– Se me ocurre una idea ingeniosa, madame -la dama de honor que hablaba era la menos agraciada, pero tenía unos ojos muy vivos que se movían de aquí para allá mientras pensaba-. Se trata de un juego de palabras. Ya sabéis que a monseigneur le gustan.
– Es cierto -asintió Geneviéve de Nanterre.
– Visté significa velocidad. El unicornio es visté, n’est-ce pas? No hay animal que corra con mayor rapidez. De manera que cuando vemos un unicornio pensamos en Viste.
– Eres muy lista, Béatrice… Si tu idea convence a mi marido, podrás casarte con nuestro artista, Nicolas des Innocents. Te daré mi bendición.
Alcé bruscamente la cabeza. Béatrice rió a carcajadas y las restantes damas hicieron lo mismo. Por mi parte, sonreí cortésmente. Ignoraba si aquello era una broma de Geneviéve de Nanterre.
Todavía riendo, la señora de la casa salió con sus acompañantes, dejándome solo.
Me quedé en la habitación, silenciosa ya. Tenía que encontrar una vara larga y volver a la Grande Salle para realizar las mediciones. Pero era un placer seguir allí, sin damas que se rieran de mí. Podía pensar en aquel espacio.
Miré a mi alrededor. Dos tapices colgaban de las paredes y, junto a ellos, la Anunciación que había pintado yo. Estudié los tapices. Eran de la vendimia, los varones que cortaban los racimos y las mujeres que pisaban la uva, con las faldas recogidas que dejaban al descubierto las pantorrillas salpicadas de mosto. Los tapices eran mucho más grandes que el cuadro y tenían menor profundidad. El tejido hacía que las figuras parecieran toscas, y menos carnales y próximas que la Virgen de mi cuadro. Pero daban calor a la habitación y llenaban un mayor espacio con sus intensos rojos y azules.
Toda una sala llena de tapices sería como crear un pequeño mundo, lleno, además, no de hombres y caballos en una batalla, sino de mujeres. Lo prefería con diferencia, por difícil que resultase convencer a Jean le Viste.
Miré por la ventana. Geneviéve de Nanterre y Claude le Viste caminaban con sus damas hacia la iglesia, las faldas agitadas por el viento. La luz del sol era tan brillante que se me humedecieron los ojos y tuve que cerrarlos. Cuando miré de nuevo ya no estaban, y las había reemplazado la criada que llevaba un hijo mío en el vientre. Sostenía un cesto y caminaba con dificultad en la dirección opuesta.
¿Por qué se había reído tanto Béatrice, la dama de honor, ante la idea de casarse conmigo? Aunque no había pensado aún mucho en el matrimonio, daba por sentado que antes o después tendría una esposa que me cuidara cuando fuese viejo. Estaba bien considerado en la Corte, no me faltaban encargos y ahora los nuevos tapices me permitirían mantenernos a mí y a mi esposa. No tenía aún el cabello gris, sólo me faltaban dos dientes y podía cabalgar tres veces a una fémina la misma noche si surgía la necesidad. No era más que artista, es cierto: ni caballero ni mercader rico. Pero tampoco herrero ni picapedrero ni agricultor. Tenía las manos limpias y las uñas bien cuidadas. ¿Por qué se reía tanto?
Decidí que lo primero era terminar de medir la Grande Salle, prescindiendo de lo que tuviera que dibujar para cubrir sus paredes. Necesitaba una vara larga, y encontré al mayordomo en el almacén de la casa, contando velas. Se mostró tan desagradable conmigo como antes, pero me indicó que fuera a los establos.
– Ten cuidado con esa vara -me ordenó-. No hagas algún estropicio con ella.
Se me escapó una sonrisa.
– No te tomaba por alcahuete -dije.
El mayordomo frunció el ceño.
– No me refiero a eso. Pero no me sorprende que lo interpretes así, dado que eres incapaz de controlar tu propia verga.
– ¿De qué hablas?
– Lo sabes muy bien. De lo que has hecho con Marie-Céleste.
Marie-Céleste. El nombre no me decía nada.
Al observar mi desconcierto, me obsequió con un rugido.
– La criada a la que dejaste embarazada, mequetrefe.
– Ah, ésa. Tendría que haber tenido más cuidado.
– Y tú también. Es una buena chica que se merece algo mejor.
– Lo de Marie-Céleste es una lástima, pero le he dado dinero y no tendrá problemas. Ahora lo que necesito es una vara.
El mayordomo gruñó. Mientras me volvía para marcharme, murmuró:
– Ándate con cuidado, mequetrefe.
Encontré la vara en los establos y cruzaba el patio con ella cuando Jean le Viste en persona salió a buen paso de la casa. Se cruzó conmigo sin mirarme siquiera -debió de pensar que era un criado más- y tuve que llamarlo, «¡Monseigneur, un momento, por favor!». Si no le decía algo entonces, quizá no tuviera nunca otra oportunidad de hablar a solas con él.
Jean le Viste se volvió para ver quién lo llamaba, lanzó un gruñido y siguió caminando. Tuve que correr para ponerme a su altura.
– Os lo ruego, monseigneur, me gustaría que hablásemos un poco más sobre los tapices.
– Debes hablar con León, no conmigo.
– Sí, monseigneur, pero considero que para algo tan importante como esos tapices es mejor consultaron directamente.
Mientras me apresuraba tras él, el extremo de la vara se inclinó, tropezó con una piedra, se me cayó de la mano y rebotó contra el suelo. El ruido se oyó por todo el patio. Jean le Viste se detuvo y me miró indignado.
– Estoy preocupado, monseigneur -me apresuré a decirle-. Me preocupa que no cuelguen de vuestros muros las obras que otros esperarían de un miembro tan destacado de la Corte. De un presidente de la Corte de Ayudas, nada menos -se me ocurrían las palabras a medida que caminaba.
– ¿De qué me hablas? Estoy muy ocupado.
– He visto dibujos encargados a mis colegas por familias nobles para distintos tapices. Todos tienen una cosa en común: un fondo de millefleurs -aquello era cierto; era verdad que se habían popularizado los fondos con un tupido diseño de flores, sobre todo a medida que los tejedores del norte perfeccionaban la técnica.
– ¿Flores? -repitió Jean le Viste, mirándose los pies como si acabara de tropezar con unas cuantas.
– Sí, monseigneur.
– No hay flores en las batallas.
– No, monseigneur. No son batallas lo que han estado tejiendo. Varios de mis colegas han dibujado escenas con… con unicornios, monseigneur.
– ¿Unicornios?
– Sí, monseigneur.
La expresión de Jean le Viste se hizo tan escéptica que rápidamente añadí otra mentira, confiando en que no llegara nunca a descubrirla.
– Varias familias nobles los han encargado: Jean d,Alençon, Charles de Saint-Émilion, Philippe de Chartres -traté de nombrar familias que Jean le Viste nunca visitaría, o porque vivían demasiado lejos, o porque eran demasiado nobles (o no lo suficiente) para los Le Viste.
– No encargan batallas -repitió Jean le Viste.
– No, monseigneur.
– Unicornios.
– Así es, monseigneur. Están de moda. Y se me ha ocurrido que un unicornio podría ser apropiado para vuestra familia -le expliqué el juego de palabras de Béatrice.
La expresión de Jean le Viste no se modificó, pero hizo un gesto de asentimiento y eso bastaba.
– ¿Sabes qué es lo que tiene que hacer ese unicornio?
– Sí, monseigneur, lo sé.
– De acuerdo, entonces. Díselo a Léon. Y preséntame los dibujos antes de Pascua -Jean le Viste se volvió para cruzar el patio. Le hice una reverencia cuando ya estaba de espaldas.
Convencerlo no me había costado tanto como temía. Estaba en lo cierto al deducir que Jean le Viste querría lo que pensaba que tenían todos los demás. Porque eso es lo que sucede con la nobleza que carece de la tradición de muchas generaciones: imita más que inventa. A Jean le Viste no se le ocurría que pudiera aumentar su prestigio encargando tapices de batallas cuando nadie más lo hacía. Pese a lo seguro de sí mismo que parecía, no estaba dispuesto a abrir caminos. Yo estaba a salvo mientras no descubriera que no existían otros tapices de unicornios. Tendría, por supuesto, que dibujar los mejores tapices posibles, tapices que hicieran que otras familias desearan otros parecidos y de los que Jean le Viste se sintiera orgulloso por haber sido el primero en encargarlos.