban su.sala. Estudié un momento su colocación. Quedaban del suelo a la distancia de una mano. Eso situaba a las damas casi a nuestra altura. Elevarlos más las alejaría en exceso.
Me volví hacia Geneviéve de Nanterre.
– ¿Qué os parece, madame? ¿Deben estar más altas las damas?
– No -dijo-. No es necesario.
Asentí.
– Creo, monseigneur, que estamos de acuerdo en que la sala resulta admirable tal como se halla.
Jean le Viste se encogió de hombros.
– Servirá para la ocasión.
Se dio la vuelta para marcharse. No pude resistirlo.
– Por favor, monseigneur, ¿qué tapiz os gusta más?
Jean le Viste se detuvo y miró a su alrededor como si sólo en aquel momento se diera cuenta de que los tapices estaban para mirarlos. Frunció el ceño.
– Ése -dijo, señalando El Oído-. La bandera es excelente y el león, noble. Venid -le dijo a Léon le Vieux.
– Voy a quedarme un momento para hablar con Nicolas des Innocents -anunció Geneviéve de Nanterre. Jean le Viste apenas pareció oír, y se dirigió hacia la puerta seguido de Léon le Vieux. El anciano se volvió a mirarme antes de salir, como para recordarme su advertencia anterior acerca de mi comportamiento. Sonreí ante la idea. No me quedaba con la mujer adecuada para hacer fechorías.
Cuando se hubieron marchado, Geneviéve de Nanterre rió en voz baja.
– Mi marido no prefiere ninguno. Ha elegido el tapiz que tenía más cerca, ¿no lo habéis notado? Y no es el mejor: las manos de la dama son poco elegantes y el diseño del mantel es demasiado recto y duro.
Estaba claro que había estudiado los tapices con detenimiento. Al menos no había acusado de gordura al unicornio.
– ¿Qué tapiz os gusta más, madame?
Lo señaló con el dedo.
– Ése -me sorprendió que eligiera El Tacto: esperaba que prefiriese Á Mon Seul Désir. Después de todo, la dama era ella.
– ¿Por qué ése, madame?
– La dama está muy tranquila; tiene el alma en paz. Se halla en un umbral, se dispone a pasar de una vida a otra, y mira feliz hacia el futuro. Sabe lo que le espera.
Pensé en lo que me había servido de inspiración para presentar a la dama de aquella manera: Christine en el umbral del taller, feliz porque iba a tejer. Era tan diferente de lo que Geneviéve de Nanterre acababa de describir que tuve que contener el impulso de corregirla.
– ¿Qué os parece esta otra dama? -señalé a la de Á Mon Seul Désir-. ¿No abandona también un mundo por otro?
Geneviéve de Nanterre no dijo nada.
– La pinté especialmente para vos, madame, con el fin de que los tapices no se ocupen sólo de una seducción, sino que traten también del alma. Si os fijáis, es posible empezar con este tapiz, el de la dama poniéndose el collar, y dar la vuelta a la sala siguiendo la historia de cómo seduce al unicornio. O se puede hacer el recorrido contrario, de manera que la dama diga adiós a cada uno de los sentidos y la historia termine con este tapiz, en el que se quita el collar para guardarlo, y renuncia a la vida corporal. ¿Os dais cuenta de que lo he hecho para vos? Cuando la dama sostiene las joyas de la manera en que lo hace, no sabemos si se las pone o se las quita. Puede ser cualquiera de las dos cosas. Ése es el secreto que he encerrado para vos en los tapices.
Geneviéve de Nanterre negó con la cabeza.
– La dama no parece haber decidido qué es lo que prefiere: si la seducción o el alma. Yo sé lo que prefiero, y me hubiera gustado que su elección quedase reflejada con toda claridad. Tiens, es mejor que los tapices cuenten la seducción del unicornio; a la larga pasarán a mi hija, y a Claude le gustará la seducción -me miró y me sonrojé.
– Siento que no os gusten, madame -lo sentía de verdad. Creía haber sido muy inteligente, pero la inteligencia me había jugado una mala pasada.
Geneviéve de Nanterre se volvió, abarcando una vez más todos los tapices al mismo tiempo.
– Son muy hermosos y eso es suficiente. Sin duda Jean está contento, aunque no lo demuestre, y a Claude le encantarán. Para daros las gracias, me gustaría que acudierais mañana por la noche a la fiesta que celebraremos aquí.
– ¿Mañana?
– Sí, la fiesta de San Valentín. El día en que las aves eligen su pareja.
– Eso dicen.
– Os veremos aquí mañana, entonces -me miró una vez más antes de alejarse.
Le hice una reverencia cuando ya me daba la espalda. Una de las damas de honor miró un instante al interior de la sala y luego se marchó con su señora.
Entonces me quedé a solas con los tapices. Estuve mucho tiempo en la sala, mirándolos y preguntándome por qué ahora me llenaban de melancolía.
No había asistido nunca a una fiesta de la aristocracia. A los pintores no se les suele invitar a esas celebraciones. De hecho, no estaba nada seguro de por qué Geneviéve de Nanterre reclamaba mi presencia. Muy deprisa y con un gasto considerable hice que me confeccionaran una nueva túnica -terciopelo negro con ribetes amarillos- y una gorra a juego. Me limpié las botas y me lavé, aunque el agua estaba helada. Conseguí cuando menos que, al llegar a la casa de la rue de Four, iluminada con antorchas, los criados me permitieran el paso sin pestañear, como si fuera otro noble más. En mi cuarto me había encontrado muy elegante con mi túnica y mi gorra nuevas -y había recibido el aliento de hombres y mujeres en Le Coq d'Or-, pero mientras me dirigía hacia la Grande Salle entre las damas y los caballeros ricamente ataviados que me rodeaban me sentí como un palurdo.
Tres niñas corrían entre los invitados. La de más edad era Jeanne, la que miraba el interior del pozo el día que conocí a Claude, su hermana e hija mayor de Jean le Viste. La segunda se parecía a ella y debía de ser Geneviéve, la menor. La otra niña sólo me llegaba a la rodilla y no se parecía en nada a las Le Viste, aunque era bonita a su manera, con tirabuzones de color rojo oscuro que se le desordenaban por el cuello. Como éramos muchos, una de las veces que pasó cerca de mí se me enganchó entre las piernas, y cuando la enderecé me miró con el ceño fruncido de una manera que me pareció familiar. Pero se fue corriendo antes de que pudiera preguntarle cómo se llamaba.
La sala estaba abarrotada de invitados, con juglares que tocaban, bailaban y hacían acrobacias, y con criados que ofrecían vino y exquisiteces: huevos de codorniz escabechados, chuletas de cerdo, albóndigas decoradas con flores disecadas, incluso frambuesas, de ordinario imposibles de encontrar en invierno.
Jean le Viste se hallaba en un extremo de la sala, junto al tapiz de El Olfato, vestido de rojo con ribetes de piel, rodeado de otros caballeros que vestían de la misma manera. Conversarían sobre el Rey y la Corte, cuestiones que nunca me han interesado en exceso. Prefería el lado de la sala de Geneviéve de Nanterre, donde podía contemplar a las damas con sus brocados y sus pieles de visón, zorro y conejo. La señora de la casa vestía, con bastante sencillez, seda azul celeste y piel de conejo gris, y se había colocado muy cerca de Á Mon Seul Désir.
Los tapices eran muy admirados pero, aunque templaban la sala y suavizaban el ruido de tantas personas, no resultaban ya tan llamativos como cuando había estado a solas con ellos. Entendía ahora que una batalla, con el estruendo de caballos y jinetes, podía haber resultado más adecuada para una sala de fiestas, mientras que los tapices del unicornio deberían colgarse en la cámara de una dama. Jean le Viste tenía razón, después de todo.