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Le vino al pensamiento una imagen: unas semanas atrás, una mujer completamente desconocida había estado en su coche. No había reparado antes en ello porque la mujer lo había hecho por cuestiones de trabajo…, pero ¿había sido sólo por eso?

El día en que fue a Moulins para recoger unos tablones que había encargado, no estaba ninguno de los empleados habituales. Entonces, la recepcionista lo acompañó al almacén y lo ayudó a cargar los tablones en la baca y a asegurarlos con cuerdas. No era una mujer especialmente fuerte o atlética, y sin embargo lo había ayudado con tanto entusiasmo que parecía como si siempre hubiese estado esperando hacer aquel trabajo.

¿Era por el hecho de ser una mujer? Las mujeres no andaban acarreando pesos… ¿Sería eso lo que lo hacía divertido? Una mujer no hacía trabajos de carpintería… ¿Por eso había querido aprender Gabrielle?

Y aun en el caso de que no le resultase agradable, ¿no desconcertaría a cualquier mujer una petición que le exigiese poner a prueba su musculatura?, ¿no la desarmaría de su prevención natural frente a un hombre desconocido?

Una joven inglesa miraba pensativa mientras sostenía en la mano una lata de salchichas.

– Perdone que la moleste, ¿podría ayudarme?

Tuvo que repetir la pregunta, ella no hablaba francés.

– ¿Podría ayudarme? Tengo que acoplar el remolque a mi coche.

Remolque era trailer en inglés; para «acoplar» empleó «couple»; la había elegido al azar, pues en el diccionario también venían las palabras «hitch» y «pick up».

– ¿Yo?… Mi marido… -Miró hacia fuera en busca de apoyo, al lugar donde su autocaravana ya no estaba. Se encogió de hombros con una risita. El efecto esperado: asombro.

– Sólo será un momento. ¿Le importaría ayudarme? -Se lo preguntó en el mismo tono con el que pedía a sus alumnos que fuesen a buscar tizas y, como si ella ya hubiese dicho que sí, empezó a andar en dirección a la puerta. No miró para asegurarse de que lo seguía, de ese modo nadie podría relacionarlos, y ella tampoco tendría la oportunidad de quitárselo de encima con cualquier pretexto educado. ¿Volvería a poner las salchichas en su sitio o iría a pagarlas? Un error: tenía que haberla abordado antes de que hubiese cogido nada.

Permaneció al lado de la puerta del copiloto de su coche, que estaba aparcado junto al bordillo detrás de la tienda, y la joven se detuvo poco antes de llegar; no llevaba las salchichas y escudriñaba con la mirada a su alrededor.

– ¿Dónde está el remolque?

– ¡Oh! Disculpe que no se lo haya dicho -rió Lemornc y acto seguido añadió-: Está allí. ^Señaló hacia el aparcamiento grande. A unos cien metros de distancia, se hallaba el remolque, apoyado sobre el enganche-. ¿Va andando?

Lemorne dio un paso hacia el otro lado del coche, pero se detuvo y rió.

– Creo que será mejor que suba, así será más fácil. -Volvió sobre sus pasos y le abrió la puerta para que entrara.

Un velo negro cayó sobre los ojos de la mujer, como una nube que de pronto se hubiese deslizado sobre una piscina soleada. Permaneció indecisa unos instantes.

– Iré caminando -dijo con aire ausente.

– Como quiera -respondió Lemorne.

Fue en el coche hasta el remolque, y en lugar de la chica llegó un joven con aspecto cansado que le echó una mano con gesto malhumorado y receloso. Con toda la razón del mundo: la ayuda resultaba innecesaria, aun cuando el remolque hubiese contenido doscientos kilos de escombros. ¿Lo habría intuido la chica cuando él le había señalado el remolque?

Después de varios intentos, que anotó puntualmente para evitar pasar por la misma gasolinera con demasiada frecuencia, Lemorne lo dejó correr. En principio, su método era bueno. Las mujeres a las que se dirigía quedaban verdaderamente desconcertadas, y la mayoría lo acompañaban afuera. Pero, en cuanto les señalaba el remolque y les proponía que subiesen al coche, todas torcían el gesto en un rictus sombrío y desagradable y, sin excepción, todas reunían el coraje para negar la cortesía. Iban en busca de sus mandos o lo dejaban colgado.

Entonces, ¿qué? ¿Debería llevar una barca encima de un semirremolque? ¿Una autocaravana? ¿Dónde la metería? ¿No conseguiría al final que su familia, los vecinos o la gente de Effours frunciesen el entrecejo con extrañeza? No… todo cuanto él hiciese tenía que permanecer escondido, como un adoquín en una calle pavimentada.

Era el cumpleaños de Lemorne. Cumplía cuarenta y uno. Su mujer le había regalado un chaleco con una camisa a juego, un par de calzoncillos azules a rayas y una cafetera para el refugio. Gabrielle, una corbata y una lupa que también servía de pisapapeles. Y Denise, un ramo de flores, un paquete de galletas Crousty Miel, un llavero con una R metálica, y una sorpresa. Con piezas antiguas de Lego, Denise había construido una casa en la que la chimenea era el guardapuntas de un bolígrafo de ocho colores. Delante de la casa había un hombrecito de plástico con un martillo en la mano. Ese era él, y la casita era «la cabaña».

Lemorne reparó en que el hombrecito quedaría aplastado debajo del bolígrafo si intentaba escribir con él y lanzó una carcajada… de pronto sintió que un escalofrío le recorría el cuerpo. Había visto la solución.

No era el remolque el que tenía que ser más pesado, sino él quien tenía que ser más débil. Tenía que volver a la época de su salto.

Tiempo atrás había sido débil, y la gente le abría las puertas, los amigos le llevaban la cartera y desconocidos se agachaban para recogerle un libro cuando se le caía.

Aquello fue cuando llevaba la pierna enyesada y el brazo en cabestrillo.

A la mañana siguiente Lemorne condujo ciento cincuenta kilómetros hasta Lyon y compró un cabestrillo en una farmacia. En la oscuridad de un garaje se lo anudó al cuello y salió a la calle. Notó una erección, se sentía triunfante, como después del primer cosquilleo de una borrachera de buen vino.

Compró un kilo de manzanas, que le pusieron en una bolsa de plástico; con la bolsa en una mano y la otra en el cabestrillo se pasó toda la tarde entrando y saliendo de vestíbulos de hoteles, de cines y cafeterías, y en todas partes la gente se desvivía por abrirle la puerta. ¡Un inválido no podía hacer nada! ¡Había que ayudarlo! Anduvo por la ciudad durante horas, y de vez en cuando temía estallar en una carcajada incontenible en medio de una avenida llena de gente; lo veían y no sabían lo que estaban viendo: la solución de un acertijo que todavía no existía.

– Disculpe. ¿Podría usted ayudarme?

La muchacha le miró el brazo en el cabestrillo.

– Depende -respondió. Hablaba un francés excelente, para ser holandesa.

– Tengo que acoplar el remolque a mi coche. Resulta difícil con esto.

– ¿Remorque?

– Mi tráiler, mi pequeño tráiler.

Torció el gesto y miró hacia fuera, al surtidor del que su marido acababa de marcharse.

– No soy muy fuerte -musitó.

– Nos las arreglaremos -respondió Lemorne-. ¿Me ayuda?

Titubeante, se encogió de hombros.

– Merci -dijo Lemorne, y salió fuera. Ella lo siguió, mientras él se felicitaba por la facilidad con la que había logrado pillarla desprevenida; nada en la actitud de la mujer apuntaba a que le pareciera raro que él condujese con el brazo en cabestrillo.

Cuando llegaron al coche, ella echó un vistazo a su alrededor.

– ¿Dónde está?

Lemorne lo señaló con el dedo.

– Allí, quizá tendría que habérselo dicho. Si quiere, venga conmigo en el coche…

Un gesto grave se deslizó por el semblante de la joven, algo sombrío… pero ya había pasado.

– Está bien… -dijo ella con desgana. Abrió la puerta y se sentó.

Lemorne comenzó a dar la vuelta al coche, deslizó la mano derecha en el interior del cabestrillo, y de pronto oyó un grito, seguido de un chirrido de ruedas al frenar y un ruido sordo.