Rex consultó el reloj: las ocho menos diecinueve. Se apoyó contra el coche y miró fijamente el edificio de la estación de servicio. Sacó la fotografía de la Polaroid del bolsillo. Había cambiado un poco. Algunos coches se habían marchado ya y había llegado uno nuevo. Toda la gente se había movido de sitio.
¿No se estaba pasando un poco? ¿Tendría que ir al quiosco a arrebatarle de las manos el ejemplar de Marie Claire que leía absorta? No, seguramente estaría cogiendo las flores que había visto detrás de la gasolinera o buscando algún regalo para él. Y volvería con algún chupete, o una flauta colgada de un cordón que hacía ruidos de pájaro al darle vueltas, o la libre-tita más pequeña del mundo con un lápiz inútil, y él pensaría: «¡Le encanta regalar tonterías!», pero, a la vez, su regalo le parecería bonito y enternecedor, y se sentiría feliz de tenerla a su lado.
¿Cuánto tiempo llevaba allí?
Las ocho menos diecisiete. Rex no pudo evitar alarmarse. Si no fuera porque no quería dejar el coche abierto, iría a echar un vistazo.
Decidió esperar a que la aguja del segundero diese toda la vuelta. Sin embargo, de pronto, sin pensarlo dos veces cogió el bolso de Saskia y se dirigió a la gasolinera con él bajo el brazo.
«El coche está impaciente porque lo conduzcas», eso le diría, y no algo malhumorado por haber tenido que dejarlo abierto.
Las puertas de vidrio se abrieron ante él, y entró en la tienda. Justo enfrente estaba la caja, y a la derecha, la sección de comestibles. Saskia no estaba allí. Había postergado mirar a la izquierda, pero no le quedó más remedio que hacerlo. A ambos lados de una estantería llena de torres Eíffel y puzzles, se extendían dos pasillos, al final de los cuales se veían las máquinas de bebidas, junto a una máquina del millón. Tampoco estaba allí. A la derecha de las máquinas de bebidas, se encontraban los servicios. Tampoco estaba allí. Abrió la puerta de los lavabos de señoras: Saskia no estaba delante del espejo.
Rex salió precipitadamente al exterior y corrió hacia la parte trasera de la tienda, donde había un pequeño aparcamiento y una zona ajardinada más pequeña con un par de mesas de picnic y unos bancos. No vio flores en la hierba, y tampoco a ella.
Regresó al coche y permaneció unos instantes allí, resollando. No entendía nada.
Un vacío desolador se expandió por su estómago, como si estuviese en un columpio que bajase sin cesar. Algo iba mal. Lo supo por los vivos colores de las bicicletas en el techo del coche, y por los colores de la chaqueta de Saskia. De pronto se sintió solo, como si todo hubiese acabado entre ellos.
¿Estaría gastándole una broma? Sacudió la cabeza.
Sacó una libreta y un bolígrafo de la bolsa donde llevaban las lecturas para las vacaciones y, apoyándose contra el capó todavía caliente, escribió: «Sas. No te encuentro. Te estoy buscando. Si lees esto, quédate junto al coche. Rex.» Luego dejó la hoja de papel en el limpiaparabrisas.
Volvió a mirar la fotografía, en la que destacaba la gran mancha blanca de un camión con remolque donde se leía «Amaddei Fréres».
Se dirigió de nuevo a la tienda con el bolso bajo el brazo. A través del seto se filtraban los haces amarillentos de los primeros coches que habían encendido las luces.
Vuelta a empezar. Escrutó de nuevo el local en busca de Saskia. En la zona de la derecha no estaba; en los dos pasillos tampoco; junto a las máquinas tampoco. Entró en los servicios de señoras. La mujer india que en ese momento se estaba lavando las manos le lanzó una mirada llena de recelo. Había tres cabinas, y sólo una de ellas estaba ocupada. Miró en el interior de las dos primeras y esperó a que abrieran la otra. De ella salió finalmente una mujer bajita que parecía una caricatura de su anterior novia. La mujer farfulló algo en tono alto y enfadado, de lo que Rex sólo pudo captar que hablaba en francés.
Fue a inspeccionar los lavabos de hombres.
Frente a los lavabos de señoras había una puerta en la que ponía «Service» y, en letras más pequeñas, unas palabras que rogaban no entrar. Rex abrió la puerta y vio a un hombre sentado detrás de una mesa de despacho, que levantó la vista, molesto.
– Esto no es zona pública-dijo.
Rex se disculpó y se fue.
¿Y ahora qué?
Saskia no se encontraba en la tienda. Entonces tenía que estar en el coche, habría leído la nota y no se habría movido de allí. Rex volvió corriendo al coche, que estaba algo más borroso. Las bicicletas eran como una tosca cornamenta en el techo. No estaba allí. La nota en el limpiaparabrisas se movía suavemente, impulsada por una brisa imperceptible. No había escrito ningún mensaje debajo del suyo.
Saskia parecía haber desaparecido de la faz de la tierra.
Rex fue a sentarse en el bordillo, junto al contenedor de basura. ¿Habría visto a un príncipe en un Rolls Royce blanco? Un impulso loco… y zas, lo había dejado para empezar una nueva vida. «Soy un poco voluble», le había dicho ella muchas veces. Podía haber descubierto de repente que no se sentía del todo realizada a su lado y que jamás lo conseguiría con él. Pero ¿dejarlo de aquel modo? Era impensable.
Transcurría el último minuto en el que aún podía suceder algo que entrara dentro de la normalidad.
Se levantó y gritó: «¡Saskia! ¡Saskia!» No pasó nada, salvo el sonido cada vez más apagado de su voz y el eterno zumbido de la autopista.
Las ocho menos dos minutos. El césped había 'adquirido un tono cobrizo y los jirones de nubes habían desaparecido. Sin dejar de gritar su nombre, Rex fue corriendo hasta la gasolinera, donde el camión articulado de «Amaddei Fréres, Transports Internationaux» se ponía en marcha entre sacudidas y resuellos.
¿La habrían arrastrado a uno de esos camiones? ¿Tal vez violado? ¿Se la estarían llevando en aquellos instantes para dejarla tirada después en la cuneta? «¡Saskia! ¡Saskia! ¡Saskia!», gritó. Fue corriendo hasta la zona ajardinada de detrás de la tienda. Más allá de las mesas de picnic, junto a la verja, había una zanja. Rex fue hasta allí arrastrando los píes para tantear el terreno. Se detuvo: las cosas no podían haber llegado al punto de tener que buscar a Saskia en las zanjas.
Tenía que estar en alguna parte, sólo que no sabía dónde. Aquello era insoportable, mortificante.
Corrió hasta los surtidores y permaneció en el bordillo, delante de las puertas automáticas. Aferrándose a la mirada huidiza de un joven empleado de la gasolinera, gritó: «¡Saskia! ¡Saskia!» La gente se paró en seco.
– Es mi mujer. Ha desaparecido -dijo, esperando sólo a medias que el empleado de la gasolinera interrumpiera su trabajo para encargarse de que Saskia volviera.
Entró en la tienda justo en el momento en que los fluorescentes se encendían. Ya no había tanta gente. Aunque Saskia hubiese estado allí dentro, era posible que ya no quedase nadie que la hubiese visto.
¡Excepto la cajera! De pronto Rex recordó que tenía una foto de Saskia en algún compartimento oscuro de su cartera.
Era una fotografía que se había hecho en un fotomatón cuando estuvieron una temporada sin poder verse; tenía una expresión coqueta, como si fuese a hacer pucheros.
La cajera la reconoció al instante.
– ¿Verdad que ahora lleva el pelo más corto? Sí, la he visto hace poco por aquí.
Saskia había estado junto a la máquina de café y después había ido a pedir cambio. Hacía más o menos media hora de eso.
Así pues, había estado en la máquina de café: eran sus primeros pasos después de que él la hubiese perdido de vista. Pero ¿junto a la máquina de café? Había ido a comprar una cerveza y un refresco para ella. «Pues la vi al lado de la máquina de café», afirmó la cajera. Estaba segura de ello y era poco probable que se equivocara, ya que la máquina de café y la de los refrescos estaban separadas por la máquina de helados y la del millón. ¿Había alguien a su lado? ¿Había hablado con alguien? La cajera no se había fijado tanto. Podía ser. Cientos de personas entraban y salían de allí durante todo el santo día…