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Como las nubes de Saskia habían anunciado, la noche era pura, clara e interminable. Estaba en alguna parte. Le partía el corazón no saber dónde.

Al final se sentó en el coche y se quedó contemplando fijamente la libreta con los números escritos y la nota en el limpiaparabrisas, una de cuyas puntas se levantaba de vez en cuando. Querer dormir y no poder dormir confluyeron en un mismo pensamiento: a Saskia le estaba sucediendo algo terrible en aquellos instantes. Era como si él pudiera sentir lo que ella sentía: el miedo y la soledad del Huevo de Oro. De ese modo, podía por fin ver cumplido su deseo de fundirse con ella en un solo ser.

2

El agua de la cala tenía el azul de los dibujos infantiles. Rex Hofman estaba en la orilla, sobre una gran piedra, y oteaba el horizonte a través del ojo de cerradura que formaban las paredes rocosas. Se preguntaba cómo se las arreglaban la tierra y la luna para originar olas de un metro de altura en algún lugar de aquel mar, mientras allí reinaba aquella placidez.

La cala era poco más que una concavidad formada por las rocas, y sólo le daba el sol unas pocas horas al día, muy temprano por la mañana. La arena era excepcionalmente fina, y tan plateada que los granos semejaban diamantes. En ambos extremos la pequeña playa se angostaba, y a los pies de los peñascos que formaban las paredes rocosas crecían cardos y cactus silvestres con flores de un rojo vivo.

El color más disonante de entre todos aquellos colores naturales era el naranja chillón del bote de goma con motor fuera borda en el que iban hasta allí todas las mañanas. La cala era inaccesible a pie, e incluso en bote resultaba difícil de encontrar, y para asegurar aquella exclusividad se cercioraban de que nadie los siguiera cuando salían del puerto de pescadores. Con éxito, pues siempre estaban solos.

Rex gritó, saludó hacia la playa y se zambulló. El agua lo acogió en silencio. Sólo se oyó un siseo, como sí millones de agujas de cristal le golpetearan la cabeza y se quebraran. Con los brazos extendidos y las manos cruzadas, se dejó llevar. Tenía los ojos cerrados y no sentía ni el cuerpo ni el agua, como si pudiese flotar así eternamente.

Volvió a emerger la cabeza al mundo y nadó lentamente hacia la orilla.

Lieneke leía tumbada boca abajo, con la mitad del cuerpo al amparo de la sombrilla. Rex se arrodilló a su lado y cogió un cigarrillo. Ella se estremeció al sentir las gotas que resbalaban por su espalda, convirtiéndose inmediatamente en lupas rutilantes. Dejó el libro abierto sobre la arena y se volvió hacia él.

– ¿Has disfrutado del baño?

– Ha sido genial. Maravilloso. Un día de éstos me quedaré dormido bajo el agua.

Ella le sonrió como si le hubiese hecho un cumplido. Marina di Camerota era suya. Mejor dicho, de su familia. Con apenas dos años, ella ya iba a jugar a aquella playa paradisíaca, y hasta hacía poco había estado allí en un sinfín de ocasiones con sus padres. La casa estaba en lo alto de un cerro, justo detrás del puerto, con magníficas vistas al golfo de Policastro. Rex y Lieneke habían pedido prestada la casa, al igual que el bote con su correspondiente remolque.

Rex cogió una cerveza de la nevera portátil y le dio otra a ella.

– ¿Crees que si sigues al sol te saldrá una peca donde te ha caído esta gota? -le preguntó Rex.

– A mí me parece que no son más que habladurías -respondió Lieneke.

– ¿Tú crees? Quizá sí.

Lieneke estaba inmersa en otro de sus innumerables nuevos libros. Lo había empezado aquella mañana y ya iba por la página ciento veinticinco, mientras que él había hecho poco más que hojear el periódico y darse un chapuzón. Ella siguió leyendo y Rex fue a sentarse sobre una roca, con las piernas colgando en el agua, que le llegaba a la altura de siempre, pues en aquella cala no había marea. Camerota había sido todo un hallazgo. Apenas había extranjeros, sólo un windsurfista, y el ambiente era cordial. Nunca lo estafaban a uno ni le devolvían menos dinero con el cambio; allí, a una hora larga de viaje desde Nápoles, hacia el sur, todos los clichés sobre Italia se veían desmentidos. En una ocasión, Rex salió del aparcamiento del puerto sin darse cuenta de que se había dejado el monedero sobre el techo del coche, y un par de adolescentes larguiruchos lo detuvieron para devolvérselo.

Pero quizá podía disfrutar más del lugar por el hecho de ir con Lieneke. Todos la conocían y ella los conocía a todos; además, hablaba italiano a la perfección. Cuando le presentó al viejo hornero de pizzas, que se rió con Lieneke de sus incomprensibles frases, se sintió tan invulnerable como un chiquillo de la mano de su madre.

Con un nuevo cigarrillo en la boca, y haciendo pasos de baile en el agua con los dedos de los pies, Rex meditaba sobre los tres «dragones» a los que debía vencer en Camerota: Lieneke, Vicenze y los franceses.

A Lieneke ya la tenía en el bote. Al comienzo de las vacaciones Rex le había enseñado el juego de palabras que llevaba jugando toda la vida con sus padres, con sus amigos, con sus novias. Lieneke había escuchado atentamente sus explicaciones y a continuación le había ganado la primera partida. Eso había picado a Rex más de lo que estaba dispuesto a admitir. Mientras ella progresaba a buen ritmo en sus lecturas estivales, él, aturdido por el sol, había abandonado definitivamente su primer libro ^en la página 40. Rex concluyó que aquello era una demostración de la supremacía intelectual de ella, o de la decadencia de la suya propia. No obstante, en el juego de palabras dominaba; le llevaba un cuarto de siglo de ventaja de práctica. Rex le ganó la revancha y todas las partidas siguientes; había sido la suerte del principiante. Ella premiaba sus victorias con el esplendor de su enfado.

El segundo dragón era Vicenze, y Rex también lo había vencido. En la parte alta del puerto, junto a la antigua muralla, había una cafetería sobria y poco frecuentada con una enorme sala donde las sillas lanzaban chillidos estremecedores cada vez que alguien las arrimaba a la mesa o se levantaba de ellas. Era el único local de Camerota que tenía una consola de video-juegos y al atardecer, antes o después de cenar, y a veces antes y después, mientras Lieneke se tomaba tranquilamente su cerveza y leía, él intentaba batir su récord personal.

En algunas ocasiones tenía un adversario, un chiquillo llamado Vicenze, cuyas letras brillantes Rex había visto aparecer en la pantalla después de que el muchacho hubiese hecho los puntos suficientes para poder introducir su nombre. Vicenze siempre llevaba consigo un banco para poder llegar a los mandos y permanecía abstraído, disparando contra los monstruos del espacio que se aproximaban a su nave emitiendo gorgoteos y zumbidos.

La mayoría de las veces no podían jugar juntos porque Vicenze se negaba contumazmente a que Rex le pagase la partida. Tenía ocho años, le había confesado en una ocasión para justificar su falta de dinero y quizá también sus múltiples derrotas. Rex le había preguntado la fecha de su cumpleaños, y de su charla posterior, durante la cual Vicenze se mostró extremadamente paciente, había deducido que, en cualquier caso, la palabra correcta era compleanno y no anniversario.

– Eres un buen chico -murmuró, pero había una cosa segura: en Marina di Camerota, el holandés Rex Hofman era el mejor exterminador de monstruos del espacio.

El tercer dragón eran los franceses. Todavía no se había enfrentado a ellos, y lo estaba deseando, pero albergaba ciertas dudas de si la confrontación llegaría a producirse.

– ¿Te apetece que juguemos otra partida de palabras? -le gritó Lieneke.

Entre los dos empujaron el bote al agua. Lieneke encendió el motor y tomó el timón. Rex se tumbó frente a ella, con las piernas y los brazos estirados, mirando a través de las pestañas al cielo y al rostro pequeño de ella, que siempre tenía una ligera expresión de asombro.

«¿Qué sucederá con Lieneke? ¿Nos pelearemos para averiguar de una vez por todas si existe algún lazo que valga la pena romper? ¿Debo esperar a que sea ella quien decida dejarlo? ¿Debo estudiar su afecto, como un biólogo que intenta descifrar el lenguaje de las gaviotas?»