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– Te quiero -dijo Saskia. Las grandes letras rojas de TOTAL de la marquesina que cubría los surtidores formaban una corona de plástico sobre su cabeza.

– Yo también te quiero.

– Y vamos a pasar unas vacaciones estupendas.

– Sí, yo también lo creo.

– ¿Qué te parece si escondemos una moneda aquí?

– Vale.

Rex abrió la cartera y le dio un franco a Saskia. Ella sacó otro de su bolsillo y agitó ambas monedas en el hueco de las manos para que no fuera posible distinguir de quién era cada una. Después fue hasta uno de los postes de la valla y puso los dos francos en una grieta que había en el pie de hormigón de la valla. Pero los cantos de las monedas sobresalían y Rex los cubrió con un guijarro.

Contó. Era el octavo poste desde el final de la valla. Esbozó una sonrisa: el ocho era el número de la suerte de Saskia. Las rosas eran más hermosas si había ocho, y ella lamentaba que él no fuese un año más joven porque entonces se habrían llevado ocho años.

Rex la abrazó y permanecieron así un buen rato.

– Ahora conduciré yo -dijo Saskia-. ¿De acuerdo?

– De acuerdo -respondió Rex.

No quería hacer ningún comentario sarcástico. Deseaba fervientemente que nada de lo que él dijera pareciese sarcástico.

– Pero antes me apetecería tomar un refresco. Voy un momento a la tienda. ¿Quieres que te traiga algo?

– Ya voy yo, si quieres.

– No, voy yo. Te invito. ¿Te apetece una cerveza? Ahora ya no tienes que conducir.

– Sí, estupendo.

– Dame las llaves. Así voy haciéndome a ellas.

Rex le dio el llavero con la tira de piel deshilacha-da y Saskia se encaminó de nuevo hacia la estación de servicio, siguiendo la vía láctea. La vio alejarse. Vestía vaqueros blancos y un jersey amarillo pespunteado con hilo dorado. A menudo llevaba jerséis con la espalda descubierta, quizá porque él le había dicho en una ocasión que la espalda era la parte de su cuerpo que más le gustaba: desafiante, vulnerable y llena de pecas.

– ¿Llevas dinero? -le gritó Rex.

Ella se dio la vuelta y le mostró el monedero.

Rex alzó la mano y Saskia siguió adelante.

Cuando Rex volvió a mirar, ella ya había desaparecido.

Dio unos saltitos, correteó por el césped y volvió a sentarse. «"El pis de la paz", "así voy haciéndome a ellas"… ¡Qué cursi!», pensó Rex. Era la cuarta o quinta vez que hacían lo de enterrar monedas, y al menos en tres ocasiones, mientras la miraba a la cara, Rex había pensado para sus adentros que era una maniática. Sin embargo, no podía decirse que esas cosas lo irritaran, sino que eran precisamente esas cosas las que hacían que la amase. ¿Cómo era posible?

Una mañana, mientras ella aún dormía, él le había abierto el bolso y le había cogido una moneda del monedero. Temblando, y fascinado a la vez, por su maldad, permaneció unos instantes con la moneda en la mano… y al final no se la devolvió. En otra ocasión, Rex la llamó para pedirle que le buscara cierto pasaje de un libro. Mientras marcaba su número de teléfono, recordó de pronto que él tenía un ejemplar del libro, pero la llamó de todos modos. Y mientras ella le iba dictando el pasaje y él lo leía en su libro, había sentido un placer estremecedor. Nunca se lo había contado, era el mayor secreto que le ocultaba.

Eran pequeñas torturas. ¿Por qué? Jamás había hecho nada semejante con sus otras novias. Saskia era la única con la que realmente había deseado fundirse en un solo ser. ¿Acaso aquellas torturas eran una forma de expresar su incapacidad para conseguirlo, ni siquiera con ella?

Magnífica teoría, pero, entre tanto, mejor sería guardarse de no herirla con aquellas bromas.

Rex se puso en pie y se dirigió al coche, cogió la cámara Polaroid del bolso de Saskia y sacó una foto de la estación de servicio. Una broma del momento; se imaginaba las miradas que cruzaría con Saskia y con otros amigos años más tarde cuando leyeran el comentario en el álbum de fotos: «Estación de servicio TOTAL, con Saskia en el interior, pocos minutos antes de estrenarse como conductora por la Autoroute.»

Sostuvo la foto por una esquina y vio cómo la estación de servicio TOTAL y los coches que había aparcados iban surgiendo de las sustancias químicas, como si cobraran vida. Volvió a poner la cámara en su sitio y, con la fotografía en la mano, fue paseando hasta el montículo sin arroyo cantarín, se tumbó, con los codos apoyados en el suelo, y se puso a mirar la gasolinera.

Sin embargo, quizá se pasaba un poco atormentándola con lo de la gasolina. No se trataba sólo de lo que había sucedido en aquella carretera en Italia; había algo más. Cuando Rex regresó con el bidón, encontró a Saskia fuera de sí. Ella se aferró a él, sollozando como un animal acorralado, y le pidió que nunca volviera a dejarla sola. La angustia que había pasado en aquel rincón oscuro casi la había vuelto loca de miedo; se había sentido tan sola como en su pesadilla del Huevo de Oro. De niña, había soñado una vez que estaba encerrada dentro de un Huevo de Oro que volaba por el universo. Todo estaba oscuro. No había ni una estrella. Y ella tenía que permanecer allí para siempre, sin poder morir. Sólo tenía una esperanza. Por el espacio volaba otro Huevo de Oro igual que el suyo; si los dos chocaban, se destruirían, y entonces todo se acabaría. ¡Pero el universo era tan inmenso!

Rex se extrañó de que a una niña pudiera ocurrírsele una imagen tan estremecedora. Y le gastaba bromas al respecto.

Miró el reloj: pasaban unos minutos de las siete y media. Sobre las copas de los árboles del otro lado de la autopista flotaban unos jirones de nubes suaves y violetas que siempre hacían exclamar a Saskia: «Mira, mañana hará buen tiempo.» Por supuesto, aquella predicción no era infalible, y además la casa estaba todavía a un día de viaje; sin embargo, Rex saludó a las nubes imbuido del espíritu de Saskia: iban a ser unas vacaciones soleadas e inolvidables. También anunciaban que dejaría pasar cualquier oportunidad que se le presentase para fastidiarla durante el resto de las vacaciones, pensó Rex.

¡Era realmente adorable! Estaba decidida a conducir; no obstante, sus pasos vacilantes delataban lo mucho que eso la asustaba. Rex se levantó, estiró las piernas y fue dando saltitos hasta el coche. La chaqueta floreada de Saskia seguía en el respaldo de su asiento y la visera de su lado estaba bajada, como siempre: era un guiño habitual entre ellos; había un espejo.

«El que conduce debe estar guapo», Rex casi le oyó decir. Con toda segundad, en esos momentos estaría acicalándose tranquilamente. Era muy presumida. Una vez Rex le había sacado una foto en una playa nevada, donde, a juzgar por los pantalones, que llevaba pegados a las piernas, y los copos de nieve, soplaba un viento fuerte. A pesar de todo, Saskia alzaba un espejo contra los nubarrones oscuros con una mano mientras que con la otra se pintaba los labios. Pero toda su coquetería no empañaba la belleza díscola y trágica de su rostro.

¿Llevaba dinero? Sí, si no ya habría vuelto. Además, le había enseñado el monedero.

Dio un par de vueltas más por el césped, dando brincos y haciendo girar los brazos mientras respiraba profundamente. Consultó el reloj. Los jirones de nubes habían mudado su color violeta pálido a un morado más intenso, y seguían subiendo de tono.

«He aquí una buena ocasión de poner en práctica mis buenas intenciones -pensó Rex-. O sea, que ^no me sentaré al volante y le dirigiré una mirada ceñuda, diciendo: "Por mí no hace falta que conduzcas; anda, dame las llaves." No dejaré a un lado la cerveza después de darle un par de tragos. No acercaré el coche hasta la gasolinera para esperarla allí.» Además, las llaves las tenía ella.