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Una mujer, entonces, pero no demasiado mayor, una mujer que tuviera mucho que perder y que dejara atrás mucho dolor: una joven y hermosa sería lo ideal, preferiblemente una madre. Sólo así merecía realmente la pena aquel juego mental.

Pero mientras cavaba, hacía reparaciones, sellaba el agujero de la piscina y meditaba sobre el secuestro, Lemorne pensó que aquel planteamiento era poco convincente. ¿De qué servían todos aquellos pasos si ya estaba decidido que no iba a llegar hasta el final?

Pero ¿estaba decidido? El mero hecho de plantearse la pregunta, ¿no indicaba que no lo estaba? Decidió posponer la respuesta por el momento.

Llegó el verano, y Lemorne realizó algunas escapadas por las carreteras provinciales de los alrededores de Autun. Vio a muchos jóvenes haciendo autostop; y también a chicas solas. Sin embargo, cada vez que paraba el coche, aparecía de pronto un chico de detrás de un árbol o de una tapia. Entonces Lemorne bajaba la ventanilla y les decía: «Vosotros actuáis con engaño, pero yo no. Tengo espacio suficiente para los dos, pero he parado porque quería llevarla sólo a ella», y seguía adelante.

Nunca vio a chicas que estuviesen verdaderamente solas, así que renunció a la idea de una autostopista. ¿Una prostituta? Por razones de su oficio, subiría al coche, pero las prostitutas eran las víctimas por excelencia, y eso le repugnaba. Además, su profesión las hacía más suspicaces, y era probable que les pidieran a sus chulos o a sus compañeras que anotaran la matrícula de los coches de sus clientes.

Sus alumnas y sus hijas quedaban excluidas, pues las pistas acabarían llevando hasta él.

Si al final acababa haciéndolo, el cloroformo y la pistola dejaban sólo un problema por resolver: ¿cómo lograr que la víctima subiese al coche?

Fue a buscar a Denise a la estación. Le abrió la puerta, rodeó el coche para cerrarla y, después de sentarse de nuevo al volante, alargó el brazo por detrás de la niña y bajó el seguro; luego dobló el brazo y le dio un pellizco en la mejilla.

– ¿Por qué has hecho eso?

– Porque te quiero mucho.

– No… lo del seguro.

– ¿No oíste aquella noticia de una niña que se cayó del coche en la Automute porque la puerta no estaba bien cerrada?

– ¡No me digas!

– Pues sí, sucedió de verdad, y a vosotras os quiero mucho.

– Oye, papá, ¿tienes una amante? ¡Va, venga! No pongas esa cara de sorpresa. Un hombre de tu edad tiene derecho a algo así. Gaby no sospecha nada, pero todas esas horas que pasas en la casita…

– ¿Sospecha algo mamá?

– ¡Ay, se me ha escapado! -Le brillaban los ojos-. ¿Crees que mamá no mira nunca el cuentakilómetros? Anda, cuéntame. ¿Vive en Dijon?

– Mi querida hija… -dijo Lemorne- prefiero hacer como si no hubiera oído nada.

Esbozó una sonrisa que pareció satisfacer a Denise, a juzgar por la que exhibió ella.

Lemorne había aparcado el coche delante de la casa. Echó agua en una pequeña botella de tapón de rosca y se la metió en el bolsillo izquierdo de la chaqueta. En el bolsillo derecho tenía un pañuelo grande.

Abrió la puerta del pasajero, esperó un poco y volvió a cerrarla. Rodeó el coche por detrás, sacó la botella del bolsillo, le quitó el tapón y vertió el agua en el pañuelo. Volvió a guardar la botella, abrió la puerta y se sentó. Deslizó la mano derecha, en la que tenía el pañuelo empapado, por detrás del respaldo del acompañante, bajó el seguro de la puerta y flexionó el brazo en un apretón fuerte y estremecedor.

Diez, veinte veces llenó la botella y repitió el proceso desde el principio, hasta que el pañuelo acabó por dejarle una roncha mojada en la cadera derecha.

No siempre le salía bien. A veces no lograba verter el agua a tiempo en el pañuelo o aún tenía la botella en la mano cuando entraba en el coche.

Era cuestión de práctica.

Con veinte mililitros de cloroformo en un frasco y la pistola en el bolsillo, Lemorne se fue a Dijon y aparcó cerca del centro, en una calle comercial ancha y no demasiado frecuentada, por la que circulaban trole-buses.

Esperó a que pasase una mujer sola. Se tomó el pulso: ciento diez.

Por el retrovisor exterior vio cómo se acercaba una muchacha de unos diecisiete años. Vacilante por los latidos del corazón, Lemorne se apeó del coche.

– Perdone que la moleste, pero ¿podría hacerle una pregunta?

– ¿Sí?

– ¿Podría indicarme cómo puedo llegar a la oficina de correos?

– ¿Va en coche?

Lemorne asintió con la cabeza y la joven se lo explicó. Él prestó atención a las indicaciones que le daba y le dio las gracias. Fue un par de calles más allá y preguntó a otra joven el camino de la oficina de correos. Ella se lo explicó. A la quinta joven, su pulso estaba en setenta.

Todas lo miraban sin recelo, y le daban atentas explicaciones, aunque a veces erróneas, de cómo llegar a correos. Lemorne atribuía aquella amabilidad a su propio comportamiento, que su mujer le había alabado tantas veces y que había hecho que en el instituto fuera un profesor popular y respetado: cordial, sin pecar de familiar. De vez en cuando tenía que esforzarse por reprimir la risa: aquellas jóvenes no tenían ni idea del papel que estaban representando. ¡Lo estaban entrenando!

– Señorita, ¿podría decirme cómo llegar a la oficina de correos?

– ¡Oh, casualmente voy hacia allí!

– Bueno, tengo el coche aquí mismo. ¿Quiere que la lleve?

Él le abrió la puerta. Aquel giro de los acontecimientos, que él ya había previsto que pudiera suceder, se había producido a la sexta chica.

– Humm… -una sombra se posó en su mirada, algo amargo-, prefiero caminar.

– Claro -repuso Lemorne-. Hace un día espléndido. Merci.

Se dio cuenta de su error: para la franja de edad que había escogido, la oficina de correos era una mala elección. Sería más apropiado preguntar por unos grandes almacenes.

Los intentos que hizo en Beaune y Chalón en los días sucesivos demostraron que estaba en lo cierto. Con el cloroformo y la pistola en el bolsillo, se acercaba a la víctima elegida sin alterarse lo más mínimo. Abordó a varias jóvenes que iban a los almacenes por los que él preguntaba, pero ninguna subió al coche. Estaba claro que no iba por el buen camino.

Se dio cuenta de otro error más grave. Abordando siempre a jóvenes de la misma zona estaba aumentando innecesariamente el riesgo de que alguna de ellas acabara viendo en el periódico a la futura afortunada. SÍ lo intentaba con extranjeras, el recuerdo de un hombre que había intentado meterlas en su coche quedaría repartido por toda Europa. El Progres de Lyon no se leía en Uppsala. ¿Y cómo abordar a mujeres extranjeras? Muy sencillo: cerca de Autun pasaba la autopista. Y de pronto, Lemorne vio lo elegante que resultaba aquella solución: no sólo encontraría a miles de mujeres extranjeras en las áreas de servicio, sino que además las reconocería por las matrículas de los coches.

Los exámenes finales terminaron, y con ellos las clases. Lemorne tenía dos semanas por delante antes de irse de vacaciones. Adquirió un abono en la Autoroute y se pasó todo un día junto a las máquinas de café en las tiendas de las estaciones de servicio, observando el devenir de los acontecimientos.

Pronto descubrió que siempre se repetía el mismo patrón. Mientras el hombre se quedaba en el coche poniendo gasolina, la mujer iba al baño y después solía visitar la tienda. Entre tanto el hombre ya había acabado de repostar y dejaba el coche delante de la tienda o en el aparcamiento grande. No entraba en la tienda. Cuando la mujer había terminado, salía a buscarlo. Durante unos momentos ella estaba aislada.

Pero ¿cómo hacerla entrar en el coche?