Un cuerpo salió volando por los aires y cayó desplomado en una postura antinatural. Llegó gente corriendo de todas partes; en un abrir y cerrar de ojos había una cortina de variopintos colores veraniegos. La joven bajó del coche, le gritó algo que él no acertó a entender y también se dirigió hacia allá.
Poco después, Lemorne volvió a verla de la mano con su pareja mirando al accidentado.
«El destino», pensó, y se fue.
De camino a Autun se detuvo en Effours para dejar en la casita una caja de azulejos que había comprado aquel mismo día.
Cuando entró en el terreno de delante de la casa, vio una tienda de campaña naranja a medio montar. Sobre la hierba había dos jóvenes, que se pusieron de pie del susto. Resultaron ser dos autostopistas alemanes de unos diecisiete años. No hablaban francés, y Lemorne tuvo que desempolvar su alemán. Los chicos todavía estaban desconcertados por la aparición del propietario. No habían conseguido negar a ningún camping y habían pensado que quizá podían quedarse a pasar la noche allí.
Hacía media hora que habían llegado. No, nadie les había dicho que podían acampar allí. Habían querido seguir viaje, pero no los habían cogido. No habían hablado con nadie. Si podían quedarse a pasar la noche, se irían por la mañana temprano.
– Por supuesto. No hay problema -comentó Lemorne.
Fue hasta el coche y permaneció sentado unos instantes, pensando. Los chicos veían su rostro en el espejo retrovisor, sin atreverse aún a sonreír. Lemorne cogió la pistola de la guantera y bajó del vehículo. Eligió a uno de los chicos y lo mató de un disparo. Quería haberle disparado al otro inmediatamente después, pero la forma lenta en la que el labio inferior del muchacho se le había desencajado del superior le dio un aspecto tan estúpido que tardó unos segundos en volver a disparar.
Cargó los cuerpos en el coche y desmontó la tienda de campaña, maldiciendo a los dos jóvenes por tener que quitar las piquetas.
Cuando hubo metido la tienda en el coche, Lemorne se acercó hasta la casa del granjero de enfrente y le compró una docena de huevos. La conversación giró en torno a la afluencia de turistas en general y a los autostopistas en particular.
– Se ven muchos este año -dijo Lemorne.
– Incluso aquí -añadió el granjero-. Hace una hora había un par de ellos en su camino.
– Ah, ¿sí? No he visto a nadie.
– Los habrá cogido alguien…
– Yo nunca llevo a autostopistas -dijo Lemorne.
– Yo de vez en cuando -comentó el granjero encogiéndose de hombros.
El abono de la autopista le fue de maravilla para la ocasión, y Lemorne siguió conduciendo hacia el sur hasta que oscureció. En las montañas entre Lyon y St. Etienne se deshizo de los cuerpos y de la tienda arrojándolos por un barranco que había junto a una vía de servicio.
En el camino de regreso estuvo dándole vueltas a la cuestión de si seguiría o no hasta el final los pasos del individuo al que imitaba. Cuatro años habían transcurrido ya desde el incidente en el canal de Borgoña, y uno desde que había encargado el cloruro de cal… y todavía seguía sin saberlo. Cuando llegó a casa, cogió los huevos del asiento trasero y se dio cuenta de que había olvidado dejar la caja de azulejos en la cabaña.
El día siguiente amaneció diáfano y soleado, y Lemorne propuso a su familia ir a nadar. Como a su mujer no le apetecía, se fue con Gabrielle y Denise a un lago que estaba a unos pocos kilómetros de Autun. Había mucha gente, y en la transparente superficie del agua llena de figuras extrañamente seccionadas reconoció a algunos de sus alumnos.
Los salientes del monte y las gigantescas raíces de los árboles dividían la orilla en decenas de diminutas playas. Como ya era un poco tarde, Lemorne y sus hijas tuvieron que contentarse con una de las más pequeñas; además, a medida que pasaba el rato, fueron llegando más chicos que salían del agua o bajaban de la montaña hasta donde ellos estaban. Algunos se sentaron a charlar con Gabrielle y Denise.
Mientras tanto, Lemorne se dedicó a hojear el periódico. En las noticias regionales buscó y encontró el accidente de automóvil que había presenciado en la estación de servicio. La víctima resultó ser un joven inglés de veintiún años llamado L. Bodding, de Hull, y había salido razonablemente bien librado: una fractura craneal leve y una pierna rota.
La pequeña playa empezaba a rebosar. Lemorne ya había tenido que hacerse a un lado una vez; para entonces había unos doce niños allí y sólo dos niñas: sus hijas.
Lemorne se puso en pie, se aclaró la garganta y pidió silencio.
– Chicos, tengo dos cosas que deciros. La primera es que he visto que algunos lleváis cigarrillos e incluso habéis intentado encenderlos a escondidas.
No es necesario. Estamos de vacaciones y las reglas del instituto también están de vacaciones. En segundo lugar… -hizo una pausa ante los gritos de alegría-, os invito a un helado. Pero no creáis que soy tan simpático como parezco, pues ni por un momento se me ha pasado por la cabeza subir yo a buscarlos.
Levantó en el aire un billete de cien francos, se oyeron gritos de alborozo, y cinco minutos más tarde todos estaban mordisqueando sus cucuruchos.
A la una, Lemorne se marchó. Gabrielle y Denise se quedaron, después de prometerle que llegarían a tiempo a casa, y él les dio dinero para comer algo y coger el autobús.
Lemorne almorzó con su mujer, la ayudó a hacer las maletas para las vacaciones, que empezarían cuatro días más tarde, se echó una siesta de una hora y alrededor de las cinco se fue a la Autoroute.
Desenganchó el remolque y lo dejó en la gran zona ajardinada, volvió con el coche y lo aparcó junto al bordillo en la parte posterior de la tienda de la gasolinera. Quitó el tapón a la botella de cloroformo y le encajó un trapo en la boca. A continuación se ajustó el cabestrillo al hombro, introdujo el brazo izquierdo y escondió la botella junto al codo.
Salió del coche y respiró el agradable aire prevespertino, adulterado con el estimulante olor de los gases de los tubos de escape. Era el aroma de los viajes y la expectación; había llegado a sentirse como en casa en las estaciones de servicio; eran como pueblos en continuo cambio donde uno se lanzaba a la aventura en todos los países a la vez.
Caminó hasta el final de la zona ajardinada y regresó, disfrutando de las miradas que dirigían a su brazo en cabestrillo la gente que jugaba a la pelota o descansaba sobre la hierba.
La chica de las piernas largas sacó dos latas de Coca-Cola de la máquina.
– Perdone que la moleste -dijo Lemorne-. ¿Podría ayudarme? Tengo un pequeño remolque que necesitaría acoplar a mi coche, pero no puedo hacerlo con esto. -Adelantó un poco el brazo doblado. ¡Vaya invento había sido el cabestrillo! Toda reserva se había esfumado de la mirada de ella antes incluso de levantar la vista del brazo.
– ¿Yo?… Oui, naturellement. -Dijo la última sílaba con un simpático tono agudo-. ¿Se lo ha roto?
– Sí, jugando al tenis.-Hizo un movimiento de drive con el brazo derecho-. Me resbalé y paf… brazo roto.
– ¡Mala suerte! -dijo la joven.
– ¿Puede ayudarme?
Lemorne salió fuera y ella lo siguió.
– Bueno… ¿Dónde está su remolque?
– Oh, allí -dijo Lemorne-. Le pido disculpas, tenía que habérselo dicho. Tendrá que ir andando hasta allí.
– No pasa nada.
– Bueno, sí prefiere venir conmigo… A fin de cuentas yo también tengo que ir hasta allí. -Se rió y le abrió la puerta.
– Sí, será más fácil -respondió ella, pero de pronto su voz se apagó y permaneció quieta.
– Suba -dijo Lemorne.
La joven apretó las latas de Coca-Cola contra su cuerpo y en su rostro apareció la nube que Lemorne había visto hasta la saciedad en todas las mujeres a las que había realizado la misma proposición.