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– Bueno… -dijo en un murmullo apenas audible como si estuviese pensando en otra cosa-, creo que iré andando.

Entre los dos acoplaron el remolque. Lemorne hizo casi todo el esfuerzo con el brazo derecho y ella se aseguró de que el enganche encajase en la bola del gancho de tiro.

La siguió con la mirada. Cuando llegó al coche, la mujer le dijo algo a su marido y los dos miraron en su dirección.

– Merci -gritó Lemorne y los saludó con el brazo.

Subió a su vehículo, esperó a que se fueran y se quitó el cabestrillo. En su bloc de notas apuntó: «MOBIL "Le Chien Blanc"; 28-7-75; 18.00-18.15 h.»

Después de repasar sus anotaciones, decidió que aún podía hacer otro intento en la próxima área de servicio.

De un coche con matrícula holandesa salió una joven de unos veinticinco años que le recordó a Denise. Lemorne estaba junto a la máquina de café y la miró mientras pasaba junto a él y entraba en los servicios.

Eran más de las siete, pero aún había colas en todos los surtidores de la gasolinera. Aquello reducía las posibilidades de que su marido se hubiese ido antes de que ella saliese de la tienda.

Harto de la eterna espera junto a las máquinas de bebidas, Lemorne salió fuera. Se detuvo junto a las puertas y se quedó observando mientras el holandés adelantaba el coche hasta el surtidor. ¿Se quedaría la joven el tiempo suficiente en el servicio? Si Gabrielle y Denise podían servir de referencia, desde luego aún tenía alguna posibilidad. De pronto advirtió que un hombre se disponía a sacar una foto a dos niños que estaban a su lado delante de la puerta y se apartó un poco.

El holandés pagó y Lemorne volvió a entrar. Justo al otro lado de las puertas de vidrio se tropezó con la muchacha que se parecía a Denise.

Fue hasta la máquina de café y empezó a buscar a otra posible víctima. Diez, veinte mujeres pasaron por delante de su atenta mirada camino del servicio. Fue descartándolas una a una, y un instante después todas volvían a estar fuera con vasos de café o latas en la mano, sin imaginar que acababan de pasar el momento más delicado de sus vidas.

Se dirigió a una belga, pero la mujer hizo como que no lo había oído, una reacción poco amable. Lemorne sintió sed y metió dos francos en la máquina de refrescos. Intentó sacar la tónica Schweppes del orificio ayudándose solamente de la mano derecha, pero no pudo con aquel engorroso cabestrillo. Ya había constatado con anterioridad que aquel tipo de situaciones atraía a la gente como la miel a las moscas. Pero de esa forma él no podía elegir a su benefactor, y fue un alemán de unos sesenta años quien cayó en la trampa involuntaria. Al parecer el hombre se había caído de un árbol cuando tenía once años. Le abrió la lata y le deseó una pronta recuperación.

Lemorne se bebió el refresco, tiró la lata a la basura y decidió marcharse: no podía permanecer mucho rato en el mismo lugar.

Volvió al coche, se quitó el cabestrillo y apuntó: «TOTAL "Venoy-Grosse-Pierre"; 28-7-75; 19.00-19.20 h.»

Volvió a enganchar el remolque a su vehículo y miró hacia la zona ajardinada, donde había gente jugando al fútbol, o sentada contra la verja o tumbada lánguidamente sobre el césped.

Al arrancar vio en el indicador de gasolina que debía repostar. Regresó a los surtidores, donde todavía había colas. La tónica fría le había llegado ya a la vejiga y, después de pagar, aparcó junto a la tienda de la gasolinera, al lado de un enorme camión con remolque.

Cuando salió del servicio vio a la joven que hacía un rato le había pasado justo por delante, la muchacha holandesa que se parecía a Denise. Estaba al fondo de la tienda, al lado de la máquina de refrescos, sola.

Pese a no haber ensayado situaciones como aquélla, Lemorne se acercó a la máquina de café. Introdujo dos francos en la ranura y pulsó el botón de café solo con azúcar.

Mientras el vaso se llenaba con un gorgoteo, la joven seguía rebuscando en su monedero, una operación que ella complicaba innecesariamente al empeñarse en sujetar en la mano el manojo de llaves del coche.

La joven levantó la vista hacia él y avanzó en su dirección.

– Perdone -dijo-. ¿Habla francés?

– Soy francés -respondió Lemorne.

– Me falta un franco para la máquina. ¿No tendrá usted cambio por casualidad? -Hablaba bien francés, pero con cierta inseguridad.

– Un momento… -dijo Lemorne y extrajo la cartera del bolsillo. La moneda más pequeña era de diez francos, pero ella no tenía cambio; los dos se echaron a reír ante sus intentos fallidos de cambiar dinero entre ellos.

La joven se dirigió a la caja y pidió cambio.

Lemorne tomó un buen trago de su café.

«Bueno, vamonos», se dijo a sí mismo. Sacó del bolsillo las llaves del coche y se puso a juguetear distraídamente con ellas.

La joven volvió, sacó una lata de Fanta y otra de cerveza, y le dirigió una sonrisa a Lemorne. Daba la impresión de que le estaba mirando el cabestrillo… ¡pero se lo había quitado!

Lemorne chasqueó la lengua, sin saber qué decir.

La chica dio un paso hacia él.

– ¿Le importa que lo mire? -inquirió.

– ¿A qué se refiere?

Señaló la mano en la que sostenía las llaves.

– ¡Qué bonito! -comentó señalando la R del llavero-. ¿Sabría decirme dónde puedo comprar uno igual?

Lemorne se quedó pensativo. Sonrió y se encogió de hombros.

– Soy representante -dijo, preguntándose si ella entendería la palabra représentant-. Vendo cosas de éstas. Tengo el coche lleno.

– ¿De veras? -Una idea apareció en los ojos de ella-. ¿Cree que podría venderme uno? ¿Uno que también tuviera una R?

Él se quedó mirándola y suspiró.

– ¿Por qué no?

– ¿De verdad? ¿Y cuánto cuestan?

– Nueve francos con cincuenta -dijo Lemorne.

Apuró el café, tiró el vaso a una papelera y le hizo un gesto a ella para que lo siguiera. Podía oír sus pasos detrás.

Lemorne se detuvo junto a la puerta del coche y la joven se quedó esperando al lado del maletero; al parecer había pensado que los llaveros se encontraban ahí.

– No, no -le dijo Lemorne y le señaló el asiento de atrás, donde aún estaba la caja de azulejos, en la que se leía: J.-J. Montméjean-Autun-Tuilier. Apoyado contra la caja estaba el cabestrillo, del que sobresalía el tapón del frasco.

Se encontraban muy cerca el uno del otro. A la izquierda estaba el camión, y a la derecha había aparcada una caravana; era como si se hallasen en un estrecho callejón.

Lemorne abrió su puerta, se inclinó hacia el asiento de atrás y volvió a incorporarse.

– Pesa bastante -comentó mientras señalaba hacia la caja-. Lo más fácil sería que usted subiese.

Le señaló la puerta del acompañante y vio fugazmente cómo la oscuridad se cernía sobre su rostro, t aquel atisbo de desconfianza.

– ¿Una R? -dijo Lemorne.

– Sí. -La joven avanzó hacia la puerta, sosteniendo las latas en la mano. El se giró hacia el asiento de atrás. Cuando ella estuvo junto a la puerta, él ya había volcado la botella y tenía el trapo empapado en la mano.

Entonces la joven se sentó y se volvió hacia la caja.

– Perdone un momento -dijo Lemorne y estiró el brazo por detrás de ella. Con una repentina y violenta exhalación, la joven se apartó de él; Lemorne flexionó el brazo y apretó con fuerza la mano contra su rostro.

Ella arqueó la espalda como una saltadora en el filo del trampolín… de pronto dejó caer las latas y se desplomó hacia atrás.

«Ya te tengo», pensó Lemorne.

Arrancó el coche, salió del aparcamiento y entró en la Autoroute du Soleil.

4

Era imposible que hubiese recibido algo el primer día, pero Rex fue a mirar de todos modos. Lo hizo a pie y sin paraguas, aunque estaba lloviznando. Aquél era un paseo conmemorativo, y una cosa así tenía que hacerse por medios propios, sin protegerse del cielo.