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El cuarto día, un jueves, el coche amarillo aún seguía allí, en el mismo lugar, debajo de su ventana.

Lieneke había ido a casa de Rex en bicicleta y lo acompañó un trozo del camino hasta la oficina de correos. En el ventoso aparcamiento se cruzaron con la joven candidata a Sandra de la escalera. Rex le dirigió una mirada penetrante y ella se la devolvió sin el menor vestigio de temor ni culpa. Se quedó asombrado de lo hermosa que era. En cualquier caso, no tenía quince años, lo más probable era que él le hubiese echado esa edad años atrás y se le hubiese quedado fijada en la mente.

Ella no delató nada. Rex se sintió incómodo de tener a Lieneke a su lado, ante la posibilidad de que aquella chica fuese Sandra.

Fueron a tomar un café a un bar y Rex compró el Algemeen Dagblad. En la segunda página estaba el artículo. Incluía una reproducción en tamaño muy reducido del anuncio en francés y, a tres columnas, la foto de Saskia. Como tantas otras veces, sintió aquel súbito esclarecimiento en su cerebro: «¡Dios, qué mujer tan hermosa! ¡Saskia! Ya no está.»

Era la foto que había aparecido en todos los periódicos ocho años atrás y que había vuelto a utilizar en aquella ocasión para su anuncio: la foto que le había hecho en una terraza de París la mañana de su desaparición: su última foto. En un perfil de siete octavos, ella miraba a Rex con una sonrisa astuta, como si se estuviese guardando algo en la manga. El pie de foto decía:… dos latas…-

Bajo el titular «LLAMAMIENTO FRANCÉS PARA NOVIA DESAPARECIDA», volvían a relatar la historia de su desaparición, resumida y con errores. También se referían a la cantidad que Rex había pagado por el anuncio. «El precio: la friolera de 80.000 florines. Ha tenido que endeudarse mucho para pagarlo. ¿Y qué espera sacar? "Nada -asegura Hofman-. Es un homenaje."»

Le mostró el artículo a Lieneke. Después de leerlo hizo un gesto de asentimiento y se lo devolvió sin el menor comentario. Rex se sintió de pronto torpe por haber comprado el periódico mientras ella estaba ‹con él.

Se despidieron y Rex fue a su buzón. Esa vez había diecisiete cartas de Francia.

En casa volvió a abrir la agenda por la página de mujeres. Debajo de los dos nombres en la columna de «disponibles» anotó: Lienckc. Bajo el epígrafe de «demasiado joven» tachó a Sandra y en su lugar escribió:

Sandra escalera | 1?

Sandra capó J

En una hoja de papel escribió los nombres de Saskia y Sandra, uno debajo del otro. Tenían el mismo número de letras. La misma inicial. La misma segunda y sexta letra. Si tachaba las letras que coincidían, quedaba: NDR y SKI.

Rex estuvo un rato mirando y escribió: DR. NIKS. Y a continuación: KIND R &S.

Leyó la correspondencia de Francia. Había dos cartas de revistas que ofrecían la misma suma que Photo- Vte, y Rex les envió la misma respuesta.

Muchas personas decían haber visto recientemente a Saskia en algún lugar: sin identificación, aquellos testimonios no tenían ningún valor. Una de las cartas mencionaba la dirección de una farmacia en Avallon en la que Saskia trabajaba supuestamente de ayudante. Aquel lugar estaba apenas a unos diez kilómetros de la estación TOTAL, y Rex escribió a la farmacia para pedir más información y una fotografía de la ayudante.

Algunos clarividentes y detectives privados le ofrecían sus servicios mediante folletos no personalizados. Una mujer de Fontainebleau le contó que tiempo atrás un hombre la había estado persiguiendo todo un día en un coche, diciéndole: «Gatita, ven aquí.»

También había una carta del conductor del camión de Amaddei Fréres, a quien Rex había conocido durante la reconstrucción policial de los hechos. El hombre le contaba que las cosas le iban bien, se interesaba por su salud y le deseaba éxito en sus pesquisas.

Rex sacó una vez más la foto de aquel camión: su Polaroid. La reconstrucción oficial había señalado que efectivamente cabía la posibilidad de que Rex hubiese hecho la foto en el momento en que Saskia salía fuera con las latas. La puerta de la tienda de la estación de servicio no aparecía en la imagen: quedaba tapada justamente por la cabina del camión.

De pronto le vino a la mente el recuerdo humillante de un programa de radio juvenil en el que hablaban de una nueva sustancia: si rocías unas gotas sobre una foto, puedes ver lo que sucedió un segundo más tarde. Las primeras cien peticiones recibirían una botella gratis. Rex tenía nueve años a la sazón y había ido corriendo a echar la carta a correos. A los pocos días recibió otra carta en la que le decían que había sido una broma por el día de los Inocentes; a los responsables del programa les gustaría mucho que se hiciese miembro del club juvenil de la emisora. Y por milésima vez Rex contempló la otra foto que había salido a la luz durante la investigación: dos niños con las viseras de Ricard, y su propia imagen un poco borrosa, mientras se inclinaba sobre la boca del depósito de gasolina de su coche.

Hizo a un lado las fotos y se quedó mirando las letras NDR y SKI en la libreta. También podía formarse la palabra inglesa DRINKS, bebidas.

De repente sintió que lo asaltaba un pensamiento desagradable y fue hasta la ventana. En efecto, el coche amarillo se había ido.

Rex cogió precipitadamente la chaqueta y se pasó media hora buscando el coche por los aparcamientos de los edificios de los alrededores, pero no estaba. Sin parar de lanzarse reproches, cayó en la cuenta de que no había anotado el número de la matrícula: un descuido incomprensible e irreparable.

Aquel descubrimiento le causó una profunda desazón, y supo que ya no podría trabajar más. Cantor tendría que esperar. Pensó en llamar a Lieneke, pero no quería abusar de ella tan poco tiempo después de haberse visto. No le apetecía estar con ninguna de las otras dos mujeres de la lista de «disponibles».

Entrada la noche llamó a una de ellas.

A la mañana siguiente, en cuanto volvió a quedarse solo, Rex le escribió una carta a Lieneke. En ella daba rienda suelta a su melancolía, sin proponerle nada en concreto.

Después de haber echado la carta al buzón y mientras se dirigía a la pequeña entrada para recoger su correspondencia, un hombre se le acercó con la mano medio extendida mientras lo miraba fijamente a los ojos. Era un señor de unos cincuenta años, alto, esbelto y bien conservado, de porte afable y a la vez imponente. Tenía el cabello rubio y cano, y llevaba una gabardina de color beige sin la menor arruga: era el prototipo del candidato estadounidense a la presidencia en plena campaña electoral.

El corazón de Rex empezó a latir con fuerza, como cuando veía una ejecución en una película.

Y entonces lo reconoció.

Era el hombre del cabestrillo.

– ¿Es usted Rex Hofman? -le dijo.

– Sí -respondió Rex.

– ¿Habla francés?

– Sí.

– Raymond Lemorne -se presentó-. He leído su anuncio. -Le alargó la mano y Rex se la estrechó con el respeto que aquel hombre le merecía por el hecho de tomar parte en su aventura: el contacto le produjo una descarga eléctrica en el brazo. Ocho años atrás apenas lo había visto algunos segundos, y, si la punta del cabestrillo no hubiese aparecido en un extremo de la otra foto como una blanca nariz fisgona, Rex habría borrado aquel rostro de su memoria por completo.

Naturalmente, aquel brazo ya había sanado. ¿Por qué habría ido a verlo aquel hombre? ¿Por qué no se había comunicado con él por carta como los demás?

– ¿Sabe usted algo de ella?

– Sí.

Ella también había oído esa voz. La sentía cerca. Era como si aquel hombre fuera a llevarlo a un restaurante donde Saskia los estaba esperando. Ella iría vestida de negro, como expresando su pesar por su irreparable ausencia, y se la vería algo más vieja: una dama de treinta y tres años, aunque en el fondo sería la misma chica sexy y alocada. Se mostraría alegre y simpática, contenta de volver a verlo, y le regalaría una botella de alguna bebida exótica, apenas bebible, por supuesto, pero elegida con mucho esmero por su bella etiqueta…