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Lemorne redujo la velocidad y rodeó por detrás de la tienda de la gasolinera hasta llegar al gran aparcamiento de la zona ajardinada. Detuvo el coche al final. No había nadie. Bajaron y Lemorne cogió del asienta de atrás un termo con dibujos florales.

Rex se percató de que durante todo aquel tiempo había estado seguro de que podría arreglárselas. Pero ¿cómo? Lo asaltó el miedo. Todo le resultaba conocido. Aspiró el fresco aire nocturno y, olvidándose por unos instantes de Lemorne, caminó por el césped. El pequeño montículo sin arroyo cantarín seguía en el mismo sitio. Fue hasta allí y dirigió la vista hacia la tienda y los surtidores. La vía láctea de desperdicios se extendía exactamente igual que aquella noche; era como si un año tras otro alguien se ocupase de que hubiese la misma cantidad de basura.

Se dio la vuelta. Lemorne estaba al pie del montículo, con el termo en una mano y un vaso de plástico en la otra, que le ofreció a Rex.

– Beba -dijo.

Un miedo simple y descomunal se desató en su estómago. Estaba desconcertado: probablemente iba a torturarlo. ¿Cuántos segundos le quedaban aún para calcular la posibilidad de obligar a Lemorne a que le confesara su secreto de alguna otra forma?

– ¿Qué es?

– Un somnífero. Tarda un cuarto de hora en hacer efecto. En ese rato se lo contaré todo. Beba. Beba -insistió Lemorne.

Tenía un miedo terrible… de que Lemorne pudiese marcharse. Rex miró hacia el vaso. Se lo llevaría a los labios, pero ahora aún lo tenía en la mano. Era extraño ese «ahora»; por mucho que se esforzase en pensar en el «ahora», éste siempre pasaba de largo. Era como entonces, como cuando veía a Saskia marcharse con su bicicleta el lunes por la mañana después de haber pasado el fin de semana en su casa. Lo saludaba, se montaba en la bici, volvía a saludar y empezaba a pedalear por la calle. Entonces, él apretaba la mejilla contra el marco de la ventana y pensaba: «Ahora todavía la veo. Y ahora también. Y ahora», pero, por mucho que se esforzara en pensar, aquello no la detenía y, mientras él estaba ocupado en su último «ahora», ella había desaparecido.

Bebió. Era café solo con azúcar, caliente y amargo.

Devolvió el vaso a Lemorne. Éste miró el interior y le contó todo lo que había sucedido desde el momento en que Saskia le había pedido cambio hasta el momento en que se fue con ella de la estación de servicio TOTAL. Rex reconoció en el relato a Saskia. Lemorne hablaba pausadamente, sin trabarse en ninguna palabra, un relato sobrio, sin regodeos: así había actuado él y así había actuado ella; y aquél era el resultado.

La historia se había acabado; el somnífero de Lemorne aún no había hecho efecto. Rex se quedó como pensativo, se dio la vuelta y contó los postes de la valla. En el octavo se puso en cuclillas y apartó el guijarro que había en el hormigón. En la luz mortecina de los surtidores y de la autopista atisbo el doble brillo opaco de las dos monedas.

Volvió a poner el guijarro en su sitio.

Fue a sentarse nuevamente en el montículo y, mientras contemplaba las letras ennegrecidas de TOTAL que había sobre la marquesina, esperó la llegada del sueño.

Lemorne esperó también, como una persona civilizada espera el autobús.

Rex soñó que estaba en un restaurante. Sentada frente a él se hallaba Saskia. No la reconocía, pero sabía que era ella. Era un restaurante en tonos grisáceos y la luz era escasa. Ella no había pedido nada. A él le sirvieron un plato lleno de pelotas de tenis. Abrió la primera y de ella salió un pato, que extendió las alas y alzó el vuelo.

Rex se despertó.

Abrió los ojos, pero fue como si no los hubiese abierto: sólo vio negrura.

Sentía que estaba solo. Le faltaba la respiración: así que era eso. Eso era lo que le había sucedido a Saskia. ¿Dónde estaba?

Yacía en la oscuridad, sin nada a lo que su miedo pudiese aferrarse. Quiso incorporarse, pero se golpeó la frente y cayó de nuevo hacia atrás. Fue a parar sobre algo blando y tanteó con las manos alrededor de su cuerpo: estaba encima de un colchón. Un colchón individual; notaba los bordes a los lados.

No se oía el menor ruido. El aire estaba cargado y frío.

A la izquierda del colchón había una pared. Intentó palparse la cabeza en el punto donde se había golpeado, pero sus nudillos toparon con algo que había justo encima de él. Tanteó con la mano: no se había golpeado con ninguna viga, era una especie de cubierta de madera, apenas a dos palmos de la cara.

Entonces lo supo. Pero era demasiado terrible para saberlo.

Con extrema cautela, para postergar un poco la certidumbre, tocó a su derecha; había una pared de madera, y otra detrás de la cabeza y otra a sus pies. Golpeó con los puños hacia arriba y a ambos lados, y gritó, pero no oyó nada, era como si la negrura engullese el ruido.

Dios mío.

Estaba en un ataúd, enterrado vivo.

¡Y pensar que le habían hecho eso a Saskia… que había estado en aquella situación, implorándole que fuese a salvarla, sabiendo perfectamente que eso era imposible…!

¡Qué terrible soledad!

«Manten la calma -pensó, y un pánico desmedido se propagó por sus venas más rápido que la sangre-. Manten la calma, haz algo para sosegarte.» Pero el mero hecho de pensar que calma sería precisamente lo que tendría si permanecía encerrado allí, lo volvía loco de miedo. Las paredes lo aprisionaban, no había esperanza.

¿Cuánto tiempo llevaba allí? ¿Un mes? «Supongamos que no puedo morirme», pensó Rex y estalló en sollozos.

Más tarde se dio cuenta de que su miedo luchaba contra él, y de que se había metido en su cuerpo para eso.

«Manten la calma -pensó-. Llevo aquí un cuarto de hora. Me llamo Rex Hofman.» Cuando pensó en lo ridículo que era tener un nombre en un lugar como aquél, se echó a reír.

5

Cuando Lieneke recibió la carta de Rex, estaba atareada haciendo la limpieza mensual de su cuarto. Dejó el sobre encima de la mesa y terminó su tarea. Por primera vez en mucho tiempo, vació el escurreplatos, fregó algunas cosas, las secó y lo guardó todo en el armario.

Después se sentó y leyó la carta. La leyó cinco veces seguidas. «Lamentos inmaduros -pensó-. Lo amo. Pero nunca conseguiré apartarlo de Saskia.»

No sabía cómo debía reaccionar. Llamó a una buena amiga que también conocía a Rex y ésta le aconsejó que se hiciera la encontradiza. Había recibido la carta el sábado y decidió esperar hasta el fin de semana siguiente. Se pasó toda la semana dejando el teléfono descolgado cada vez que tenía que salir a hacer algún recado.

El viernes y el sábado fue a los bares en los que podía encontrarlo, pero no se presentó. Tampoco la llamó. El domingo lo llamó ella. El no cogió el teléfono. El lunes lo estuvo llamando cada cuarto de hora, con el mismo resultado. Fue en bicicleta hasta su casa, donde el coche de Rex se quedó mirándola tontamente.

Y llamó a la puerta, pero nadie abrió. Regresó a su casa y telefoneó a los padres de Rex, que se mostraron sorprendidos; llamó a la redacción de su revista, donde habían estado esperando en vano su artículo sobre Cantor, y a la policía.

Unos días después apareció la fotografía de Rex en el periódico. Se presentaron los testigos, y resultó que la mujer que había salido de su casa el viernes por la mañana era la última persona que lo había visto. Le había parecido como «ausente».

Rex Hofman había desaparecido sin dejar rastro. El hecho de que aquello hubiese sucedido justamente después de iniciar una costosa campaña de anuncios en los periódicos franceses para encontrar a su novia Saskia Ehlvest, desaparecida ocho años atrás, llamó la atención. Durante un tiempo los retratos de Rex y Saskia aparecieron juntos en la televisión, en los periódicos y en las revistas.

No sirvió de nada, ni sirvió de nada abrir una nueva investigación en la estación de servicio TOTAL de Venoy-Grosse-Pierre. Y en las ciento cuarenta y cinco cartas procedentes de Francia que finalmente llegaron al buzón de Rex tampoco apareció nada que arrojara algo de luz sobre su desaparición o la de Saskia.