Ahora Jeanne pasa más tiempo con Geneviéve, que es un encanto pero sólo tiene siete años, y Jeanne siempre ha preferido estar con chicas mayores. Por otra parte Geneviéve es la favorita de mamá, y eso irrita a Jeanne. Es verdad que lleva el precioso nombre de nuestra madre, mientras que a Jeanne y a mí, en cambio, nuestros nombres nos recuerdan que no somos los varones que papá deseaba. Mamá hizo que Béatrice se quedara para cuidarme, y terminó por irse con mis hermanas a Nanterre. Luego envié a Béatrice a por peladuras de naranja cocidas con miel, que es una cosa muy de mi gusto, diciéndole que me sentarían el estómago. Insistí en que fuera a comprarlas al puesto cercano a Notre Dame. Béatrice alzó los ojos al cielo pero fue. Cuando se marchó suspiré hondo y corrí a mi cuarto. Los pezones me rozaban contra la camisa; me tumbé en la cama y me puse una almohada entre las piernas, anhelando una respuesta para las preguntas de mi cuerpo. Me sentía como si fuese una oración, de las que se cantan durante la misa, que se interrumpiera y quedase inacabada. Finalmente me levanté, me arreglé la ropa y el tocado y corrí a la cámara de mi padre. La puerta estaba abierta y miré adentro. Sólo vi a Marie-Céleste que, agachada delante de la chimenea, encendía el fuego. Cuando era más pequeña y pasábamos el verano en el château d'Arcy, Marie-Céleste nos llevaba a Jeanne, a Geneviéve y a mí a la orilla del río y nos cantaba canciones subidas de tono mientras lavaba la ropa. Me apetecía hablarle de Nicolas des Innocents, sobre dónde quería que me tocara y lo que haría yo con la lengua. Después de todo, sus canciones y cuentos me habían enseñado aquellas cosas. Pero algo me detuvo. Había sido amiga mía cuando era niña, pero ahora he crecido, pronto tendré una dama de honor y empezaré a prepararme para el matrimonio, y no estaría bien hablar de cosas así con ella.
– ¿Por qué enciendes el fuego, Marie-Céleste? -le pregunté en cambio, aunque sabía ya la respuesta.
Alzó la vista. Tenía una mancha gris en la frente, como si todavía fuera Miércoles de Ceniza. Siempre ha sido una chica descuidada.
– Una visita, mademoiselle -contestó-. Para vuestro padre.
La leña empezaba a echar humo, y llamitas que la lamían aquí y allí. Marie-Céleste se agarró a una silla y se puso en pie con un resoplido. Tenía la cara más redonda que antes. Y me fijé en su cuerpo, horrorizada.
– ¿Marie-Céleste, estás encinta?
Bajó la cabeza. Era extraño: todas las canciones que nos había cantado sobre doncellas engañadas, y nunca debió de pensar que pudiera sucederle. Todas las mujeres quieren hijos, por supuesto, pero no así, ni sin marido.
– ¡Tonta, más que tonta! -la reñí-. ¿Quién es?
Marie-Céleste movió la mano como para despedir la pregunta.
– ¿Trabaja aquí?
Negó con la cabeza.
– Alors, ¿se casará contigo?
Marie-Céleste torció el gesto.
– No.
– ¿Y qué vas a hacer tú?
– No lo sé, mademoiselle.
– Mamá se pondrá furiosa. ¿Te ha visto?
– La evito, mademoiselle.
– No tardará en enterarse. Al menos deberías llevar una capa para ocultarlo.
– Las criadas no llevan capa, mademoiselle; no se trabaja bien con capa.
– No podrás seguir trabajando mucho tiempo de todos modos, tal como estás. Necesitas volver con tu familia. Attends, tienes que contarle algo a mamá. Ya sé: dile que tu madre está enferma y que has de cuidarla. Luego vuelves, después de que nazca la criatura.
– No puedo ir a hablar a vuestra madre con este aspecto, mademoiselle; sabrá de inmediato lo que me pasa.
– Se lo diré yo, entonces, cuando vuelva de Nanterre -me daba lástima y quería ayudarla.
Marie-Céleste se animó.
– Muchísimas gracias, mademoiselle. ¡Qué buena sois!
– Más valdrá que te vayas en cuanto puedas.
– Gracias, muchísimas gracias, mademoiselle. Nos veremos cuando regrese -se volvió para marcharse, pero cambió de idea-. Si es una niña le pondré vuestro nombre.
– Eso estará bien. ¿Si es niño le pondrás el nombre del padre?
Marie-Céleste entornó los ojos.
– Nunca -dijo desdeñosamente-. ¡No quiere saber nada de la criatura y yo tampoco quiero saber nada de él!
Cuando se hubo marchado estuve viendo con calma la cámara de papá. No es un sitio cómodo. Las sillas de roble no tienen cojines, y crujen si te mueves. Creo que papá las ha hecho así para que nadie se entretenga mucho con él. Me he fijado en que tío Léon nunca se sienta cuando viene a ver a papá. Las paredes están cubiertas de mapas de nuestras propiedades -el château d'Arcy, nuestra casa de la rue du Four, la casa de la familia Le Viste en Lyon-, así como de otros de tierras en litigio, conflictos en los que papá trabaja para el Rey. Los libros que posee se guardan aquí en un arcón cerrado con llave.
Hay dos mesas en la habitación: una en la que papá escribe, y otra de mayor tamaño sobre la que extiende mapas y documentos para reuniones. La mesa está vacía casi siempre, pero esta vez había allí varias hojas de papel grandes. Miré a la que estaba encima y retrocedí sorprendida. Era un dibujo y allí estaba yo. Me hallaba entre un león y un unicornio, y sostenía un periquito sobre una mano enguantada. Llevaba un vestido y un collar muy hermosos, con un sencillo pañuelo para la cabeza que me dejaba suelto el pelo. Miraba de soslayo al unicornio y sonreía como si estuviera pensando en un secreto. El unicornio era grato de ver, rollizo y blanco, y se alzaba sobre las patas traseras, con un largo cuerno en espiral. Tenía vuelta la cabeza para no mirarme, como si temiera dejarse cautivar por mi belleza. Llevaba una capa pequeña con el escudo de Le Viste y el viento parecía atravesar el dibujo, alzándoles la capa a él y al león rugiente, así como el pañuelo que yo llevaba en la cabeza y el estandarte de Le Viste que sostenía el león.
Estuve mucho tiempo mirando el dibujo. No fui capaz ni de apartar los ojos ni de moverlo para ver los de debajo. Me había pintado. Nicolas pensaba en mí como yo en él. Sentí un cosquilleo en los pechos. Mon seul désir. Luego oí voces en el pasillo. La puerta se abrió y todo lo que se me ocurrió fue dejarme caer al suelo y meterme a rastras debajo de la mesa. Estaba muy oscuro allí debajo, y era extraño sentirme sola sobre el frío suelo de piedra. De ordinario me escondía en sitios así con mis hermanas, pero nos reíamos tanto que nos descubrían casi al instante. Me senté, abrazándome las rodillas, y recé para que no advirtieran mi presencia.
Entraron dos hombres y se acercaron directamente a la mesa. Uno llevaba la larga túnica marrón de los mercaderes, y debía de ser tío Léon. El otro vestía una túnica gris hasta las rodillas y calzas de color azul marino. Las pantorrillas estaban bien proporcionadas, y supe quién era antes incluso de que hablara. No en vano me había pasado muchos días pensando en Nicolas. Tenía bien guardados en el recuerdo todos los detalles: la anchura de sus hombros, los rizos que le acariciaban el cuello, el trasero como dos cerezas y el tenso contorno de sus pantorrillas.
Mi memoria tendría que acumular ahora más detalles, porque mientras los dos recién llegados empezaban a hablar no les veía más que las piernas. Sólo podía imaginarme el rostro de Nicolas: las arrugas de concentración en la frente, los ojos entornados mientras me miraba en el dibujo, los largos dedos recorriendo el áspero papel utilizado. Todo aquello lo fui almacenando, sentada en la oscuridad casi total, escuchándolos.
– Monseigneur llegará enseguida -dijo tío Léon-. Repasemos unas cuantas cosas mientras esperamos -oía los crujidos del papel.
– ¿Le han gustado los dibujos? -preguntó Nicolas-. ¿Los ha elogiado mucho? -el sonido de su voz, lleno de confianza, fue directamente a mi doncellez, como si me hubiera tocado allí con la mano.