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– Quiero hablar con usted en mi coche -dijo el hombre.

– ¿Está muerta? -Rex se oyó a sí mismo decir mort en vez de morte, era como si la gramática se hubiese vuelto irreverente.

Lemorne le hizo un gesto con la mano y se dirigió a un coche con matrícula francesa que estaba aparcado delante de la oficina de correos. Abrió la puerta para que Rex entrara, dio un rodeo y subió él también.

– ¿Está muerta?

– Sí.

– Sí -repitió Rex.

El hombre apoyó los brazos sobre el volante y miró hacia delante con aire teatral, una mirada que parecía haber ensayado delante del espejo, de la misma forma que todo cuanto decía parecía habérselo aprendido de memoria. El temor que en los últimos años se había vuelto más apremiante se desvaneció: el temor de que el asesino también hubiese muerto y que el enigma quedase para siempre sin respuesta.

Desde muy lejos, tan lejos como los camiones de basura que tenían delante de las narices y a los que dos jóvenes iban lanzando bolsas que describían arcos lentos y gráciles, se le ocurrió la idea de que tenía que partirle la cara a aquel hombre. Pero aquel pensamiento era absurdo. Era un emisario de Saskia, la autoridad de mayor rango de cuantas había tratado hasta entonces.

Lemorne arrancó el vehículo y se puso en marcha sin decir nada.

– ¿Adonde vamos? -preguntó Rex-. Tengo que recoger unas cartas.

– Quiero hablar con usted en algún lugar tranquilo. Lo volveré a traer más tarde, si usted quiere.

Conducía como un rey, armoniosamente, sin rallar con el cambio de marchas, tomando las curvas con extrema destreza. Rex se sentía apabullado por su presencia. Pasaron por delante de su bloque de apartamentos y entraron en un aparcamiento que había junto a un canal, enfrente de unas pistas de tenis sin redes.

Lemorne bajó un poco la ventanilla, metió la mano en el bolsillo de la gabardina y sacó un manojo de llaves. Rex las reconoció: eran sus viejas llaves con f la tira de piel deshilachada.

«Todo va demasiado rápido -pensó Rex-. Necesitaría parar un momento.»

– No puedo dárselas -dijo Lemorne-. Debe entenderlo. -Volvió a guardarlas en el bolsillo.

– ¿Qué le sucedió?

– He venido hasta aquí para contárselo. Pero sólo hay una forma posible de hacerlo. Que usted pase por lo mismo que ella.

Alguien que sostenía una especie de escoba hecha de ramas largas y retorcidas como manos mendicantes, barría las hojas caídas en la pista de tenis.

– Entonces voy a morir.

– Sí.

– Está usted loco.

– Eso no es relevante -contestó Lemorne.

Permanecieron un rato en silencio. Abruptamente, como si hubiese consultado en un libro cuánto tiempo necesita una persona para asimilar una noticia semejante, Lemorne continuó:

– No puedo ofrecerle ninguna otra alternativa. Deseo que mi vida siga como hasta ahora. Usted podría marcharse y anotar el número de la matrícula; además le he dicho mi verdadero nombre. Le aseguro que no hay ninguna prueba en mí contra, nadie podrá encontrar nada y yo jamás confesaré. El riesgo que corro es de otra índole. Usted podría matarme. Reconozco su derecho a hacerlo. Pero su anuncio me convenció de que lo que usted desea por encima de todo es saber qué sucedió. Por eso he decidido darle esta oportunidad. Cualquier infracción de mis deseos significará el fin de mi ofrecimiento. Ahora voy a regresar a Francia, con o sin usted. Es su última oportunidad. Le doy cinco minutos para decidirse.

– Lo acompaño -dijo Rex.

– ¿Lleva consigo el pasaporte?

– Sí.

– Bien. -Se abrochó el tinturan de seguridad y se puso en marcha.

Sofocado, Rex se recostó sobre el cómodo asiento.

Impasible, con los brazos extendidos como la estatua de un cochero e igualmente silencioso, Lemorne condujo hacia el sur. El coche se adhería perfectamente a la carretera; el velocímetro, que se había detenido en ciento cuarenta, era la única señal de que se movían.

Anocheció.

Y ahí estaba él, aquel hombre en quien había pensado durante tantos años sin saber qué aspecto tendría; de vez en cuando, Lemorne cogía una galleta de chocolate de una caja que había encima de la guantera y se la comía meticulosamente; los labios y la nariz eran las únicas partes de su rostro que se movían.

Rex fumaba. Había hecho demasiadas veces aquel trayecto para no reconocer el camino, pero junto a un viaducto a las afueras de Roubaix le asaltó un recuerdo inesperado que había estado aguardando a ese viaje. En ese punto habían estado jugando a decir nombres de animales que empezaran por la letra C, y ella había insistido mucho, quizá hasta el primer en-'fado del día, que «clarín» existía. «¡Hay quien lo come en Navidad! ¡Es parecido al pavo!»

Lemorne le había dicho que tenía cinco minutos para decidirse, pero aquello era a todas luces absurdo. Tenía horas por delante. Podía pararse en cualquier estación de servicio, junto a la frontera, en uno de los peajes de la autopista. Todavía estaba a tiempo. ¿Estaría Lemorne echándose un farol? Tenía las llaves. ¿Demostrarían algo, si se las quitaba? Quizá que había hecho algo, pero no qué. ¿Conseguiría una sencilla investigación descubrir lo que había hecho con Saskia? Quizá no… y si Lemorne callaba, él habría malgastado su oportunidad de saber lo que ocurrió.

Necesitaba pensar.

El tiempo apremiaba, ya habían pasado París. Pero era como si no pudiese reunir el valor para reflexionar sobre todo aquello. Sólo importaba una cosa: saber lo que le había sucedido a Saskia. Satisfacer aquel deseo implicaba la destrucción del sujeto que buscaba esa satisfacción…, pero resultaba hermoso. Sandra lo había preparado para ello: «Te escribo esto y se estropea el amor.»

De vez en cuando comía algo de la caja que Lemorne había dejado a su lado. Había cuatro bocadillos envueltos en papel celofán: dos de lomo y otros dos de queso -todos con una hoja de lechuga en medio-, dos porciones de queso cremoso, un sobre de mostaza y dos cartones de refrescos, pajitas, una mandarina, una manzana golden, una tableta de chocolate y servilletas de papel. ¿Qué tipo de mente enferma era capaz de preparar una comida como aquélla para semejante viaje? ¿Y cómo de enferma tenía que estar su propia mente para sentir que lo invadía una ligera pero innegable irritación por el hecho de que Lemorne tuviese galletas de chocolate y él no?

Rex recordó un artículo sobre caídas que había escrito para su revista, en el que aparecían testimonios de personas que habían sobrevivido a la caída de un avión. Ninguno de ellos había sentido miedo. Habían experimentado resignación, curiosidad y, sobre todo, lucidez.

Así se sentía él también: deslumbrantemente lúcido. Lo embargó un sentimiento de paz y de plenitud que reconoció de años atrás, del tiempo en que escribía poesía. En muy contadas ocasiones había tenido la impresión de que las cuestiones de sentido, o de éxito, o incluso de estética o elocuencia, habían desaparecido, y que lo único que quedaba era la apasionante certidumbre de estar copiando algo: de que por fin estaba haciendo una cosa que exigía algo muy elevado de sí mismo, y que tenía que asumir la gran responsabilidad de llevarlo hacia delante, paso a paso.

La autopista empezó a cobrar la forma que tenía en el misterio de Saskia.

Allí estaba el letrero: «TOTAL, 900 metros»; y en lo alto de la pendiente, el blanco y las luces de la estación de servicio. Rex no había regresado allí desde la 'reconstrucción de los hechos. Había pasado de largo alguna vez, pero había mirado hacia delante.